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Nueva Jersey

Enero, 2018

Hace diez meses volví a nacer. Eso es lo que dijo mi madre cuando desperté tras la operación. «Muy original», pensé. Pero estaba demasiado sedada para discutir. Por otro lado, me alegraba tenerla a mi lado después del sufrimiento que padeció cuando desaparecí de su vida como si también hubiera muerto junto a mi padre en aquel accidente de coche.

A pesar de haber perdido mucha sangre, la bala no llegó a tocar ningún órgano vital. Alojada debajo del estómago, lograron extraerla tras unas cuantas horas de operación en las que me sumí en un limbo oscuro del que apenas recuerdo nada. Me salvé de milagro gracias a la rápida reacción de un viandante al que no me cansé de darle las gracias la vez que vino a verme al hospital y, sin embargo, me he sentido más perdida que nunca sin Alan del que, como ya esperaba, no he vuelto a saber nada. Lo he llamado cientos de veces, pero se apresuró en cambiar de número. Es probable que no se acuerde de mí, que me haya sustituido por otra y que se haya ocultado en alguna isla paradisiaca con el dinero de mi última víctima. Ese maldito dinero manchado de sangre que casi me cuesta la vida.

El golpe de la realidad duele cuando has vivido feliz durante años en tu propia mentira. Cuando has sido incapaz de ver más allá y has permitido que te hicieran creer que eras alguien que en realidad nunca has sido. Esa que ves en el espejo no eres tú, nunca has sido tú aunque quisieran hacértelo creer cada día. Él fue quien me convirtió en esa desconocida que habitaba en mí aprovechándose de mi vulnerabilidad. A veces, cuando la extraña vuelve a visitarme, trato de ahuyentarla, pero es más fuerte y decidida; poderosa, parece estar empeñada en encontrar a Alan aunque para ello tenga que atravesar medio mundo y sea lo último que haga. Lo peor de todo es que me dejé manipular y, cuanto más me llevaba por donde él quería, más me gustaba, porque todo estaba bien si, en plena tormenta, miraba hacia abajo y hallaba su mano entrelazada a la mía. A día de hoy, las excusas de que era joven o que él supo aprovecharse del mal momento que atravesaba tras la muerte de mi padre, no me sirven. No hay más ciego que el que no quiere ver. Si alguien te hace volar, asegúrate de caer de pie cuando te suelte. Porque te soltará.


Frederick Dempsey aparece por las noches en mis pesadillas. Siempre son las mismas. No es un sicario enviado por él el que me dispara a plena luz del día en una calle transitada por cientos de personas con prisas, sino el tipo trajeado de cabello cano y mirada de acero el que, con una sonrisa sádica, empuña el arma contra mi vientre hasta dejarme sumida en la oscuridad. «¿Y qué importa?», me digo a veces. Estoy viva. Viva y libre. Podría estar muerta o entre rejas; otra alternativa que la de pasarme el día mirando por la ventana sería peor, aunque no es fácil mantener el equilibrio cuando estás al borde del abismo, viviendo condenada a inventarte cada mañana la forma de luchar contra esta angustia que atenaza mis pensamientos más tétricos. Durante el día logro mantener alejados a mis fantasmas, pero son ladinos y vuelven a visitarme por las noches, cuando bajo la guardia y no puedo ahuyentarlos. Aún recuerdo la sensación de pánico que experimenté cuando en el hospital, mientras seguía recuperándome, se presentaron dos agentes. Pensé que me iban a detener ahí mismo pero, en lugar de eso, se mostraron muy amables nada más llegar. Me hicieron unas cuantas preguntas entre las cuales figuraban: «¿Pudiste verle la cara? ¿Tienes idea de quién ha podido ser? ¿Tienes enemigos, Chloe? ¿Algún exnovio resentido?». Mis respuestas consistían en monosílabos cobardes y absurdos; la mirada perdida y las lágrimas, tan bien ensayadas durante años, la muestra de que había sido la víctima de un psicópata que elige al azar.

—¿Quieres denunciar? —me preguntaron.

—¡Por supuesto! ¡Tiene que denunciar! —intervino mi madre, como si la pregunta fuera una estupidez, mientras yo, tragando saliva, negué lentamente con la cabeza—. ¡¿No?! ¿Te has vuelto loca, Chloe? Vamos a denunciar —asintió—. Solo basta con mirarla, agentes. Ese tipo está obsesionado con mi hija y es probable que, en cuanto se entere de que sigue viva, vuelva a hacerle algo. Dios mío, no quiero ni pensarlo.

—Señora, la decisión es de su hija.

—No voy a denunciar. Quiero volver a casa y olvidarme de todo —decidí, con los ojos anegados en lágrimas de mentira.

Temo el día en el que Dempsey se entere de que sigo viva si es que no lo sabe ya. Tendría que haberle hecho caso a Steve, del que tampoco he vuelto a saber nada, cuando me dijo que era un tipo peligroso y que por culpa de Alan estábamos metidos en problemas. No le creí. Un tipo normal, conociendo mi identidad, me habría denunciado por haberle robado, nada más y nada menos, que un millón de dólares. Alguien peligroso como él, que, con total probabilidad, tenía todo ese dinero en casa debido a negocios turbios que no le interesaba que salieran a la luz, prefería tomarse la justicia por su mano con la maldad suficiente como para matar a alguien aunque fuera otro el que se ensuciase las manos. Esa fue y sigue siendo mi deliberación respecto a lo ocurrido hace diez meses. Eso, y lo que no quiero que se me pase por la cabeza una y otra vez… ¿Alan está vivo? Creo que soy mala persona al preferir que, de alguna manera, Dempsey también lo haya descubierto y se lo haya cargado. Duele demasiado pensar que solo me utilizaba para el negocio y que no sentía nada por mí.

A lo largo de esos cinco años infernales, conocí a personas que eran veneno. Aprendí a reconocer su aspecto, en parte gracias a Alan. La manera en que su sonrisa iba y venía sin llegar nunca a asomar a sus ojos, unos ojos como los de Dempsey, intensos y fríos que no reflejaban un alma. Esas personas podían parecer normales, pero era como si por dentro les faltara una parte vital, y siempre que veía ojos como aquellos, daba media vuelta y escapaba, guardándome las espaldas en la huida. Cuántas veces me he arrepentido de no haber sabido huir a tiempo de Alan y ver en sus ojos esa carencia de alma que sí descubrí en Dempsey cuando lo conocí.


Incapaz de volver a poner un pie en las calles de Nueva York, paso mis días alejada del mundanal ruido entre las cuatro paredes del 62 de Columbia Terrace, una idílica calle de Jersey con hileras de casas familiares. El momento más divertido del día es por la mañana. Haga frío o calor, salgo al porche con una taza de café humeante y un cigarro, me acomodo en la silla de mimbre y observo la rutina del vecindario: madres agobiadas gritando a sus hijos que se den prisa para llegar a tiempo hasta la parada del autobús que los llevará al colegio; la señora Clark, viuda desde hace tres meses y más aburrida que yo, si eso es posible, regando las plantas de su jardín; Jonathan Lyons, un policía jubilado de setenta años que siempre, a la misma hora, da su paseo matutino como si aún estuviera patrullando por las calles de Jersey garantizando la seguridad; y él, Tim Roberts, al que conozco desde que era una niña y con el que mi madre se empeña en que tenga una cita.

—Él sí terminó la carrera de Medicina —me reprocha mi madre casi cada noche—. Es residente de la sala de urgencias del hospital Mount Sinai. Debe estar muy ocupado y es probable que ya salga con alguien o tenga cientos de mujeres revoloteando a su alrededor, pero no pierdes nada por pedirle una cita.

—Aún vive con sus padres —me quejo, sin que eso, dadas mis circunstancias, me importe en realidad—. Y no me gusta.

—¿No te gusta? ¿Un hombre alto, guapo, agradable y carismático no te gusta? ¿Qué has estado haciendo estos cinco años, Chloe? ¿Con quién has estado? No sé nada de tu vida, a veces creo que eres una completa desconocida. Lo peor de todo es que me dejaste sola en el peor momento —me reprocha siempre—. ¡En el peor! ¿Cuántas veces te llamé? ¿Cuántas veces te rogué que volvieras a casa y me ignoraste diciéndome que ya eras mayor para hacer con tu vida lo que te diera la gana? ¿Y qué hiciste con tu vida? ¡¿Qué hiciste?!

Con sus desplantes diarios, Irene, dolida, recoge su plato, lo deja en el fregadero para que sea yo quien lo friegue, y sube las escaleras para encerrarse en su habitación. Sé que mira la televisión hasta las dos de la madrugada y que por la mañana, cuando se levanta, normalmente a las siete en punto, tiene remordimientos de conciencia por cómo me ha tratado durante la cena después de un día cargado de tensión. Quizá por eso me deja preparado el café antes de irse a la peluquería que regenta en Bergenline Avenue. Es una suerte que esté tan ocupada. Me gusta estar sola en casa, y aunque se trate de mi propia madre, lo cierto es que nunca hemos conectado. He llegado a la conclusión de que las madres nunca se ajustan por completo a la idea que un hijo tiene de lo que debería ser una madre, y supongo que en el caso inverso sucede lo mismo. Demasiadas expectativas, ese es el problema.

—¡Eso te va a matar! —exclama desde la acera de enfrente una voz masculina que hace que deje de observar a la señora Clark, entretenida en sus quehaceres matutinos.

—Buenos días, doctor Tim —lo saludo, sin hacer un solo movimiento que le haga pensar que me voy a acercar a él.

Baja la mirada y sonríe frente a su coche, un BMW azul reluciente. Parece que las cosas le van bien. No entiendo por qué vive con sus padres si podría permitirse un apartamento en Nueva York, más cerca del hospital en el que me dijo mi madre que trabaja. Tim, al que no dejo de mirar desde la seguridad que me ofrece el rincón del porche con un par de setos que me ayudan a pasar desapercibida, me sorprende con su impulsividad al volver a cerrar la puerta del coche nada más abrirla, fijar su mirada de nuevo en mí y cruzar la acera para acercarse hasta donde estoy.

—Estaba pensando que hoy no tengo guardia en el hospital —empieza a decir, sujetando las llaves con una mano y acariciándose la nuca con la otra. Parece nervioso—. Esta noche, por fin, estoy libre —añade con una sonrisa, situándose a los pies de la escalera.

Me fijo en sus rasgos y en lo bien que va vestido. Mi madre tiene razón: ¿qué tiene de malo? Es alto y muy atractivo. Tiene una sonrisa bonita y los ojos de color avellana. Va bien afeitado y unos hoyuelos que a cualquier mujer enloquecería se asoman por sus mejillas cuando sonríe. No atisbo ni un solo tatuaje en su piel; Alan tenía veinticinco. Su mirada es sincera, se nota que es buena persona. Demasiado buena persona para mí.

«¿Que qué tiene de malo, mamá? —pienso—. Nada, no tiene nada malo, pero no es Alan».

—¿Y? —le provoco, para que se le quiten las ganas de hablar conmigo. Hace años, cuando íbamos al instituto, él un curso por delante del mío, recuerdo que estaba loca por sus huesos.

—Que te invito a cenar —propone—. Después del trabajo vengo a buscarte, abandonamos Jersey y reservo mesa en algún restaurante de moda de Nueva York. Me han hablado muy bien de uno que…

—Vaya —interrumpo, seca y distante—. Lo tienes todo muy bien ensayado, ¿no? Pero lo siento, no voy a volver a pisar Nueva York.

—Claro. Perdona, Chloe, pero te prometo que no te va a pasar nada. Debes superarlo.

—No te atrevas a darme consejos, Tim. Será mejor que dejes de intentar ser amable conmigo o pedirme una cita solo porque mi madre te lo haya dicho.

—Tu madre no me ha dicho nada —aclara—. Me gustas, eso es todo. ¿Tanto te cuesta entenderlo? Nos conocemos desde siempre y cuando… bueno, cuando pasó lo de tu padre y desapareciste… —balbucea—. Te he echado de menos.

—¿Has estado esperándome cinco años? —me río.

—Tenía la esperanza de que volverías.

—¿Por eso sigues viviendo aquí, con tus padres?

—No, no es por eso. —Se aclara la garganta y vuelve a sonreír—. Mi madre cocina muy bien. Yo soy un desastre.

—No es buena idea lo de la cena.

—Eso es un no.

—Respuesta correcta.

Su sonrisa se desvanece en cuestión de segundos. Me dice adiós con la mano y, encogido para resguardarse del frío, vuelve a cruzar la calle hasta llegar a su coche sin volver la vista atrás.

«Has sido una completa imbécil, Chloe».