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Greening Island
Febrero, 2018
Un golpe seco contra la pared me sobresalta cuando estoy en la zona crepuscular del sueño, ni despierta ni dormida del todo. Me levanto y, atolondrada, enciendo la luz para comprobar qué ha pasado. Inmediatamente, percibo algo diferente que hace quince minutos, cuando me he ido a dormir, no estaba. Al lado de donde se encuentra el armario se ha formado un pequeño agujero, como si alguien acabara de golpear con fuerza en ese punto, descerrajando el papel floreado de la pared. Miro fijamente el leve hueco y lo acaricio con delicadeza. Parece que hace años que está así, noventa según mis cavilaciones inmediatas, pero solo yo sé que el causante ha sido Jeff, anterior habitante de este dormitorio, cambiando de esta forma el destino de una simple pared.
Si de repente y como por arte de magia ha podido hacer aparecer esta fractura en la pared que estaba intacta, yo también soy capaz de evitar su muerte la noche del 7 de abril de 1928.
Todavía le queda mucha vida por delante.
Cambiar la historia sí es posible.
Dos semanas más tarde
Inquieta, desesperada, aburrida y atrapada, el frío mes de febrero se va apagando para recibir lo que parece que va a ser un lluvioso marzo antes de la temporada primaveral en la que las hojas de los árboles volverán a florecer y los parterres del exterior, pese a lo bien cuidados que los tiene Will, se mostrarán coloridos en todo su esplendor. El mundo, que sigue dando vueltas —a veces da la sensación que lejos de esta isla—, ha olvidado la muerte de Alan, Steve y Cooper. Mi madre me llama día sí, día no; hablamos poco, pero lo suficiente para quedarme tranquila al saber que está bien, sana y salva, y que el buzón de su casa de Nueva Jersey no ha vuelto a recibir ninguna amenaza. Me pregunta cuándo volveré, que si no soy de ayuda para tía Lydia ahora que se acerca la temporada alta, lo mejor sería volver a Nueva Jersey o alquilar un apartamento en Nueva York para emprender una nueva vida. Le hablé de la posibilidad de volver a estudiar Medicina y, aunque no me lo dijo, sé, por el suspiro que soltó, que pensó que soy demasiado mayor para ponerme a estudiar una carrera.
Una mañana, encerrada con tía Lydia en el despacho, aproveché para preguntarle si sabía de la existencia de archivos que hablaran de la historia de Raventhorp o, más concretamente y con disimulo, los nombres de quienes murieron en el asalto pirata de abril de 1928.
—Hace tiempo busqué lo que me preguntas por todas partes —admitió—. Y no hay nada. Solo ese libro antiguo de reservas y las fotografías de la pared de la escalera que, muy a mi pesar, ocultan los nombres de quienes perecieron aquí.
—Puede que en Internet haya algo…
—En Internet no hay nada, hija —se quejó, con el ceño fruncido y la mirada perdida en la pantalla del ordenador—. La convención literaria reservada en abril me tiene obsesionada. Tengo un mal presentimiento sobre esos días, ya te lo he dicho. Internet solo cuenta cuatro tonterías sobre la isla sin dar muchas explicaciones, como si el pasado de Raventhorp no valiera nada ni le importara a nadie. ¿Te ha vuelto a ocurrir algo paranormal?
—Nunca te he dicho que me haya ocurrido nada paranormal —reí para ahogar la ansiedad.
—Pero yo sé que te ha pasado algo, no me lo puedes negar. Si tienes información, Chloe, me gustaría que la compartieras conmigo. De verdad me gustaría creer que existe algo más, sobre todo desde que mi marido y tu padre se fueron. ¿Nunca has sentido esa necesidad? ¿Recuerdas el cuento que te leía tu padre?
Muda, bajé la mirada y pensé en la cantidad de veces que yo también había buscado en Internet, pese a la lenta conexión, algo sobre Raventhorp que pudiera aclararme, más allá de la leyenda que me había contado tía Lydia, qué ocurrió con certeza la noche del sábado 7 de abril de 1928 y si el nombre de Jeff Hunter o el de Isaac Hamsun aparecían en algún listado. Pero su existencia en este mundo se esfumó con el paso del tiempo. Noventa años son demasiados años. Ni Jeff Hunter ni Isaac Hamsun cobraron vida en el buscador de Google más allá de algunos perfiles actuales en redes sociales.
—Nunca se sabe. Quizá caiga una estrella —reflexioné esbozando una triste sonrisa.
—Exacto. Quizá caiga una estrella. ¿Has encontrado la tuya?
—¿Cómo?
—No quiero ponerme profunda ni sentimental, déjalo —rio, haciendo aspavientos con las manos.
—No, no quiero dejarlo. Dime lo que piensas.
Tía Lydia inspiró hondo y apretó los párpados dejando escapar una lágrima que recorrió su mejilla. Nunca había visto a tía Lydia llorar o emocionarse así salvo en los entierros, por lo que me desconcertó ver que, en tan solo un segundo, se derrumbó de esa manera tan tierna y especial.
—Raventhorp no es más que un lugar en mitad de la nada en una isla aislada donde las personas, bien sea trabajando o de vacaciones, venimos a curarnos. Cuando nos curamos, desaparecemos. Así me lo contó Tina cuando el dolor por la pérdida de su hija menguó gracias a la isla y me traspasó el hotel deseando que me ocurriera lo mismo tras la muerte de mi marido —empezó a explicar sosegadamente—. Creo fervientemente en la leyenda de los piratas y en el tesoro oculto. Tengo fe en que existió un constructor misterioso y avaricioso por el que, en una sola noche, este lugar cayó en el olvido igual que las almas que murieron en el salón. Y también creo, sin que hiciera falta que me lo contaras, que cruzaste ese umbral que tiene que ver con las raíces de un árbol que no llegaron a morir cuando lo talaron. Para vivir hay que creer, y yo necesito creer en algo. Chloe, cuando en tu vida se te cruza alguien que te sacude el alma, coge su mano y no te sueltes. Abrázate a sus besos y empápate en su tiempo aunque sea solo un rato, de esos que duran toda la eternidad.[3] Entiendes lo que te quiero decir, ¿verdad?
«Empápate en su tiempo aunque sea solo un rato, de esos que duran toda la eternidad», memoricé.
—A eso se refería tu padre. A ese improbable «quizá» que solo ocurre una vez en la vida. A esa estrella que no es más que la locura y la obsesión del verdadero amor. Descubre qué ocurrió, Chloe. Solo tú tienes el poder —finalizó, señalando la piedra de amatista y dejándome sola en el lugar donde entablé la primera conversación con Jeff, mi estrella fugaz.
Desde ese día, no dejo de acariciar la piedra de amatista, sobre todo cuando estoy sola, bien sea paseando por la isla o encerrada en mi habitación, y, especialmente, antes de ir a dormir, soñando con que despierto junto a Jeff y Hunter en 1928. Pero no ocurre. Sigo sin viajar, como si mis anteriores saltos temporales nunca hubieran existido y todo se haya tratado de un sueño para hacerme ver que puedo convertirme en mejor persona cuando creía que mi alma era negra porque así la convirtió Alan. En ocasiones, siguen apareciendo en mi mente todos esos hombres, las copas de vino o de licor envenenadas, y el dinero y las joyas robadas para tener un alto nivel de vida que nunca nos perteneció.
¿En qué estaba pensando?
«¿Qué diría tu padre de todo esto?», preguntó tía Lydia cuando llegué a Greening Island haciéndome sentir la peor persona del mundo.
—Qué caprichoso es el tiempo, Jeff. —Le hablo a la pared floreada, justo en dirección al hueco que en algún punto de la historia, en un momento de rabia e impotencia, Jeff produjo. Tuvo que ser él. ¿Quién si no?—. Puede que hayan pasado meses para ti y que Hunter esté enorme y sea un Labrador que impone respeto más que dulzura. No sé, solo espero que estés bien, Jeff. Que el incendio no haya ocurrido y que esté a tiempo de advertirte del peligro que acecha a tu equipo y a ti. Solo quiero… Solo quiero volver a viajar para verte. Para que estropees un momento íntimo y bonito diciendo algo inoportuno y frío cuando te confieso que ese mal amor del pasado ya está olvidado y yo me enfade pero, al mismo tiempo, me sienta agradecida porque me escuches y me mires de aquella forma que echo de menos cada día. Y es algo irreal porque no perteneces a este mundo y, de hecho, ahora, en este preciso instante en el que yo le hablo a la nada como si estuviera hablando contigo, estás muerto. Muerto… Solo nos hemos visto cuatro veces y la última, aunque estuvimos juntos más de veinticuatro horas, no fue suficiente. No para sentirme así. Para pensar en ti de esta manera. Conseguiste que me diera cuenta que debía tomar las riendas de mi vida y ser yo misma. Perdonarme de una vez por todas permitiéndome esa segunda oportunidad que me había negado. Con lo mal que me he portado con el mundo, niña déspota y caprichosa cegada por el amor, ahora valoro dormir cada noche con la conciencia tranquila. Pero, sobre todo, no quiero volver a hablarle a una pared. —Me río, nerviosa, apoyando la mano en el armario—. A lo mejor tenía razón y no he viajado en el tiempo ni he visto a un fantasma. Al final me voy a creer que un día de estos acabaré encerrada en un manicomio y que todo es una fantasía que me he inventado. Así que, por favor —le suplico a la amatista envolviéndola en mi mano—, nunca he creído en deseos concedidos por estrellas fugaces o piedras, pero si de verdad eres mágica como Raventhorp y las raíces del árbol que tía Lydia asegura que hay bajo tierra, llévame hasta Jeff. Llévame de vuelta a 1928.