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Greening Island

Enero, 1928

George se ha convertido en mi mano derecha; Madison, la joven de sonrisa luminosa, ocupa la recepción encargándose de las reservas que van llegado a cuentagotas; Henry, el cocinero, se pasa el día experimentando nuevos platos y Anne suele estar ocupada con las tareas de la limpieza hasta que lleguen refuerzos en temporada alta. Tengo tiempo de sobra para descubrir si ocultan algo turbio hasta ver cómo se llena de huéspedes este lugar solitario perdido en medio de la nada.

Mi rutina diaria al despertarme consiste en bordear la isla corriendo. Correr me hace sentir vivo y me mantiene en forma. Salir de las cuatro paredes de Raventhorp me ayuda a estar cuerdo pese a saber que estas serán las únicas personas a las que veré en tres meses y, entre ellas, no hay ninguna Chloe. No la olvido. ¿Cómo olvidar a alguien que se evapora delante de tus ojos? ¿Qué es lo que pasó? ¿De dónde vino? Rememoro una y otra vez la escena, especialmente cuando me sitúo en el mismo punto, en el pasillo de la segunda planta frente a la puerta de mi dormitorio. Es como si pudiera volver a mirar de frente esos ojos verdes penetrantes y asustadizos que me retaban a darle una respuesta. La misteriosa mujer ha sido un pensamiento constante; una presencia fugaz, casi velada, que consiguió instalarse en mi cabeza y no parece, a día de hoy, que tenga intención de marcharse.

—Chloe —les dije a los empleados esa misma noche a la hora de la cena—. Muy alta, casi como yo. Ojos verdes, delgada y pelirroja.

Los cuatro se miraron. Traté de estudiar sus expresiones faciales, de lo más insulsas, que no me dijeron absolutamente nada.

—A veces ocurren cosas raras por aquí —comentó George sin darle importancia—. Lugares viejos, con historia… fantasmas, dicen. Pero no me suena de nada una mujer de estas características y mucho menos con ese nombre.

—En la lista de huéspedes no aparece ninguna Chloe —añadió Madison.

Por supuesto que no aparecía ninguna mujer llamada Chloe. Los dos únicos huéspedes que había eran dos ancianos decrépitos en busca del oasis de tranquilidad que ofrece Raventhorp, especialmente en invierno. ¿Fue una alucinación? Las personas cuerdas saben que tienen alucinaciones. Quienes sufren una enfermedad mental no lo saben, por lo que el hecho de creer que fue una alucinación me tranquiliza. Mi mente, en situaciones de estrés, me ha jugado malas pasadas, no lo niego, pero no creo en fantasmas y la confusión viene dada, quizá, porque fue una alucinación real. Aun así, sigo sin entender qué ocurrió realmente.


De regreso al hotel, encuentro a George cortando leña.

—¿Qué es lo que no sabes hacer, amigo? —le pregunto animado, sintiendo los latidos de mi corazón ralentizarse tras el entrenamiento matutino.

—¿Necesitas algo, Isaac?

Niego con la cabeza.

Madison me recibe en recepción con esa sonrisa que podría derrumbar un muro si así se lo propusiera, y subo hasta mi dormitorio a darme una ducha fría para desentumecer los músculos. Frente al espejo, unos ojos color miel me devuelven la mirada. Están cansados, hartos de vivir en una constante mentira bajo una fachada que siento que, cuanto más tiempo pasa, menos me pertenece. No me gusta. No me gustan los espejos. El espejo es el elemento más incómodo en una estancia. Lewis Carroll[1] se vio obligado a ponerle fantasía y meter a Alicia en sus maravillas. Los Hermanos Grimm encerraron a una bruja lasciva en el reflejo.

No. No me gustan los espejos.