6
Nueva Jersey
Enero, 2018
Me estoy empezando a plantear hacer listas mentales para ocupar y planificar mejor mi tiempo. Puede que sea la fórmula mágica para que las cuatro paredes de esta casa no terminen volviéndome loca. Desde hace dos días, cuando mi madre tuvo la idea de que me fuera con tía Lydia a Greening Island porque no me soporta ni sabe qué hacer conmigo, imagino puestos de trabajo en los que me gustaría estar. Nunca se me ocurre ninguno. No me veo capacitada para otra cosa que no sea ligarme a tíos ricos y sacarles toda la pasta. Me doy asco. Lástima y asco.
También trato de anotar qué me gustaría estudiar, qué ciudades me apetece visitar y qué tipo de personas me convendría conocer. Sin embargo, lo único que obtengo son páginas y páginas en blanco. Una lista de cosas por hacer vacía. Alan no solo me alejó de mi madre cuando yo deseaba haber muerto en lugar de papá, sino también de mis amigas y de alguna que otra ilusión adolescente como Tim, que ahora me mira desde donde tiene aparcado el coche, sin atreverse a saludarme o a decirme lo perjudicial que es el tabaco para mis pulmones y riego sanguíneo. Arranca el motor y se aleja calle abajo en el momento en que la señora Clark sale de casa, pero esta vez no para regar las plantas, sino para unirse al paseo matutino de Lyons, el policía jubilado.
—Ni un año le ha durado el luto —me río.
Dejo el café sobre el alféizar de la ventana y bajo hasta la acera para ver qué ha dejado el cartero en el buzón hace cinco minutos.
Veo el montón habitual de sobres y publicidad y arriba del todo un sobre fino de manila, doblado para que encaje en el buzón. Lo saco todo, la vista fija en el sobre. Sin franquear, sin remitente, solo con mi nombre, escrito con rotulador negro, en letras mayúsculas: CHLOE.
Me quedo helada. Clavo la vista en el sobre, paralizada, y obligo a mis piernas a moverse, a que me lleven de vuelta al porche. Respiro hondo angustiada y entro en casa con la sensación de que el sobre va a estallarme en la cara. Y es lo que hace cuando le doy la vuelta, introduzco el dedo bajo el precinto y lo abro: estalla, como si volvieran a empuñar una pistola contra mi cuerpo.
NO VOY A PARAR HASTA VERTE MUERTA
No puedo respirar.
No solo la amenaza, directa y concisa, me golpea con fuerza, también lo hace una fotografía en la que aparece Alan en compañía de una rubia despampanante saliendo de lo que creo que es un hotel. La fotografía, pese a estar disparada desde lejos, es nítida, y puedo ver cómo la mira y le sonríe tal y como hacía conmigo, al principio de lo nuestro, cuando quería salirse con la suya y me necesitaba.
Me necesitaba. Ya no me necesita. Tiene a otra.
Necesito apoyarme en la pared para no caer desplomada al suelo; la cabeza me da vueltas. Enseguida noto que se me encienden las mejillas y mi respiración se agita advirtiéndome que estoy a punto de sufrir un ataque de pánico como el que experimenté cuando, al despertar en la cama del hospital, me dijeron que mi padre había muerto.
Soy incapaz de vencer el vértigo que me produce la amenaza. Deseo con todas mis fuerzas retroceder en el tiempo e ir hasta el momento en el que Steve me advirtió que Dempsey era un tipo peligroso. Fui una estúpida al no hacerle caso por creer que no era más que otro pringado rico al que iba a estafar por sus deseos evidentes de acostarse conmigo nada más conocerme. Steve debía saber que Dempsey no era trigo limpio. Según Alan, estuvo trabajando como becario para él.
—Steve, joder, ¿qué viste?
«Estamos hasta el cuello y no sabes cuánto».
Esas fueron sus últimas palabras.
Cuando mi madre llega a casa, la decisión ya está tomada y la maleta hecha con solo un par de pantalones y tres jerséis. Dejé la ropa y mis pertenencias de lo que me parece otra vida en el apartamento que compartía con Alan así que, por así decirlo, voy ligera de equipaje.
—Hija, ¿estás bien?
—No, mamá. Claro que no estoy bien.
Y el simple hecho de reconocerlo, hace que me quite un peso de encima.
—Tenías razón. Lo mejor que puedo hacer es cambiar de aires y siempre he tenido una relación especial con tía Lydia. Me voy a Raventhorp unos meses. Salgo mañana temprano, a las siete. Son tres horas y veinte minutos de vuelo y cuando llegue al aeropuerto de Bar Harbor me buscaré la vida, supongo que saldrá algún ferry hasta la isla.
—Tu tía estará encantada. Por lo que sé, no es fácil llegar hasta Greening Island y el ferry no pasa todos los días. Ahora mismo la llamo para decírselo y que le diga a Will que vaya a buscarte al aeropuerto.
—¿Quién es Will?
—Un empleado del hotel. ¿A qué hora llega tu vuelo?
—A las diez y veinte.
—Bien. Un segundo.
Acto seguido, desaparece de mi vista en busca del teléfono. Nunca hemos estado en Greening Island y no conocemos Raventhorp, el hotel que mi tía dirige desde hace diez años, cuando su marido murió de una inesperada aneurisma mientras dormía. La última vez que la vi fue en el funeral de mi padre. Estaba rota de dolor, tanto como cuando murió su marido. No puedo negar que siento curiosidad por la isla en la que vive y de la que siempre dice que aprecia y aborrece a partes iguales. Pero lo que me ha animado a buscar desesperadamente un vuelo de ida sin previsión de regreso, ha sido el recuerdo de las palabras exactas que definen su refugio: «Si no quieres que te encuentren, Greening Island es el lugar ideal».
—¿Quieres hablar con tu tía? —me pregunta mi madre, asomándose desde el vestíbulo. Niego con la cabeza—. No quiere hablar. (…) Sí, es genial. Por fin me hace caso en algo —oigo que dice, suspirando, mientras su voz se va alejando en dirección a su dormitorio.
Un nudo de ansiedad me estruja el estómago, necesito salir a tomar un poco el aire.
Nada más poner un pie en el porche y encender un cigarrillo, observo una silueta en la acera de enfrente, junto a la casa de la señora Clark. Me está mirando. La luz de las farolas no alcanzan a alumbrarle la cara, pero sé quién es. Tiene la misma complexión que el hombre que me disparó en Nueva York. Es él, enviado por Dempsey. Empiezo a temblar sin control y entro en casa cerrando la puerta con llave y corriendo las cortinas para que no pueda invadir nuestra intimidad. Corro hasta la cocina para asegurarme de que la puerta que da al jardín también esté cerrada. Mi madre aparece y, hecha una furia, me advierte que ni se me ocurra fumar dentro de casa.
—Lo siento —consigo decir, apagando el cigarrillo con la suela del zapato.
—¿Pasa algo?
El corazón me late desbocado temiendo por su seguridad. No sabe quién soy. No sabe todo el mal que he causado, como si todos los tipos a los que robé se hubieran confabulado en un solo hombre, el más temido, que me va a hacer pagar caro la vida a la que Alan me arrastró. Por primera vez consigo odiarlo, algo que me obligué a hacer sin éxito cuando estaba en el hospital sin noticias de él. Cuando me abandonó a mi suerte importándole una mierda, como si jamás hubiera existido, como si nuestros cinco años se hubieran esfumado como la pólvora por culpa de aquel disparo que, tras sumirme en la oscuridad, me hizo ver la luz al despertar. Alan nunca me quiso. Siempre fui una parte más del plan.
Puede que si no le cuento nada a mi madre, esté a salvo. O puede que, precisamente por eso, provoque que esté en peligro. ¿Qué es capaz de hacer Frederick Dempsey por venganza? ¿Por un millón de dólares? ¿Matar a una madre inocente?
—Chloe, te he hecho una pregunta. ¿Pasa algo? —insiste, cruzándose de brazos.
No podría soportarlo. Si le pasa algo, me muero.
—Ven conmigo a la isla —propongo sin pensar.
—Te dejaré en el aeropuerto, pero no puedo irme a Greening Island, hija. Tengo mucho trabajo.
—Da igual, no lo necesitas. Ven conmigo, mamá —le suplico.
—Cariño, no es por desanimarte, pero Greening Island es el lugar más aburrido del mundo y yo necesito acción. Nunca he estado, pero eso es lo que dice tu tía y, por lo que he visto en Google Maps, no hay nada salvo Raventhorp, bosque, montaña y mar.
Minutos más tarde, cuando consigo desprenderme del temblor y el miedo, me asomo a la ventana de la cocina. La silueta del sicario de Dempsey ha desaparecido. En su lugar, el coche de Tim aparca en el mismo punto donde se encontraba. Salgo disparada hacia el exterior sin que a mi madre le dé tiempo a preguntarme adónde voy, y, mientras me acerco a él, grito su nombre para retenerlo.
—Tim.
—¿Qué pasa? —me pregunta, retrocediendo un paso como si mi presencia lo incomodara.
—Me voy. Por favor, es importante que hagas algo por mí.
—Respira. Tranquila —murmura, colocando una mano sobre mi hombro.
—Vigila a mi madre.
—¿Por qué? Chloe, ¿en qué andas metida?
—Da igual. Tú, por favor, vigila su casa por las noches. Díselo a tus padres y, si veis algo raro, llamad enseguida a la policía.
—Está bien. Pero ¿está en peligro?
—No puedo decirte nada, Tim. Lo siento.
—Tu madre se pasa el día fuera de casa, en la peluquería. Nadie puede estar cuidándola las veinticuatro horas del día —arguye preocupado.
—Lo sé —murmuro, tratando de reprimir las lágrimas.
Incómoda, sonrío con pena mirando a mi alrededor sin saber qué más decir. Tim frunce el ceño, debe pensar que estoy loca. Esboza una media sonrisa y retira la mano de mi hombro. Parece estar pensando que lo mejor es mantener las distancias conmigo, que no soy de fiar.
—No te preocupes por tu madre. Estaremos pendientes —promete, aunque sabe tan bien como yo que eso no es suficiente.
—Gracias.
—Que te vaya bien vayas donde vayas.
—También a ti. Siento lo del otro día, no me pillas en mi mejor momento.
—Lo sé. Pero lo superarás. De todo se sale.