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Greening Island

Abril, 2018

No puedo pensar. Ni siquiera soy capaz de moverme. La cabeza me va a estallar. Visualizo a Dempsey asfixiándome, como si aún estuviera detrás de mí estrujándome la garganta. Lo más insólito es que Laura, armada y tan segura de sí misma que daba miedo, ha irrumpido en el salón seguida de Jeff, que parecía tan sorprendido como yo. Segundos más tarde, Laura ha lanzado en mi dirección el colgante de amatista, el responsable de haberme traído hasta este salón vacío que me da la impresión de que no para de dar vueltas. Madison, Dempsey, Laura y Jeff no están; los recuerdos que me invaden son de hace noventa años.

Están muertos.

Los rayos del sol entran por los ventanales dejando atrás la trágica noche del 7 de abril de 1928. A través de ellos, veo a Will cuidando las flores, pero una parte de mí sigue estando en el pasado, confusa por las últimas palabras que recuerdo de Dempsey: «Esto no estaba previsto».

¿Qué ha cambiado? ¿De quiénes eran los esqueletos que encontramos en la biblioteca si no éramos Jeff y yo?

Claro. Creo entenderlo.

Nunca llegó a ocurrir. No morimos, no en un incendio, no aquí ni en la noche del 7 de abril de 1928. Laura, o quienquiera que sea, nos salvó.

Pasado y presente han cambiado.


Me doy cuenta de que llevo el mismo vestido de tafetán lavanda que Dempsey me obligó a ponerme y también los botines de tacón negros. Un nudo en la garganta me atenaza al pensar en la posibilidad de no regresar al pasado, no volver a ver a Jeff, y que Dempsey siga siendo una amenaza, aquí o en el lugar que he abandonado. Por la seguridad que mostró Laura, que parecía saber muy bien qué pasos seguir, confío en que estén a salvo. Que hace noventa años, no sé de qué manera, lograron cambiar el destino de Raventhorp.

—Perdón, ¿quién eres? —pregunta una mujer entrando en el salón y acercándose a mí. Es la primera vez que la veo; no la conozco.

Estoy en shock. No sé qué responder.

«¿Quién era en realidad Laura?», vuelvo a preguntarme. La intuición me dijo, desde la primera vez que hablé con ella en la playa, que mentía. Es como si Laura jamás hubiera estado aquí, aunque sea consciente de que sí estuvo. Presiento que quizá el problema resida precisamente en esa sensación; solo yo la recuerdo.

La mujer, alta y morena, me examina con curiosidad. Bajo el brazo sostiene el mismo libro de reservas donde escribía Laura.

—Chloe Ackerman —contesto aturdida—. ¿Está Lydia? Es mi tía.

—¿Eres su sobrina? ¡Habla mucho de ti! Encantada, soy Cece Fortier, la recepcionista del hotel —sonríe abiertamente—. Lydia está en su despacho, te acompaño.

—No es necesario —titubeo—. Sé dónde está.

—Estaré en recepción por si necesitas algo.

—Vale.

—Una cosa —murmura con el ceño fruncido antes de dejarme marchar—. ¿Cómo has llegado a la isla? He estado detrás del mostrador todo el rato y no te he visto entrar por la puerta. Además, los de la convención literaria que tenían previsto llegar hoy han tenido que quedarse en Harbor porque el ferry ha tenido un problema de última hora y no ha salido. Vendrán mañana.

—6 de abril —murmuro—. Tenían que llegar hoy.

—¿Estás bien?

—Lo siento, voy a ver a mi tía. Gracias.

Agradezco que Cece no insista. Ante su atenta mirada, corro hacia las escaleras corroborando que algo ha debido pasar para cambiar el transcurso de las cosas en este presente. Me invaden nuevos recuerdos que no sé cómo gestionar; una parte de mi cerebro parece haberse vuelto loco de repente.

La clave es Laura.

Me detengo en el primer escalón y observo la pared. Está desnuda. No hay retratos de la historia de Raventhorp; el pasado se ha esfumado.

«El tiempo borra las pruebas tangibles de que una persona ha vivido».

Con el corazón en un puño, termino de subir el tramo de las escaleras. Me detengo unos segundos frente al dormitorio que hace noventa años le perteneció a Jeff, respiro hondo y me dirijo a la puerta de al lado, la del despacho de tía Lydia. Doy dos golpes con los nudillos esperando su respuesta.

—¡Adelante!

—Hola —saludo, apoyada en el marco de la puerta sin saber, dada la situación, qué recuerdos debe tener tía Lydia, que es la única que puede reconocerme y sacarme de dudas.

—¡Chloe! ¿Qué haces aquí? —pregunta sorprendida, levantándose y estrechándome entre sus brazos.

«Nunca has estado aquí», me digo.

—Tus padres no me han dicho nada —ríe nerviosa—. ¿No deberías estar en el hospital, cariño?

—¿En el hospital? ¿Mis padres?

Sujeto con fuerza la piedra de amatista.

Mi mente empieza a jugar desviándome a un mundo que no recuerdo haber vivido, pero que observo desde la lejanía como si lo estuviera palpando. Abstraída, inmersa en una dimensión paralela, me veo caminando apresuradamente por pasillos que desprenden un fuerte olor a antiséptico. Hay mucho ruido. Voy vestida con una bata blanca y llevo la melena recogida en un moño. Mi mirada muestra un cúmulo de preocupación, cansancio y agonía. Soy responsable de todas y de cada una de las vidas que entran por la puerta del hospital cuando mi turno empieza. Me recibe la sonrisa de un niño con leucemia. Le doy la mano a una anciana que está a punto de morir. Una mujer me entrega una carta para que se la dé a su marido cuando ya no esté.

Nueva Jersey. Mis padres. Están juntos, sentados en el sofá; miran la tele, algo les hace gracia. Cambia el escenario. Me miran orgullosos. Es el día de mi graduación. Hemos retrocedido unos cuantos años. Aplauden y me fotografían cuando me entregan el diploma.

—¡Mi hija es médico! —exclama emocionado mi padre.

Mi padre está vivo. Nunca tuvimos aquel accidente de coche.

Veo a Tim, mi vecino, el chico por el que estaba loca en el instituto. Una primera cita. Un restaurante de moda en Nueva York, una cena, un paseo en barca por Central Park, un primer beso al que le siguen más y más…, risas, mudanza, riñas, promesas, un compromiso…

¡Basta!

—Mi padre… —murmuro.

—Ahora que se ha jubilado dice que se aburre —ríe tía Lydia—. Me ha prometido que este verano vendrán a verme. A ver si es verdad, que no han pisado la isla en los diez años que regento el hotel. Voy a tener que dejar de decir que llegar hasta aquí es una odisea —cuenta divertida.

—Necesito verlo. Necesito ver a mi padre.

—Chloe, ¿estás bien? —se preocupa, descolocada, mirándome con extrañeza—. ¿Eso es lo que se lleva ahora en Nueva York? Moda vintage, ¿verdad? Te hacía más con tejanos y chupas de cuero. ¿Qué tal con Tim? Debo tener la invitación de la boda por alguna parte… ¿Dónde la metí?

—Me ahogo… M-m-me… me ahogo…

—Chloe… ¡Chloe!

La voz de mi tía suena cada vez más lejana. La luz de la mañana se debilita dando paso a una noche oscura que intuyo como irreal cuando el reflejo de la luna sustituye a los rayos del sol y se cuela por la ventana entreabierta ascendiendo a la madera del escritorio. Mi mente detiene la maquinaria. Se me nublan los ojos como cuando la bala penetró en mi vientre hace un año; la náusea halla refugio en mi estómago y un pitido agudo invade mis oídos. Me dejo llevar por un adormecimiento intenso que se apodera de todos mis sentidos de manera inmediata. Cierro los párpados y estoy con Jeff y Hunter paseando a orillas del mar en calma. El atardecer es precioso en la isla; la viveza del fuego que nos muestra el cielo pronto dará paso a un inimitable manto de estrellas.

—Si pudieras verte con mis ojos… —me susurra al oído.

Jeff me aprieta contra su pecho mientras con una mano acaricia mi mejilla. Embelesada con la mirada que me dedica, quiero quedarme eternamente en ese momento de 1928 que ahora no es más que un sueño. La nada. La oscuridad. El dolor de la pérdida. Nunca ocurrió. Nunca viajé en el tiempo. La magia solo existe en nuestros sueños.