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Georgie

Egipto, 1932

No está muerto. Eso es lo que me digo a mí mismo. El hombre gordo no está muerto. Pero su frente está salpicada de cortes profundos, tiene la nariz ensangrentada y hecha papilla y le faltan dos dientes.

Tiene suerte de estar vivo.

Pero incluso yo sé que no se debe hacer eso a nadie, destrozarle la cara. La sangre, espesa y viscosa, es lo peor. La odio incluso más que los gritos. Pero ha soltado a Jessie y la pistola. He arreglado eso, por ella. Pero está actuando raro. No anda bien, no habla bien. Ni siquiera al hombre alto que sostiene la pistola asustando hasta la médula a los egipcios. Parece una sonámbula que había en la clínica, que solo veía lo que tenía dentro de la cabeza. Aun así, no separa los ojos de mí ni un segundo y sé que estoy temblando. No quiero que me vea temblar.

—Ven aquí —dice el alto inglés bruscamente.

Se tira del pañuelo y lo estampa contra la cara del hombre gordo.

El hombre gordo emite un bramido. No sé si es dolor o rabia. No sabría decirlo, pero el hombre alto lo arrastra hasta sus pies.

—Di a tus hombres que vuelvan al trabajo cargando los camellos. No queremos seguir aquí cuando llegue Fareed.

El hombre gordo grita algo. No lo oigo. Lo único que veo es a ti. Bajas a grandes zancadas las colinas, entras en el campamento y yo grito tu nombre. Me miras con el pelo cubierto de polvo de caliza y las botas del color del desierto y entonces ves a Jessie. Cuando la miras, sonríes como el gran dios Ra y eso me perfora la garganta hasta dejarme sin habla.

Ella corre hacia ti. No como corre la gente normal. Corre como me imagino que correría una gacela, con largos brincos, salvando a saltos la distancia entre los dos.

—¡Tim!

—¡Jessie! ¿Cómo has llegado aquí? Sabía que me encontrarías. Lo sabía. Eres increíble haciendo estas cosas.

Hermano y hermana. Os lanzáis uno en los brazos del otro, abrazándoos con fuerza.

—Oh, Tim, gracias a Dios que estás vivo. Me daba tanto miedo que…

La mandas callar con más tacto que cuando me mandas callar a mí cuando estoy enfadado. Le limpias las lágrimas de la mejilla con el dedo. No sé por qué llora. ¿Es porque el hombre gordo está herido?

—¿Dónde lo encontraste, Tim? ¿Dónde? ¿Por qué está aquí en Egipto? —pregunta a toda prisa.

—No podía correr el riesgo de dejarlo en Inglaterra. No sabía lo que podría pasar.

—No parece estar muy bien —dice, torciendo el gesto en una mueca extraña.

—Lo sé, dale tiempo. Le han hecho daño.

Sí, deben de referirse al hombre gordo. Le he hecho daño.

—Debes ser indulgente, Jessie —dices—. No lo juzgues por esto. Ahora mismo está muy alterado.

Yo también estaría alterado si me hubieran echado abajo la cara.

—Yo lo ayudaré, Tim. Todo lo que pueda. Lo ayudaré.

—Eso significaría mucho para él.

—¿Seguro? ¿Me quiere?

—Sí.

Quiero gritarle: «¿Por qué? ¿Por qué debería cuidar al hombre gordo?».

—¿Qué está pasando aquí, Tim? —pregunta, sin prestarme atención—. ¿Por qué tanto secretismo?

Apoyas la cabeza contra la de ella y hablas tan bajo que no puedo oír las palabras, pero veo cómo vuestro pelo se une en una misma malla dorada. A pesar del calor, de pronto siento frío. Estoy temblando. Cierro los ojos para bloquearte. Cuando los abro, aún la estás abrazando, pero miras por encima de su hombro al grupo de hombres, al hombre gordo cubierto de sangre y al hombre alto de la pistola.

—¿Quién eres tú? —preguntas.

—Me llamo Monty Chamford. Soy amigo de Jessie. Supongo que tú eres Timothy Kenton.

Asientes.

—¿Qué le ha pasado a Scott?

—Georgie ha sido lo que le ha pasado.

Sueltas a Jessie y me inspeccionas. Estoy en la sombra, pero sé que verás mis manos clavadas la una en la otra con fuerza por la angustia. Intento sonreírte, pero el gesto no acaba de asentarse en mi expresión y bajas las cejas llenas de polvo frunciendo el ceño.

Echo un vistazo a mi tienda. Mi manta está allí. La necesito. Doy unos pasos hacia ella.

Entonces es cuando el hombre gordo empieza a gritarte con la cara ensangrentada.

—¡Me has traicionado, Kenton! ¡Me has traicionado! ¡Y has traicionado a tu padre!

Una y otra vez.

Mi manta. La necesito. Para aplacar el ruido.

—No metas a mi padre en esto —gritas.

—Ya sabes que está metido —dice secándose la cara con el pañuelo del hombre alto—. Él sabe lo que hacemos para recaudar dinero para la causa fascista.

—Puede que a él lo engañes, pero a mí no.

Nunca te he visto esa cara. Me asusta.

—Estás robando esos tesoros para tu propio bolsillo, tú y toda tu organización.

—Parad —digo, pero nadie me mira siquiera.

El calor es intenso. Pero no por el sol. Es la ira la que abrasa el aire que entra en mis pulmones, y me cubro la boca con una mano para que no entre.

La sangre gotea por la barbilla del hombre gordo, pero aun así te grita.

—¡Me has traicionado! ¡No tenías que contárselo a nadie! ¡A nadie! Y míralos aquí.

Señala a Jessie y al hombre alto. Es el hombre alto el que aparta a un lado a Jessie, fuera del alcance de la furia del hombre gordo. Me gusta. Es el tipo de hombre al que escucharía.

—No seas estúpido, Scott —dice—. Él no ha traicionado a nadie. Estamos aquí gracias a las conjeturas de Jessie y tú eres el que…

—¡Cállate, Chamford! Tú ayudaste a Kenton, no lo olvides, en aquella sesión de espiritismo.

Creo que el hombre gordo se ha vuelto loco. Está temblando. Más de lo que tiemblo yo. ¿Le habré destrozado el cerebro además de la cara? Entonces arremete contra uno de los guardias que tiene cerca y le quita el rifle del hombro. El ambiente cambia. Lo puedo sentir. Se vuelve espeso y vacío, como si no tuviera oxígeno. Las expresiones cambian. Los ojos se abren de par en par. Nadie respira.

—Scott, baja el arma —ordena el hombre alto mientras lo apunta con su pistola.

—No vas a dispararme, Chamford. Necesitas mi préstamo para ese mausoleo tuyo.

—Baja ese rifle o apretaré este gatillo.

Antes de que termine de hablar, el hombre gordo grita de nuevo.

—¡Me has traicionado, Kenton!

El rifle se mueve hacia ti.

—No creas que no sé que has tenido a Chamford en el bolsillo de la Policía. Lo hemos visto hablando con ellos.

Te va a matar.

Nadie se percata de mi presencia. Saco de la cinturilla el revólver que se le cayó a Scott en la arena cuando lo golpeé y aprieto el gatillo inmediatamente. La fuerza de la explosión en mis manos me da un susto de muerte y tiro la pistola, pero veo que el hombre gordo se desploma de rodillas. Por un momento, se balancea. Tiene ya tanta sangre encima que no sé si le he dado o no.

Mis manos bailan y mi aliento escapa con un ruido débil y agudo que parece la llamada de socorro de algún pájaro. Si se levanta, me matará. Pero no se levanta. Cae hacia adelante boca abajo enterrando su nariz ensangrentada en la arena. Y entonces sé que está muerto.