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Georgie
Egipto, 1932
Ruego. Suplico. Suspiras y aceptas.
Me llevas arriba a ver la tumba. No se me da muy bien escalar, me resbalo y pierdo el equilibrio y me entra el pánico cuando la gravilla de debajo de mis pies empieza a rodar hacia abajo, llevándome a mí con ella, así que me atas una cuerda alrededor de la cintura.
—Ve despacio —me dices.
Pero me da tanto miedo la colina que corro y casi consigo que nos caigamos ambos.
—Trabajo en equipo —dices, y me vuelves a levantar.
No tengo ni idea de lo que eso significa.
Me adentro en la colina parda por una abertura estrecha y me alegro de escapar a la penumbra. Afuera, todo es demasiado grande. Hay demasiado cielo, desierto y aire para mí. Se me mete reptando en los pulmones y se queda allí pegado. Me dices que respire más hondo, pero parece que no entiendes la imposibilidad de respirar hondo si se te están llenando los pulmones de capas de arena. Sé que si me quedo aquí lo suficiente, la arena ganará la partida. Cuando miro las colinas y el extraño e inquietante desierto sé que la arena siempre gana.
Dentro todo es diferente. Dentro de la roca la arena no puede ganar. Un paso es lo único que hace falta y el sol ya no abrasa, su luz tiene el acceso denegado a los pasadizos que descienden por la roca. El túnel es tan estrecho que tengo que agachar la cabeza y al principio me daba miedo, pero ahora ya he estado aquí cinco veces. Me prometes que la roca caliza que hay sobre mi cabeza no se me caerá encima y, a pesar de que sé de desprendimientos de los techos de las minas, como el de la cantera de Easthouses el catorce de enero de 1930 o el de Deans, en Bathgate, el quince de octubre del mismo año, decido creerte. Si no lo hago, nunca conseguiré ver la tumba.
—¿Listo? —me gritas.
—Sí.
—Ten cuidado con dónde pones los pies.
Lo hago.
—No corras —me dices.
Siempre corro.
El suelo desciende por medio de una escalera muy empinada e inquietante excavada en la roca, pero tú no estás asustado. Tú nunca te asustas. Me doy cuenta aquí en Egipto de lo valiente que eres y eso me hace quererte más aún porque tienes la suficiente valentía para ambos. Por eso bajo las escaleras.
—Si te caes —me dices todas las veces mientras bajas delante de mí y mi haz de luz cabecea en tus rizos rubios—, cáete encima de mí, no en las rocas. No quiero que rompas nada.
Pero ¿y si te rompo a ti?
—Tienes treinta minutos —dices.
No es suficiente. Nunca es suficiente.
Hemos pasado por una enorme cámara exterior con pilares de piedra maciza con forma de flor de papiro. Veintidós columnas, una por cada año que Wahankh fue general del ejército bajo el reinado del rey Tutmosis III durante el siglo XV antes de Cristo. Vivió en la época del Nuevo Reino, el periodo más importante de la historia de Egipto, y debió de pasar la mayor parte de su vida preparando la tumba para su propia muerte.
Estamos en la cámara funeraria. Podría vivir aquí. El silencio es tan intenso que lo hace todo añicos y lo único que queda es una claridad en mi cabeza que me permite pensar con precisión. Quiero pasar la noche aquí, pero no me dejas. Dices que es malo para mis pulmones. Puede ser. Pero es bueno para mi cerebro, y mi cerebro es más importante que mis pulmones.
La cámara es tan colorida desde el suelo al techo que me alegro de que no hayamos encendido las antorchas esta vez. Me gusta estudiar las decoraciones de una en una con mi linterna, así mi mente no se siente como si Wahankh estuviera acechando mi cabeza con su ejército. Pero me gusta su vida. Las pinturas de las paredes me la muestran. Veo a Wahankh de niño en una granja, sembrando cereales en los campos donde los cuervos andan al acecho de lo que puedan robar. Creo que me podría gustar esa vida. Pero él no está satisfecho y le hace ofrendas a Horus con su cabeza de halcón, el dios de la guerra, y Horus le concede su deseo: se convierte en un gran general con el ojo de Horus, el Udyat, pintado en su carro para protegerlo.
Me gustaría que nos pintaran el ojo de Horus a ti y a mí.
Me siento en el suelo de piedra en el centro de la cámara. El rayo de luz de mi linterna rodea el carro de Wahankh, donde está él, de pie con la lanza levantada para derrotar a su enemigo. Me intento imaginar cómo sería matar a alguien, pero no puedo. ¿Le hace daño a uno mismo o es como pisar a un escarabajo? Me dices que no pise los escarabajos en el desierto, que ese es su territorio, no el nuestro, pero no los quiero en mi tienda y, además, me gusta el sonido que hacen al reventar. Empiezo a leer los jeroglíficos que hablan de las grandes victorias del general.
—Georgie.
Sigo leyendo.
—Georgie, escúchame. Quiero hablar contigo.
—Estás hablando conmigo.
—Quiero decir sobre algo importante. Quiero que me prestes atención.
No me gusta cuando dices eso porque significa que viene algo malo. Me acerco más a las decoraciones de la pared para alejarme de donde tú estás entre las sombras.
—¿Me oyes?
—Sí.
Te oigo respirar hondo.
—Te gusta estar aquí, ¿verdad? —dices.
—Sí.
—Hemos creado una rutina para ti.
—Sí.
Cada mañana en la casa me fríes dos huevos y un trozo de pan de mijo. No es lo mismo que en la clínica, pero me gusta. Siempre lo pones en mi plato especial, el que nadie más usa, y me siento a la mesa a solas para comérmelo. Duermo en una habitación sin muebles para mí solo, lo que significa que tú tienes que dormir en el suelo del salón porque los dos egipcios comparten la otra habitación. Huelen diferente, lo cual me llama la atención, pero no son muy habladores. Uno es arqueólogo, creo, pero no sé a qué se dedica el otro. Sospecho que es un guardia porque lleva una pistola bajo la chaqueta. No lo miro.
Lo peor es el viaje hasta el desierto. Me escondo bajo una manta en la parte trasera de la camioneta; es asfixiante, pero seguro. Es un trayecto largo y el vehículo circula con brusquedad pero, cuando acaba, lo peor está aún por llegar. La subida por las colinas. Ni siquiera ahora quiero pensar en ello.
—Estamos trabajando rápido —dices.
—El hombre gordo dice que no lo suficiente.
—Lo sé. Tenemos que ir más rápido.
—¿Por qué?
—Es complicado.
Odio esa palabra. Siempre me molesta. No pregunto más.
—La cuestión es, Georgie…
Me concentro más aún en la pintura, en el caballo con la lanza atravesada en el pecho. Se aproxima algo malo.
—… puede que tengamos que irnos muy pronto.
La boca del caballo está abierta; está gritando.
—No quiero irme —digo.
—Lo sé. Te gusta este sitio y te gusta el trabajo.
—Y tú, me gustas tú todos los días, no solo los sábados.
No dices nada, pero te oigo tragar saliva con fuerza y suspirar.
—Bueno, lo siento, Georgie, pero es posible que tengamos que irnos pronto.
—¿Hoy?
—No, hoy no.
—¿Mañana?
—No, mañana tampoco.
—¿Cuándo?
—No lo sé, pero quiero que estés preparado para ello. Prepara tu mente.
Quiero ser el caballo para poder quedarme en esta tumba para siempre.
—Por favor, Georgie, para.
Estoy aullando. El sonido es penetrante en medio de este silencio. Me tapo la boca con la mano pero no cesa. Te acercas a mí y te sientas con las piernas cruzadas en el suelo junto a mí, pero sin tocarme. Diriges tu linterna hacia el caballo.
—Lo siento, Georgie, no llores. Siento ponerte en estas situaciones.
Evito pensar en el viaje de vuelta a Inglaterra; me devolverá al infierno. Me darás drogas para que me duerma, pero me provocarán pesadillas. Me dices que mi comportamiento en el avión de ida fue bochornoso, pero a mí me da igual. Es mejor ser bochornoso que verse atrapado en un tormento infernal.
—Quiero quedarme —digo.
—Lo sé.
—Podríamos abandonar al hombre gordo y quedarnos aquí juntos. Solos tú y yo. —Giro la cabeza para apartarla del caballo y mirarte a ti, lleno de esperanza.
—Oh, Georgie, la vida no es tan simple.
—¿Por qué no?
Pero, antes de que contestes, ya sé lo que vas a decir.
—Es complicado.