38

—¿Dónde está?

El chico parecía nervioso.

—Fue, señor bey.

Monty se quedó paralizado y empezó a observar el jardín como si esperara que Jessie estuviera escondida tras uno de los arbustos.

—¿Se fue? ¿Adónde?

—No lo sé, señor bey. La señorita Kenton salió corriendo. Yo espero aquí pero no vuelve, no. Fue.

—No digas tonterías, niño —dijo, levantando la voz más de lo normal. Se lo había prometido—. ¿Cómo se va a ir? ¿Ha ido a su habitación?

—No, señor bey. Fue delante. —Parecía completamente abatido y se tiraba de unos hilos sueltos de la túnica—. Lo vi.

—Si fue hacia la parte frontal del hotel, ¿hacia dónde luego?

—No vi.

—Chico, no me sirves de nada.

Estaba asustado por Jessie y furioso con ella al mismo tiempo. Se lo había dicho una y otra vez: «No te alejes de mí». ¿En qué estaría pensando? ¿Es que no era consciente de lo importante que era que se mantuvieran juntos en ese momento? Se tragó la explosión de enfado con mucho esfuerzo, agarró al niño por el cuello de la túnica cuando este empezaba a alejarse y lo sacudió.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué se ha ido la señorita Kenton?

El niño puso los ojos en blanco como rogando piedad.

—No tengo culpa, señor. Yo sentado. Espero. Yo buen chico.

Monty se relajó un poco e hizo lo mismo con el agarre. Después, le sacudió al niño los hombros.

—Bueno, buen Malak, dime qué ha pasado. Solo he estado fuera unos minutos.

Maldecía su suerte; un hombre de negocios egipcio estaba teniendo problemas con la llave de su habitación y le había pedido ayuda a Monty. Aquello lo había retrasado.

Los ojos del niño eran amplios y dramáticos.

—Mujer vino.

—¿Qué? Habla con sentido, chico.

—Sí, sí, verdad, sí. Pregunte Hamdi.

—¿Quién o qué es Hamdi?

—Trabaja este hotel.

—¿Quieres decir que uno de los hombres que trabajan en este hotel vino y vio a una mujer hablando con la señorita Kenton?

—No, bey.

—¡Malak! Cuéntamelo, por amor de Dios. —El chico parecía estar a punto de salir corriendo, así que Monty lo agarró por la túnica—. ¿Qué le ha pasado a la señorita Kenton?

—Hamdi viene. Dice que mujer quiere ver señorita Kenton. —Estaba intentando escapar mientras hablaba, pero Monty ni le dio importancia—. Sita pareció muy contenta. Dice: Mi sandal. —Estaba absolutamente apabullado, pero lo enmascaró con una amplia sonrisa que habría sido convincente si no hubiera estado mirando la puerta de salida del jardín al mismo tiempo—. Quiere más zapatos, ¿no cree, señor bey?

—Idiota, claro que no quiere más zapatos… —Dejó de hablar de repente y observó a su cautivo—. ¿Mi sandal? ¿No diría Maisie Randall?

El chico asintió como si le fuera la vida en ello.

—Eso he dicho, mi sandal.

Monty soltó la túnica mugrienta.

—Espera aquí, chico. No muevas ni un músculo, ¿me entiendes?

Volvió a asentir del mismo modo y Monty entrecerró los ojos.

—Te buscaré y te azotaré si sales de este jardín.

Otra sonrisa de terror.

—Yo aquí.

—¡Bien! —Monty entró dando grandes zancadas en el hotel—. ¡Hamdi! —gritó—. ¿Dónde demonios está Hamdi?

Un hombre afable apareció como de la nada. Transmitía una serenidad y una paz que Monty envidió en el mismo momento en que lo vio. El hombre saludó educadamente a Monty.

—Señor, ¿en qué puedo ayudarlo?

—¿Ha venido alguien pidiendo ver a la señorita Kenton?

El hombre señaló los escalones del otro lado de la puerta de entrada.

—Sí, señor. Una mujer estuvo ahí fuera y me pidió que le diera el mensaje a la señorita Kenton de que quería hablar con ella. No me dijo su nombre.

Por fin. Alguien que pensaba con claridad. Monty exhaló con alivio, pero aquello no cambiaba el hecho de que Jessie se hubiera desvanecido. Si estaba con Maisie, sin embargo, estaría bien. Empezó a calmarse y la rabia comenzó a convertirse en molestia.

—¿Dijeron dónde iban?

—No, señor.

Monty le dio las gracias con un gesto y una propina, que desapareció con presteza en el bolsillo de la galabiya. No se esperaba que Jessie se fuera por ahí con Maisie sin decirle nada antes. Apostaría dinero a que había vuelto a las tumbas. Maldita sea, algo había pasado allí aquella mañana que la había conmocionado verdaderamente. Después de pensar unos instantes, decidió que tendría que ir a buscar a las mujeres y, con suerte, las alcanzaría en la otra orilla del río antes de que se alejaran más. Estaba ya casi fuera del hotel cuando se acordó de Malak. Pobre mequetrefe. Empezó a caminar hacia el jardín cuando se dio cuenta de que Hamdi seguía esperando pacientemente a que le dijera que se podía marchar.

—Gracias —le dijo Monty cortésmente. Después añadió algo más—: ¿Era la mujer alta y llevaba un sombrero grande y un parasol negro? ¿Era inglesa?

Hamdi sonrió educadamente.

—No, señor. Era egipcia.

Monty se quedó boquiabierto.

—¿Egipcia?

Había una sola mujer egipcia en aquel maldito país que supiera el nombre de Jessie: Anippe Kalim.

—¿Hacia dónde fueron?

—Giraron a la derecha.

Monty salió a la calle corriendo, chocándose con los carros y esquivando a un grupo de mujeres con velos negros, pero era imposible. Había demasiados giros y puertas posibles en aquel laberinto de callejones. Los recorrió, se chocó con una caja de pollos, pero al final, sudoroso y frustrado, asumió la derrota. Los pulmones se le iban a salir del pecho, llevaba la camisa pegada al cuerpo por el sudor y le palpitaba la cabeza. Corrió hacia el hotel y entró bruscamente en el jardín. El niño estaba en el mismo sitio en que lo había dejado.

—Malak —dijo con urgencia—, eres un buen chico. Llévame con tu tío.

Monty caminaba y hablaba como una persona cuerda cualquiera: conversó con el niño, le preguntó el nombre de su tío…, todo con la naturalidad de un ser humano, de un ser racional. No lo tiró al Nilo, ni arrancó el sol cegador del cielo, que era lo que realmente quería hacer.

El único signo que dio de su agitación fue al pisar a un lagarto dormilón que tomaba el sol en el sendero arenoso por el que Malak lo llevaba. Sabía que Jessie no se iría sin decirle nada ni dejarle una nota; no lo haría de nuevo, no en aquella ocasión. Si se había ido, había sido por no tener otra opción, de eso estaba seguro. Sentía como si le estrujaran las entrañas cada vez que pensaba en el problema en que podría estar Jessie en aquel mismo momento.

—Anippe Kalim —murmuró mientras seguía al chico, que iba corriendo con sus pasitos cortos delante de él, como si al decir su nombre pudiera sacarla del cesto de serpientes y hacerla aparecer frente a él—. ¿Cuánto queda, Malak?

—Aquí, es aquí.

—Llevas diciendo lo mismo diez minutos, diablillo.

Malak forzó una sonrisa nerviosa por encima del hombro a Monty, y algo vería en el rostro de su jefe que le hizo cambiar por completo de actitud y que su sonrisa desapareciera de golpe.

—Encontraremos, bey —dijo—. Usted y yo. Encontramos mucho pronto.

Después volvió a apresurar el paso, con las suelas despegadas de los zapatos levantándose del suelo, y a Monty lo alivió seguir el camino corriendo.

—Señor, disculpe mi humilde casa. Sea bienvenido. Me siento muy honrado de recibir a un caballero tan distinguido, bendito sea Alá.

—Gracias, Yasser. El placer es mío. Su sobrino me ha contado que es un hombre de recursos.

Yasser el Rahim miró a su joven sobrino y le asintió; Monty estaba seguro de que el chico vería algo de dinero más tarde.

Fue precisamente el tío quien le sorprendió. Para empezar, era mucho más joven de lo que se esperaba, de veinticinco años como mucho. Era alto y atractivo, y tenía una gran melena morena. Irradiaba tal energía y vigor que iluminaba la estancia lúgubre en la que estaban sentados. Sus grandes ojos redondos brillaban expectantes, como si cada aliento pudiera ser el bendecido por Alá y consiguiera hacer fortuna.

La casa era pequeña y estaba hecha de adobe. Había una cuerda para tender la ropa en el tejado plano y los marcos de las ventanas y los postigos estaban impecablemente pintados. Parecía contener tres habitaciones además de la cocina, donde había una figura de negro que se movía cuidadosa y silenciosamente. La habitación estaba iluminada con numerosos faroles de latón, como si a Yasser le provocara un inmenso placer emitir luz, y había una mesa baja de bronce con una jarra de zumo de limón en el centro. Cuando Monty llegó sin previo aviso con el chico, Yasser estaba hojeando una revista colorida sobre estrellas de cine egipcias y fumando de un narguile de latón cuyo olor a carbón y a tabaco para pipa embriagaba el aire. Fue amable y cercano al saludar a sus visitantes y sus blancos dientes resplandecían en contraste con el color oscuro de su piel cuando reía, gesto que hacía bastante a menudo. Tenía la misma risa contagiosa de su sobrino.

Yasser dio una palmada imperiosa y gritó:

—Té de menta para mis invitados, Souad. —Se apartó la galabiya de color verde oliva como un mago a punto de realizar su truco final para indicarle a Monty que se sentara en un lugar cubierto de telas rojas, azules y verdes con diseños que recordaban a las volutas y curvas de la escritura árabe—. Señor, por favor, siéntese y dígame qué puedo hacer por usted.

Monty tomó asiento con recelo; no tenía tiempo para cortesías, pero sabía que no iría a ningún lado en los negocios al estilo egipcio sin ellas.

—Gracias, Yasser. Y gracias por ayudarnos esta mañana con la falúa y los caballos.

—Bueno. ¿Fue todo bien? ¿Le gustaron las tumbas?

—El valle es verdaderamente interesante. Mi compañera, la señorita Kenton, y yo estamos especialmente interesados en la tumba del rey Tutankamón.

El hombre rio ruidosamente.

—¡Ustedes y medio mundo!

—Es verdad. Hay muchas personas que vienen a Egipto para admirar sus antigüedades.

Los ojos de Yasser se hicieron más brillantes.

—Muchísimas personas.

—Personas que necesitan que alguien como usted haga algo por ellas.

—Sí, efectivamente. Si mi humilde ayuda puede serle útil, siempre estoy dispuesto a ofrecerla.

«Ya me imagino».

En aquel momento apareció la sombra negra de la cocina con una bandeja que dejó sobre la mesa. Monty sabía que no debía mirarla, pero tenía la impresión de que era una mujer de piel clara con unas manos suaves y hermosas. Una vez se hubo retirado de nuevo a la cocina, aceptó el vaso de té y se puso manos a la obra. Malak había recibido un trozo de caña de azúcar y la estaba masticando sentado sobre los talones en un rincón, disfrutando del sabor dulce y fibroso de su corazón blanco.

—Estoy buscando a alguien —anunció Monty—. Esperaba que pudiera ayudarme.

—Ah. —Los grandes ojos negros de Yasser lo observaban con astucia por encima del borde humeante del vasito de té—. Pondré mis habilidades a su servicio, señor. ¿De quién se trata esa persona a la que busca?

—Mi compañera. Una mujer inglesa, la señorita Jessica Kenton.

—¿De verdad? ¿La joven con la que fue a las tumbas esta misma mañana?

—La misma.

—Bien. —Dejó el vaso en la mesa y se desprendió también de la sonrisa—. Cuénteme.

Monty le hizo un resumen rápido de la desaparición de Jessie después de haber vuelto al hotel aquella misma mañana.

—Tengo que encontrar a esa mujer egipcia para descubrir quién es en realidad y dónde está mi compañera —le dijo Monty—. Debe de haber llegado ayer desde El Cairo y haber persuadido de algún modo a la señorita Kenton para que la acompañara.

Monty no era tonto. Sabía que el único cebo que le podían poner a Jessie era Tim, aunque aquello no quería decir que su hermano siguiera en Lúxor. Jessie podía estar ya de camino a cualquier desierto egipcio cubierto de maleza en el que creyera que Tim la esperaba.

—La señorita Anippe Kalim —murmuró Yasser mientras retomaba su pipa y jugueteaba con la boquilla entre los dedos; el agua borboteaba en el recipiente con cada calada—. Me interesa saber exactamente por qué se ha llevado a su señorita Kenton.

—Le aseguro que yo tengo la misma inquietud.

—¿No han pedido aún rescate?

—No. Déjeme eso a mí. Lo que quiero es que averigüe quién es esa tal Anippe Kalim. —Monty se encendió un cigarrillo, sacó un sobre con billetes egipcios del bolsillo y lo depositó en la mesa frente a Yasser—. Ahora —dijo con la mirada fija en el hombre—, hablemos de negocios.

En menos de un segundo, el joven egipcio había apartado el narguile y recuperado su sonrisa al alargar la mano hacia el sobre, pero Monty posó la palma de su mano sobre la de él antes de que pudiera retirarlo.

—Una cosa más.

La mirada de Yasser se desvió del sobre a Monty de mala gana.

—¿Sí?

—Estoy buscando a alguien más. Un hombre que se hace llamar Timothy Kenton o Sir Reginald Musgrave. —Le enseñó la fotografía—. Este hombre.

El egipcio observó la imagen con detenimiento. Después asintió solemnemente y se encogió de hombros.

—Lo intentaré.

—Por él le pagaré el doble.

Sus dientes blancos resplandecieron.

—Entonces lo intentaré más aún.

—Creo que nos entendemos.

—Sí, bey. Trabajaré rápido.

Monty apuró el té de menta y se levantó.

—Vamos, Malak, tenemos trabajo que hacer.

Buscaron en cada hotel de Lúxor por si acaso. Era una posibilidad muy remota, pero no podía quedarse sentado en el Blue Nile de brazos cruzados, atormentado por las imágenes que se le venían a la mente de lo que podría estar ocurriéndole a Jessie. Por suerte, no había muchos hoteles en Lúxor, solo dos grandes para los turistas y dignatarios que esperaban algo más de lo que ofrecían los otros cuantos pequeños que solían elegir los egipcios que querían visitar las tumbas de sus faraones. Monty preguntó en todos sin éxito: ni Anippe Kalim, ni Jessica Kenton, ni Timothy Kenton ni Sir Reginald Musgrave. ¿En qué estaría metido el hermano de Jessie? ¿En qué lío habría metido a Anippe Kalim para que esta involucrara a Jessie?

Cuando salió a una calle mayor, con casas elegantemente decoradas que daban a la extensión plateada del Nilo, y estaba a punto de regresar al hotel Blue Nile para comprobar si Jessie había vuelto, oyó una voz de mujer que lo llamaba.

—¡Sir Montague!

Miró atrás, con el corazón a punto de salírsele del pecho, pero no era Jessie.

—Que me golpeen con un siluro del Nilo si estoy viendo a su mismísima señoría.

—Buenas tardes, Maisie, no esperaba encontrarla aún en Lúxor.

Maisie Randall iba caminando por la orilla del Nilo bajo su parasol, levantando con cada paso una nube de polvo, y con una blusa de gasa gris que la hacía parecer una garza real al acecho de un pez despistado, incluso más poderosa de lo habitual.

—He tomado el tren nocturno —explicó alegremente—. Ha sido una pesadilla que no volveré a repetir, se lo aseguro. Tantos ronquidos y cimbronazos… Ni se lo imagina. Ha parado en cada una de las estaciones de cabras y… —Se detuvo en seco, plegó el parasol y miró atentamente a Monty—. ¿Qué ocurre?