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Georgie
Inglaterra, 1922
—Te envidio, Georgie.
Estamos jugando al ajedrez. Yo voy ganando. Siempre gano.
—¿Por qué? —pregunto.
—Porque no te están esperando los deberes de matemáticas al llegar a casa.
—¿Qué te pasa con los deberes de matemáticas?
—Es como masticar cristales rotos.
—¿Qué?
—Solo es una expresión, no me hagas caso.
—Hoy estás vago. —Pero nunca te ignoro—. Enséñame cómo hacer matemáticas.
Me como tu alfil y tú gruñes.
—Es difícil —me adviertes.
Me río.
—Bueno…
Decido no retrasar más la caída del rey y pongo fin al juego. Desde aquel día, te hago los deberes de matemáticas todos los domingos mientras tú lees El halcón maltés y fumas cigarrillos.
Hoy no quieres trabajar. Estás cascarrabias, una palabra que sé porque tú me la has enseñado. «No seas cascarrabias», me dices cuando me siento en la cama dándote la espalda y contemplando la lluvia a través de la ventana con mis oídos cerrados a ti.
Hoy eres tú el que está cascarrabias.
Me pone nervioso. Estoy sentado en mi escritorio escribiendo el alfabeto griego en minuciosas columnas. Es muy bonito, aunque no se le acerca a los preciosos jeroglíficos egipcios que te he enseñado. Con eso es con lo que estás jugueteando con poco entusiasmo. Tengo ganas de arrebatarte el lápiz de tu mano inepta.
—Hoy estás vago —digo.
Emites un sonido y te pones de pie de un salto. Eso me sobresalta. Te quedas de pie dándome la espalda.
—¿De qué color son mis ojos? —preguntas.
—Del color del pigmento del iris.
—Y ¿qué color es ese?
Me entra el pánico. Me tapo los oídos con las manos.
—No lo sé —digo.
—Deberías saberlo. Ya te he dicho que debes mirarme cuando te hablo.
—¿Por qué?
Suspiras.
—Por Dios, Georgie, este maldito lugar está cada vez peor.
Silencio.
Me pongo de pie y voy hacia la puerta. La abro y me quedo mirando fijamente tus zapatos.
—Sal.
—Georgie, no…
—¡Sal! —Sé que estoy gritando.
Te vas.
—Maté a un pájaro —te cuento.
Dejas el libro; estás leyendo a Shakespeare y te resulta difícil.
—¿Qué?
—Que maté a un pájaro cuando tenía cinco años.
No sé por qué te lo cuento. ¿Por qué ahora? Creo que es porque veo el sol en tu pelo, tiñéndolo del tono de la cresta dorada de un pinzón. ¿O es porque, después de tantos años, ya no puedo mantener mi crimen en secreto más tiempo, encerrado en la oscuridad?
—¿Cómo ocurrió?
Te interesa, lo oigo en tu voz, ese pellizco en la garganta que se nota cuando algo te interesa de verdad. Nunca eres capaz de ocultarlo.
—¿Sigue teniendo nuestra madre pájaros cantores? —pregunto.
—No, qué va. Nunca he sabido que tuviera pájaros.
—Los tenía. Debió de deshacerse de ellos después de que me…
Dejamos sin pronunciar el final de la oración. Pero yo juego con las posibilidades en mi cabeza. Después de que me… ¿abandonaran? ¿Encerraran? ¿Encarcelaran? Escoge la que quieras.
—Y ¿cómo ocurrió? —vuelves a preguntar.
—Nos dejaron a Jessie y a mí con la niñera. No me acuerdo de cuál de ellas, eran todas… —Busco la palabra apropiada—. Despreciables.
Gruñes. Eso quiere decir que no estás muy seguro de que lo que digo sea correcto, pero no estabas allí para comprobarlo. Yo sí.
—Mamá nos había dejado con ella mientras salía a almorzar con una amiga. La jaula estaba en la sala de recepciones y yo solía observar a los pájaros cantar a su hora. Me fascinaba cómo reverberaban sus gargantas y ansiaba poder descubrir cómo una criatura tan pequeña era capaz de montar tal estrépito. Así que cogí un cortaplumas que papá me había regalado por Navidad, cogí al pequeño pinzón y lo abrí en canal.
—¡Dios, Georgie! Eras un pequeño monstruo.
—¿Lo era?
—¿Qué dijo mamá?
—Nunca se enteró. Cuando vi las diminutas entrañas de la criatura, su corazón y sus pulmones diminutos, los huesos del pescuezo, que no eran más gruesos que alfileres, empecé a llorar. Jessie me encontró bajo la cama con el pajarillo diseccionado entre las manos. Me acostó, echó las cortinas y le dijo a todos que estaba enfermo.
Noto una tensión en la garganta al recordarlo. El aire no puede pasar por ella.
—¿No echó mamá en falta al pájaro?
Respiro hondo. Puedo oír el cantar del pinzón, agudo y afilado como agujas en mis oídos.
—Más tarde me enteré de que Jessie le había contado a mamá que se le había escapado el pájaro de la jaula por accidente y que había salido volando por la ventana. La castigaron.
—¿Con la palmeta?
—Sí. Seis buenas tandas.
Seis buenas tandas en su suave y joven palma de la mano.
—¿Qué hicisteis con el pájaro muerto?
—Jessie lo enterró en el jardín.
Estoy temblando incontrolablemente. Te acercas, me metes en la cama y me lees la historia de Cleopatra.
Hoy es un mal día. Tengo la cabeza llena de oscuridad. He cerrado las cortinas de mi habitación porque la luz del sol me hace daño en la piel y hace que mis manos se retuerzan. Me siento en el suelo, en el rincón más lúgubre, junto al armario, y me cubro la cabeza con una manta. Así es mejor. A solas en mi mundo de oscuridad.
No soy como los demás. Eso lo sé. Están todos ahí fuera jugando a algo que llaman vida, pero yo no entiendo las reglas del juego. Lo hago mal. Una y otra vez. Es mejor así.
—¿Georgie? Sal de debajo de esa manta.
Empiezas a cantarme canciones antiguas de niños. La de los tres ratoncitos ciegos y la del gato con el violín. Solo una persona me ha cantado en toda mi vida, y ya no tiene nada que ver conmigo. No quiere nada conmigo ya. Tengo las manos mojadas y me doy cuenta de que estoy llorando en silencio. Me seco la cara con la lana áspera y aparto la manta porque tengo muchas ganas de verte. La luz me daña la vista con la potencia de un bate de críquet.
—Hola, Tim.
Ahí estás, sentado en la silla. Visto desde aquí abajo y desde este ángulo parece que tus piernas sean más largas que la puerta, y eso me hace gracia. Me interesan los ángulos, cómo hacen que las cosas se vean diferentes, cómo alteran el modo en que las vemos. Una vez me dijiste que el único problema que hay conmigo es que yo miro el mundo desde un ángulo distinto. Quiero que sea verdad, así que muevo los pies para que el ángulo cambie y pueda ver el mundo como lo hacen los demás. Pero eso no ocurre; ya lo he intentado otras veces. Puedo decir, por el modo en que estás sentado despatarrado en la silla, que llevas ahí bastante tiempo. No es una silla cómoda. Llevas puesto un jersey de color verde vivo. Me levanto y me siento en mi lugar habitual, al borde de la cama, y aliso la ropa de cama a mi alrededor.
—Tienes que lavarte el pelo —digo.
Es verdad. Está alborotado y sucio. Pero te oigo suspirar, un suspiro que sale bruscamente desde tus pulmones.
—He estado ocupado, Georgie.
Me hablas muy despacio. Para proteger mis oídos. En el pasado me explicaste que la amabilidad es hacer cosas así por los demás. Hacerlos felices. Recuerdo ahora que me dijiste que no debía hacer lo que llamas observaciones personales a menos que estas vayan a hacer a alguien feliz. Lo intento de nuevo porque quiero que estés feliz.
—Tienes las piernas largas.
Sonríes.
—Mejor ahora.
Me aventuro y te miro fugazmente a los ojos, y me sobrecoge su tono grisáceo. ¿Adónde ha ido el azul? ¿Qué significa esto? Quiero meterme bajo tu piel y descubrir todas las cosas que no comprendo de ti.
—Georgie, he estado pensando.
—Yo pienso todo el día y todos los días.
—Lo sé, claro que lo haces. Pero quiero que me muestres el brazo. Levántate la manga.
—¿El derecho o el izquierdo?
—El derecho.
Me desabrocho el botón del puño de la manga de mi camisa y enrollo el material con dobleces cuidadosos hasta el codo.
—Mírate el brazo.
Lo miro. No veo nada extraño. Solo mi brazo. Creo que me gusta.
—Ahora mira este. —Te remangas y haces un montículo verde, y estiras el brazo para que yo lo vea—. ¿Ves la diferencia?
—El tuyo es feo.
Es verdad. El mío es pálido y se ve el entramado de venas azules bajo la piel translúcida. Es suave y elegante como el mármol. El tuyo tiene el color de la miel, pequeños vellos dorados y varias marcas que sé que son de la varicela. Es el doble de grueso que el mío y tiene grandes huesos en la muñeca, pero de repente recuerdo ponerme la mano en la boca, como me has enseñado, y guardarme los pensamientos para mí. Te acercas a mí y yo intento contener el impulso de apartarte.
—¿Por qué crees que hay esta diferencia? —me preguntas.
—El mío es más bonito.
—El tuyo es como el brazo de una chica, Georgie.
—Y ¿eso es malo?
—Sí. —Flexionas los músculos bajo tu piel, haciendo que la carne se mueva. Es horrible—. El mío es el brazo de alguien que hace cosas. He estado cavando hoyos en la tierra toda la semana en los restos de una villa romana cerca de Cheltenham y estoy agotado, pero he trabajado al aire libre todos los días y he hecho bastante ejercicio. —Haces una pausa y me estudias lentamente desde la cabeza hasta los dedos de los pies—. Creo que necesitas hacer más ejercicio, Georgie.
—Hago ejercicio todos los días —explico—. Todos lo hacemos. Media hora cada tarde y una hora entera el domingo.
Resoplas. No sé lo que significa, pero añades una sonrisa. No es una sonrisa agradable.
—Os sacan como a ovejas al patio y os ponen a andar en círculos, sin correr por si os caéis, sin darle patadas a una pelota o saltar. Nada que provoque que se os acelere el corazón.
—¿Cómo lo sabes?
—Te he visto.
—¿En el jardín?
—Sí.
Me quedo mirando tu pelo sucio. Me siento desnudo; me has espiado.
—Así que… —Te pones de pie—. Vamos a empezar un régimen de ejercicio. No tienes más que piel y huesos, y estás pálido como un fantasma.
—¿Que no soy más que piel y huesos? Eso no es verdad, Tim. Tengo un corazón, dos pulmones, riñones y…
—Es una forma de hablar, no lo entiendas literalmente.
—Pero es mentira.
Vuelves a suspirar.
—Vamos a concentrarnos en los ejercicios. No estés abatido; mira lo que te he traído.
Coges tu abrigo del suelo y debajo de él hay dos preciosas mazas para hacer malabares y ejercicio. Tienen más o menos el largo de mi brazo, redondeces en un extremo y están hechas de una madera bonita y suave. Me das una. Es más pesada de lo que esperaba, pero cuando te veo balancear una de ellas dibujando un amplio número ocho, te imito, con cuidado de no darle a nada.
Siento cómo mi sangre se vuelve más cálida en el interior de mis venas y mi brazo ejerce una fuerza propia, desconocida para mí hasta entonces. Me siento poderoso por primera vez en mi vida.