11
La música vibraba en las venas de Jessie. La llevaba a lugares nuevos que hacían que se le acelerara el pulso: acantilados desde los que podía saltar y remolinos aterciopelados en los que podía bucear. Dio un trago al whisky que tenía frente a ella sobre la mesa y sintió cómo este se llevaba, con su regusto ardiente, todas las imágenes del día que habían quedado impresas bajo sus párpados. Comenzó a relajarse. Estiró las piernas en el pequeño reservado, puso los codos sobre la mesa y la barbilla sobre la mano mientras se dejaba llevar por la melodía.
«Algo de Duke Ellington», pensaba, «algo agradable y suave. Algo que te rompa el corazón».
El club nocturno la envolvía en su mundo crepuscular y Jessie entrecerró los ojos para disfrutar del placer de las repentinas notas discordantes que se perseguían por la sala llena de gente. Aquello le provocó un escalofrío que le recorrió la espalda, agitó la sangre que corría por sus venas y ahuyentó sus pensamientos con sus ritmos extraños y sus picos marcados. Le gustaba. Le gustaba el jazz. Le gustaba el club, el humo, las risotadas y el sabor salado de las lágrimas encubiertas.
Y le gustaba ver a Tabitha tocar. Su compañera de piso sabía bien cómo manejar el saxofón, como si fuera un amante, acariciándolo, balanceando su cuerpo esbelto y acercándoselo al suyo propio, deslizando los dedos por su superficie plateada y presionando con sus labios la boca de este. Jessie solía ir a menudo a ver a su amiga actuar para admirar el modo en que desplegaba su alma para que todos pudieran apreciarla, sin temer que nadie la arrollara. Tabitha era la única chica del escenario, el único rostro blanco de la banda. Los otros músicos —al contrabajo, al piano y a la trompeta— poseían pieles relucientes y oscuras de distintos tonos, así como muchos de los espectadores que había en las mesas y en los reservados.
—Mis hermanos negros —los llamaba siempre Tabitha mostrando sus pequeños dientes blancos.
—Los hermanos —le decía Jessie con su vaso de whisky— son un artículo preciado al que merece la pena aferrarse.
Dio otro sorbo a la bebida. ¿Por qué se le daba mucho mejor a Tabitha que a ella aferrarse a sus hermanos?
—¿Puedo traerle otra bebida?
Jessie levantó la mirada y vio un rostro muy cerca del suyo. Demasiado cerca. Un hombre de boca autocompasiva y ojos azules. Los ojos azules eran su debilidad, no lo podía controlar.
—No, gracias.
—No me gusta ver a una joven hermosa sola. —Los ojos azules resplandecían al mirarla.
—No estoy sola.
El hombre miró deliberadamente al banco vacío al otro lado del reservado.
—Estoy con un amigo —le dijo, y dio un toquecito al vaso—. Mi whisky.
Le hizo tanta gracia su ocurrencia que empezó a reírse y se dio cuenta de que no podía parar. Todo pareció desatarse en su interior y mezclarse. Rio hasta que le cayeron lágrimas por las mejillas y alejó del reservado al hombre con las manos. Un camarero mayor que caminaba balanceándose le sonrió amablemente, con el cabello completamente blanco resaltando sobre la piel negra.
—¿Estás bien, Jessie, querida?
—Estoy bien, Gideon. —Pero aceptó la servilleta que el hombre le ofreció para secarse la cara y contuvo el hipo con ella mientras el hombre le traía un vaso de agua—. Que sea una cerveza mejor —le gritó, pero el camarero negó con el dedo y rio entre dientes.
Jessie cerró los ojos y dejó que su mente vagara por la marea de la música. Sin embargo, por mucha atención que prestara al escucharla, por mucho que siguiera el ritmo de las notas con un lamento ondulante de nostalgia, nada iba a llenar el vacío que había dejado su hermano en su interior. Era demasiado profundo. Demasiado turbulento. Demasiado manchado de sangre. Cuánto tiempo estuvo así, no lo sabía, pero cuando abrió los ojos de nuevo tenía una cerveza delante y Tabitha estaba sentada en el banco de enfrente. Alguien estaba tocando It don’t Mean a Thing y Jessie cogió la cerveza.
—Qué estilo tienes —le dijo a Tabitha—. Qué dominio con los dedos.
En medio de la oscuridad del lugar, el rostro pálido de Tabitha parecía estar nadando sobre su vestido negro ceñido como desconectado del cuerpo. La idea devolvió a Jessie a las malas sensaciones. ¿Era eso lo que quizás había visto Tim en la sesión de espiritismo, rostros sin cuerpo, fantasmas que se arremolinaban en su consciencia? Bebió cerveza para ahogar aquel pensamiento.
Tabitha alargó la mano y tocó la mejilla de Jessie con ternura.
—No te veo muy bien hoy, cariño.
—Estoy bien. —Midió cuidadosamente las palabras en su lengua al pronunciarlas—. Bien. Es sábado noche y he salido con una buena amiga.
Buscó el vaso de whisky, pero ya no estaba en la mesa, así que le ofreció a Tabitha un sorbo de cerveza en su lugar.
—Sí, gracias.
Tabitha se apartó hacia atrás la melena morena, dio un buche a la cerveza y sacó una pitillera esmaltada con cigarros liados a mano. Se encendió uno e inhaló el humo hasta sus pulmones con un suspiro de placer.
—Sigues en el castillo, ¿eh? —dijo entre risas.
—No era un castillo —insistió Jessie—. Era una mansión muy majestuosa, pero en ruinas.
—Estás loca, ¿lo sabes? Persiguiendo fantasmas por ahí…
—Timothy no es un fantasma.
—Oh, por Dios, cariño, se habrá ido una o dos semanas por ahí de juerga, seguro. Déjalo que disfrute.
—No, eso no le pega. De verdad, Tabitha, no es así.
—La gente cambia.
Jessie quería decir «No, no, no cambia. En el fondo, no». Pero empezaba a dudar sobre cómo de bien conocía a su hermano después de aquel día.
«¿Quién eres, Timothy? ¿Cuánto de ti me has estado ocultando?».
Alargó la mano y cogió la cerveza de nuevo.
—Dime, Tabitha, ¿crees que Tim ha cambiado?
—Déjalo estar, Jess. Por esta noche…
Jessie se recostó en el reservado.
—Tienes razón. La gente cambia. Fíjate, cuando te conocí hace tres años estabas pasando apuros. —Levantó la cerveza dedicándole un brindis a su amiga—. Y ahora, mírate, eres la sensación de los clubes.
—¡Ah! No me recuerdes los malos tiempos. No me podía permitir ni tener un instrumento decente entonces.
Era verdad. El sonido dorado que ahora conseguía extraer de su saxofón era un animal completamente distinto entonces, y ambas sabían cuánto la había ayudado Jessie. Le había dado de comer, para vestirse, la había llevado a las audiciones, había secado sus lágrimas y escondido los malditos cigarrillos que le estaban arrancando días de vida, por mucho que Tabitha le rogara que se los devolviera y la maldijera por no hacerlo.
—Aquellos malos días son ya agua pasada —dijo Jessie—. Has cambiado.
—Ambas lo hemos hecho. Tú estás mucho más… —Tabitha se quedó con la boca abierta de repente—. Ay, Dios, Alistair.
Jessie se incorporó al instante en el banco y giró la cabeza bruscamente.
—¿Dónde?
Tabitha empezó a reírse.
—¡Deberías ver tu cara! No, no está aquí ahora. Ha venido antes y me acabo de acordar.
—¿Buscándome a mí?
—Me temo que sí, cariño. Ha dejado un mensaje. Decía que te recogería mañana a las dos y algo de una cita para ir a los jardines de Kew.
Jessie puso los ojos en blanco.
—Maldita sea. Tengo que llamarlo para cancelarlo. Mañana estaré buscando a la médium. —Se levantó y cogió el monedero—. Pídeme un whisky, ¿vale? —dijo al salir del reservado con dificultad—. Lo voy a necesitar después de hablar con él.
Mientras esquivaba las mesas oía la risa de Tabitha por detrás.
—Lo siento, Alistair.
Jessie contó hasta diez en su mente y después añadió:
—Tengo que hacer esto mañana si quiero encontrar a mi hermano; es muy importante para mí, Alistair, pero prometo que iremos a los jardines de Kew otro fin de semana.
El silencio se extendió intentando incomodarla con sus dedos regordetes de culpa. Los apartó y se rió entre dientes.
—Venga, Alistair, que te duermes.
El silencio explotó.
—¿Dónde estás? —preguntó él.
Jessie miró a su alrededor rápidamente, hacia el vestíbulo tenue y las manchas grasientas del papel de la pared, y pensó en decir «en casa».
—Estás en el club Shoes and Blues, ¿verdad?
—Sí.
—Lo sabía.
—A ti no te gusta el jazz.
—Podrías haberme preguntado al menos.
—La próxima vez lo haré —dijo ella—. Te llamaré esta semana.
—Te echo de menos, Jessie.
—Lo sé —dijo ella dulcemente, y le lanzó un beso—. Buenas noches.
Llevada por un impulso —«demonios, ¿por qué no?»—, Jessie volvió a coger el teléfono, introdujo varios peniques más en la ranura y marcó. Se oyeron varios tonos y entonces:
—¿Diga? —La voz al otro lado de la línea no parecía amable.
—Hola, papá.
—Jessica, ¿qué pasa?
—Nada.
—¿Lo has encontrado?
—No.
Oyó cómo su padre cogía aire y percibió el tono de decepción. Se lo imaginó con su pijama y su bata, ambos de rayas, junto a la mesa del recibidor, subiéndose las gafas en la nariz con expresión de enfado.
—¿Y por qué llamas?
—Creí que querrías saber que he averiguado dónde fue Tim el viernes por la noche. Fue a una… —Dudó un instante. Sentía la expresión sesión de espiritismo como si fuera un enorme globo en su boca; no le saldría.
—¿Dónde fue? ¿A una qué? —preguntó su padre con impaciencia.
—A… una reunión.
—Y entonces, ¿qué?
—No sé más.
De nuevo el silencio, espinoso como un manojo de cardos, penetró en su oído.
—Jessica, ¿sabes qué hora es?
—Umm… no exactamente. —Miró el reloj de pulsera, pero el vestíbulo estaba demasiado oscuro—. Son… —Las palabras no le salían con elocuencia—. Es un poco tarde, ¿no? —Se calló.
—Es casi la una de la madrugada.
«¡Venga ya!».
No podía ser.
—Oh, lo siento, papá. ¿Te he levantado de la cama?
—Jessica, ¿estás borracha?
—Claro que no, papá, estoy cansada. He estado buscando a Tim todo…
—Vete a la cama, Jessica —dijo su padre con dureza—. Vete a casa y duerme la borrachera.
Sin decir adiós, colgó el teléfono.
Jessie se quedó mirando el objeto de baquelita negra que sostenía en la mano como si este fuera responsable del dolor que sentía, como si tuviera un hacha clavada en la nuca.
—Buenas noches, papá —susurró al teléfono—. Que tengas dulces sueños.