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Georgie

Egipto, 1932

El calor.

La arena.

Los gritos.

Lo peor son los gritos. Me hacen daño en los oídos y me hacen vomitar los huevos fritos. El sabor en mi boca. Apesto. Puedo oler mi sudor y sentir la arena como excrementos de ratón en mi pelo. Te lo cuento y te ríes. Aquí eres diferente. Estás ocupado. No solo tus manos, sino tu mente también, y yo quedo relegado a un rincón de ella. Ya no escribo mis pensamientos, pero siguen en mi cabeza y cada vez son mayores y más pesados, hasta que caen a mi boca en el momento equivocado.

—Por favor, Georgie —dices—. ¡Por favor! Intenta comportarte.

Lo estoy intentando.

Por ti.

Lo estoy intentando por ti. Y porque me da miedo el hombre gordo.

Estoy en mi tienda de campaña. Hace calor. Pero la luz en el interior no es tan potente y los demás no me ven. Lo que es más importante para mí: no veo el desierto. Me saca los ojos de las cuencas y me deja ciego. Tengo que taparme los ojos con las manos para protegerlos y me has dado un pañuelo de seda blanco para que me lo ponga alrededor de la cara, pero aun así veo a través de él. No entiendo por qué te gusta esta tierra vacía tanto como para pasear por ella cada noche.

—Te tragará —te advierto, pero me das un golpecito en el hombro y te ríes.

El aspecto del desierto cambia. A veces es rosa, sonriente y suave, pero otras frunce su ceño rocoso y todo se vuelve marrón y gris, y entiendo entonces que está hambriento. Desde mi tienda lo oigo bramar. Odio el desierto. Odio sus colinas inertes, el cielo… Hay demasiado como para que me quepa en la cabeza. Necesito mi habitación, mi techo con sus grietas, los rincones oscuros de mi armario, mis preciosas sillas cómodas.

Te digo estas cosas.

—No quiero oír eso, Georgie.

—¿Por qué no?

—Porque ahora estamos aquí. Intenta aprovecharlo.

Lo intento. Lo intento. Pero me siento mal y sudo. Me pongo el pañuelo alrededor de la boca y las orejas para evitar que los sonidos sigan saliendo o entrando, y colocas una galabiya negra sobre la lona de mi tienda para que esté más oscura.

Odio muchas cosas. Tiemblo todo el rato. Excepto…

Excepto…

Mi mente no es capaz de pronunciar la palabra. En su lugar, sostengo un ushebti de alabastro y el temblor para. Cuando cojo estos objetos que estuvieron en las manos de los constructores de las tumbas hace tres mil años, me siento un miembro de la raza humana, parte de un proceso continuo de nacimiento y muerte, no cualquier aberración sucia que meter debajo de la alfombra y olvidar. Soy una de las gotitas del Nilo, igual de insignificante que cualquier otra gotita. Esta idea me calma. No tiemblo. No sudo.

Te lo cuento y dices:

—Georgie, tu mente crece.

Me toco la cabeza.

—No, tiene el mismo tamaño.

Sonríes, pero entonces el hombre gordo grita y desapareces. Estoy de rodillas en la arena de mi tienda con treinta y un shabtis polvorientos en una fila perfecta delante de mí. ¿Los cuido yo a ellos o ellos a mí?

Un shabti es una figura humana; la mayoría de ellos tienen el tamaño de la palma de mi mano, pero otros son como mi dedo pulgar. Otros pueden ser mucho mayores. Los shabtis normalmente están hechos de madera o piedra, alabastro o cuarzo, de cerámica decorada, de barro cocido vidriado. Son trabajadores, hombres o mujeres, que se colocaban en las tumbas de los antiguos egipcios para que realizaran las tareas manuales que el difunto requeriría en la otra vida. Me sorprende ver que los egipcios eran tan vagos como para necesitar esas figuras para que hicieran el trabajo por ellos.

Analizo la que tengo en la mano y siento la misma tirantez en el pecho que cuando miro las sillas que me regalaste. Me dices que es una respuesta normal ante la belleza, pero yo creo que estás equivocado. Es más que eso. Es ser consciente de mí mismo, es saber que nunca seré capaz de crear una belleza como esa. El sentimiento es de profunda tristeza mezclada con admiración. No te cuento esto y no sé por qué. Quizás sea porque quiero ser como tú, no un sustituto como el hombre de quince centímetros que tengo en la mano.

Este está hecho de cerámica vidriada y decorada de color azul verdoso, un color precioso del que me imagino que debe de ser el mar. Tiene las piernas momificadas y delante tiene inscritos unos jeroglíficos con el conjuro 472 de los Textos de los Sarcófagos, que se encuentra en el capítulo seis del Libro de los muertos. Ya se sabe, creían en la magia. El conjuro daba vida al shabti para que trabajara durante toda la eternidad como sustituto de Osiris en los campos.

Yo quiero creer en la magia.

Odio muchas cosas. Tiemblo todo el tiempo. Excepto…

Quiero creer que hay un conjuro en Egipto que me cure.

—¿Dónde está el retrasado?

—Georgie no es retrasado, es mi hermano, y muy inteligente, así que espero ver algo más de respeto hacia él.

—Es un bufón, Timothy, no te engañes pensando que vale para algo solo porque sea capaz de recitar la Enciclopedia Británica.

—También se le da bien catalogar lo que estamos sacando. Es muy meticuloso y está haciendo un trabajo muy útil para…

—Date un descanso, Timothy. Es como una chinche molesta y ambos lo sabemos. Está aquí únicamente porque insististe en traerlo contigo. Si se hubiera hecho a mi manera…

—Sé perfectamente lo que harías tú, sí.

—Es un maldito estorbo.

—Sabe mucho más que tú sobre datar objetos antiguos egipcios.

—Por amor de Dios, Timothy, mira lo que hizo ayer.

—Admito que no fue muy afortunado, pero no era su intención; no fue su culpa.

—¿No pretendía matar a un burro golpeándole la cabeza con una piedra? Pues si eso crees, debes de estar igual de loco que él.

—Fue por culpa del ruido que estaba haciendo el burro. Él solo intentaba acallarlo.

—Recuérdame que haga lo mismo la próxima vez que el retrasado empiece a gritar.

—No te atrevas a bromear con eso.

—¿Qué te hace pensar que estoy bromeando?

Las voces se alejan de mi tienda. Sin embargo, la risa del hombre gordo se queda junto a mí y se enrosca en los amarres de la tienda, como si quisiera aflojarlos para que el toldo se me caiga encima.

Retrasado.

Suelto mi cuaderno, en el que estoy recogiendo minuciosamente cada detalle de los shabtis, la descripción de su decoración y de los jeroglíficos. Me hago una bola, mientras sigo sintiendo cómo las moscas se congregan sobre mi piel como lo hacen en los muertos, y entierro la cara en la arena.

Retrasado.

El hombre gordo viene con sus agujas. Me muerden los brazos, el culo, el muslo… Al igual que el doctor Churchward, quiere erradicar la persona que soy y poner a otra nueva en mi lugar. Solo viene cuando tú estás ocupado en la tumba. Hoy estaba derritiendo cera para mantener la cerámica vidriada en un baúl canopo de madera cuando entró en mi tienda y me dijo que dejara de reírme como una maldita hiena.

—¿Estaba riéndome?

—Sí —dice—, pero eres demasiado idiota como para saberlo.

—Estaba disfrutando de mi trabajo —le explico—. Nunca antes he tenido trabajo que hacer.

Se quita las gafas y las limpia. Cuando se las vuelve a poner, sus ojos han cambiado, como si los hubiera limpiado también. Hay una fotografía en un libro que está en mi habitación de la clínica de un águila aterrizando en la espalda de un cordero, con los ojos hambrientos de sangre. Así son los ojos del hombre gordo. Yo me miro las sandalias.

—Lo siento, no pretendía ofenderlo —le digo rápidamente, tirando de una de mis frases.

Me pega.

—Te aguanto —dice— solo porque necesito a Timothy.

Me vuelve a golpear. El roce de su mano es desagradable pero yo me quedo muy quieto, con los brazos temblándome.

—Podría deshacerme de Tim —me dice con un gruñido.

—No.

—¿Por qué no?

—Le encanta su trabajo en la tumba.

—Entonces compórtate.

—Sí, sí.

Mansamente, estiro el brazo y la aguja me muerde. Cuando vuelves al anochecer estás tan entusiasmado con el descubrimiento del recipiente de calcita para perfume con incrustaciones de oro que ni siquiera te das cuenta de que no hay nada en mi cabeza excepto el zumbido de las moscas de la arena.