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Georgie

Inglaterra, 1929

—¿Sabes lo que es esto? —Desenvuelves un billete blanco de cinco libras y lo mueves entre los dedos.

—Claro.

—¿Qué es?

—Sé lo que es.

—Pues dímelo.

—No soy un perro adiestrado.

—Es dinero.

Aparto la mirada.

—¿Sabes lo que es el dinero?

Quiero golpearte. En lugar de esto, me tiro sobre el escritorio y empiezo a dibujar pequeñas imágenes nítidas de grafito que cubren la hoja de papel en blanco que tengo enfrente. Un búho, un águila, una mano. Repito los dibujos. Un búho, un águila, una mano, una y otra vez hasta rellenar toda la hoja. En la parte inferior esbozo una imagen más de un búho y una única pluma. Dejo el lápiz sobre el papel y, una y otra vez, repite las letras M, A y D a modo de jeroglíficos egipcios antiguos.

—¿Ya estás contento? —dices.

—Sí.

—¿Podemos continuar con nuestra conversación ahora?

—Era tu conversación, no la mía.

—De acuerdo, asumo que sabes lo que es el dinero y para qué sirve.

El billete de cinco libras sigue en tu mano, pero intento no mirarlo. El dinero es la raíz del mal. Pero no lo veo así. ¿Cómo puede ser el dinero una raíz? El ser humano posee en su interior el mal, que crece grande y amplio como las hortensias en verano, pero el dinero no tiene vida. Sin vida. Es solo papel y metal, pero posee el hedor del odio. Puedo olerlo desde mi escritorio. Es agrio y marrón.

—¿Qué bien te puede hacer el dinero a ti aquí dentro, Georgie?

Aireas el billete como si fuera un trozo de queso, como si supieras cuánto deseo tocarlo. Nunca antes he visto dinero, por no hablar de tocarlo, pero no te lo digo. No quiero parecer un analfabeto como el hombre de la habitación de al lado, que cree que las estrellas le hablan por la noche en su cabeza y que le introducen voces e imágenes violentas. Tiene estiércol por cerebro y no entiende que los sueños son parte de su propio subconsciente. He leído La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. No soy un analfabeto.

Quiero arrancarte el dinero de las manos, arrugarlo en mi palma y sentir su poder maligno.

—Tu habitación aquí, en este domicilio de condena, cuesta dinero, ¿lo sabes, Georgie?

Parpadeo. Parpadeo porque al fin y al cabo soy un analfabeto. El asco me quema la piel como un atizador candente. Me levanto del escritorio y me tiro en la cama, enroscado y dándote la espalda. Tu voz es delicada y está llena de plumas, pero no se marchará.

—Alimentarte, vestirte y tenerte aquí con médicos y enfermeras todos estos años cuesta mucho dinero, ¿lo has pensado alguna vez?

—¿Quién lo paga? —susurro.

—Tu padre.

Emito un alarido. El sonido sigue saliendo de mi boca, oscuro y resbaladizo como la diarrea.

Intentas hacer que pare pero no puedes. Me lees, pero yo no oigo las palabras y el alarido se hace cada vez más intenso hasta que te vas. Sigo aullando tres días más y me llevan a la sala de tratamiento. Cuando vuelves el sábado siguiente, soy como un zombi en la cama.

—No hables —digo en voz baja—. Solo lee.

Me lees La aventura de la banda moteada.