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Georgie
Inglaterra, 1930
El tema es que tenemos un problema. El problema es Flinders Petrie.
Te sientas hacia el lado en una de las sillas art déco, con tus largas piernas sobre los brazos del asiento, y das pataditas con el talón a la preciosa madera de arce. Hace el mismo sonido que la lluvia en el tejado. Te digo que pares. Tú gruñes. No estás contento con Flinders Petrie.
W. M. Flinders Petrie es el mayor arqueólogo que ha existido jamás. Eso es lo que yo creo. Eso es lo que tú crees. Lo defines como un portento de la naturaleza, aunque esa frase para mí no tiene sentido ninguno. Esto es lo que es: el padre fundador de los métodos modernos de excavación; introdujo nuevas formas de hacerlo.
Se pasea por las arenas de Egipto con su densa barba, la pala en la mano, su joven esposa Hilda a su lado, y dirige las excavaciones más asombrosas que se han realizado jamás, recogiéndolo todo en fotografías e informes y estudiando cada aspecto del lugar y de los objetos antiguos que encuentra en él. Él fue quien instruyó a Howard Carter y el mismo que cosecha varios descubrimientos realmente sorprendentes, como el origen del Templo de Merenptah y el descubrimiento de la Estela de Israel. Ha abastecido a los museos de El Cairo y de Londres de numerosos objetos históricos, incluyendo momias.
Cuando está en Inglaterra, en lugar de en Jerusalén, que es donde pasa la mayor parte del tiempo, el señor Flanders Petrie da clase en el University College de Londres; es profesor.
Este es el problema: tú estás estudiando Arqueología en el University College de Londres. A veces me dejas que te haga los trabajos; el último que hice fue sobre las técnicas de conservación in situ en Egipto. Los egipcios eran muy dados a aplicar una capa de yeso sobre la madera antes de pintar las escenas en ella o de emplear el pan de oro. Pero con el paso de los siglos la madera encoge y el yeso se comba. La respuesta es, sorprendentemente, aplicar inicialmente parafina caliente para fijar cada cosa en su lugar y después rociarlo con una mezcla de celuloide con acetato de amilo. Las cuentas son otra pesadilla para los excavadores. A los egipcios les encantaban las cuentas, todo tenía que llevar cuentas de colores llamativos. Una sola momia podía llevar tantos collares, pulseras y cinturones que hay miles de cuentas que recuperar de todas esas cuerdas que se han podrido. ¿Respuesta? Una fina capa de plastilina para mantenerlas juntas antes de poder volverlas a unir en el laboratorio de un museo. Los papiros hay que envolverlos en tela húmeda durante horas antes de desenrollarlos, los objetos de piedra caliza han perdido la sal, mientras que la cerámica vidriada y decorada necesita…
—Ven conmigo —me dices—. A clase de Petrie la semana que viene.
Aquí está el problema. Se me para el corazón. Literalmente. Siento cómo se para.
—No puedo salir de aquí —digo.
Como si no lo supieras de sobra.
—Podría intentar sacarte a escondidas.
Ya has estado aquí antes. Deberías saber que no es buena idea.
—Ven conmigo, Georgie, te encantará.
Lo odiaré. Ambos lo odiaremos. Pero se te ve tan entusiasmado que pareces un globo a punto de estallar.
—No puedo —digo.
—Quieres decir que no podrás.
—Habrá demasiada gente demasiado cerca de mí.
—Yo los mantendré alejados de ti.
—¿Cómo?
—Te llevaré en taxi. La clase es por la noche, así que estará oscuro y nadie te verá.
—Pero yo sí los veré a ellos.
—No, si llevas una venda.
—¿Una venda?
—Sí.
—No.
—Es lo mismo que estar dentro del armario.
—No es lo mismo ni mucho menos. No llueve dentro de mi armario. No hay otras personas dentro de mi armario.
—Quiero que lo intentes, Georgie. Quiero que pruebes el mundo de fuera.
—¿Por qué? ¿Por qué quieres que vaya?
—Porque sé que te gustará y porque… —Te mueves en la silla y puedo sentir cómo fijas tu mirada en mí, aunque yo estoy mirándote los zapatos—. Porque quiero que veas el mundo exterior.
Casi te lo cuento en ese momento. Mi secreto. El secreto sobre el tejado. Quiero que lo sepas, pero me asusta lo que vayas a decirme. Me tapo la boca con la mano.
—Por favor, Georgie —me dices, tan cálidamente que las palabras se derriten entre nosotros—, hazlo por mí.
«Por mí».
Quiero odiarte por esto, pero no puedo. Me pongo el jersey sobre la cabeza para no ver nada.
—Georgie.
—Sí.
—¿Sí vendrás?
—Sí.
La palabra está ahí, en la habitación, inmutable.
Me obligo a pensar en Petrie en lugar de en ti. Es más fácil. Me interesan sus ideas.
Además de crear la primera licenciatura en Arqueología y establecerla como una ciencia profesional, este asombroso hombre es un creyente acérrimo en la eugenesia.
Eugenesia.
Lo definen como una ciencia matemática capaz de predecir el comportamiento y los rasgos humanos. Quienes creen en ella están convencidos de que podemos mejorar la especie humana por medio de la reproducción controlada, como toros o calabazas, para que solo se reproduzcan los mejores genes.
Es una teoría fascinante.
La Sociedad Americana de Eugenesia se fundó en 1923 y sigue desarrollándose. Afirman que se ha demostrado científicamente que ciertas razas son superiores a otras, que poseen los rasgos dominantes de la inteligencia, diligencia, pureza y todas las cualidades buenas, mientras que otras son inferiores. ¿Se pueden eliminar de la raza humana las cosas malas como los crímenes, el alcoholismo, la pauperización, la epilepsia… y las enfermedades mentales?
¿Enfermedades mentales como la mía?
Sé que estoy enfermo. El doctor Churchward me lo ha contado.
En 1924 América aprobó la Ley de Inmigración, que establecía estrictas cuotas sobre la inmigración desde otros países. Incluso el presidente Coolidge afirmó: «América debe seguir siendo americana. Las leyes biológicas muestran que los nórdicos se deterioran cuando se mezclan con otras razas».
Con otras razas los eugenésicos como Petrie —y Sir Francis Galton, primo segundo de Charles Darwin, y Winston Churchill, George Bernard Shaw, John Maynard Keynes, Marie Stopes, H. G. Wells y muchas, muchas más personas prominentemente inteligentes— se refieren en concreto a las del sur de Europa, África y Asia. Esos son muchísimos países.
Sí, lo entiendo. Se trata de arrancar las malas hierbas humanas y echarlas a un lado. Deshacernos de las enfermedades sociales, purificar la herencia, eliminar defectos… Es el sueño del avance humano.
Y ¿qué viene después, profesor Flinders Petrie? ¿La esterilización?
Sé que el doctor Churchward me esterilizaría si pudiera. La idea de tal manipulación me llena de horror. No es probable que tenga hijos jamás, pero yo soy yo; esterilizarme sería dejarme completamente inútil como ser humano. Golpeo con la cabeza la puerta de mi habitación para hacerles saber que no soy inútil.
No en mi opinión.
Puedo rebatirles toda su ciencia. La eugenesia no funciona. Si funcionara, ¿por qué mis padres, dos personas inteligentes y mentalmente sanas, con una hija inteligente y mentalmente sana, me habrían producido a mí, una aberración? Algo se agita tras mis ojos. Es el suave aleteo de algo que me recorre la mente, el conocimiento de que no estoy seguro. ¿Y si mi padre deja de pagarle al doctor Churchward y este deja de medicarme? ¿Y si se cansan y deciden deshacerse de mí como de una mala hierba?
¿Qué pasaría?
Tengo que esforzarme más en ser normal. En engañarlos a todos, incluso a ti, Tim. Para engañarte a ti iré a la clase de Petrie.
Me paso todo el día temblando. Los batablanca me obligan a comer, pero vomito en la mesa una pasta de patatas aplastadas y pescado al vapor sin sabor. Corro a mi habitación y me escondo bajo la mesa, pero a las cinco en punto llegas tú y me encuentras.
—¿Listo?
—No.
—Lo prometiste.
—No puedo hacerlo.
—Sí, Georgie, sí puedes.
Me sacas de debajo de la cama, donde he contado el número de muelles tres mil sesenta veces esta tarde. Me quedo ahí, lánguido, mientras tú me inspeccionas. Me has traído un chubasquero negro con un gran cuello que colocas alrededor del mío, una capa amplia, como la que llevan los granjeros en los libros, con una capucha que bajas hasta que me cubre los ojos, y un par de guantes negros. Me gustan los guantes.
—Pareces un espía —dices.
Quiero sonreír, pero tengo los músculos de las mejillas rígidos.
—Tienes que dejar de hacer ese ruido.
—¿Qué ruido? —pregunto.
—Ese ruido.
Es como una especie de clic. Viene de mi lengua. Hago que pare.
—Ahora vamos a comprobar que el rellano está libre —dices. Echas un vistazo y me haces una señal para que vaya. Tengo los pies pegados al suelo, pero me tiras de la manga hacia la puerta.
Todos están durmiendo la siesta antes de la cena, por eso elegiste esta hora, pero sé que la puerta principal estará cerrada con llave. Ahí es donde nos quedamos parados la última vez. Solo se abre cuando llega o sale un visitante —lo cual no sucede muy a menudo— o cuando salimos al exterior para hacer los ejercicios en el jardín. Nos quedaremos otra vez en el mismo sitio. El doctor Churchward me llevará a la sala de tratamiento y me atará a la silla y me pondrá los alambres en la cabeza que hacen que mi cerebro implosione, así no tendré pensamientos y ni sabré decir mi propio nombre.
El corazón se me va a partir en dos; late con mucha fuerza y cuando se me escapa un gimoteo por la boca me miras con mala cara. Cierro los ojos pero me choco con una pared.
—¡Shhh!
Al final de las escaleras, en lugar de cruzar el enorme recibidor con su retumbante suelo de roble y sus imponentes óleos, que están ahí puestos para impresionar a los visitantes, y en lugar de girar a la derecha, hacia el comedor y la sala de estancia diurna, giramos a la izquierda.
Nunca antes había girado a la izquierda.
Empiezan a constituirse los gritos en el interior de mi cabeza, unos pegados a otros como una baraja de cartas, pero me tapo la boca con la mano.
Nunca antes había girado a la izquierda.
Me llevas por una puerta de tela verde destinada al personal y llegamos a un pasillo estrecho. Las paredes son amarillas y se inclinan hacia mí, y percibo el olor a col en ellas, años y años de col aguada. Mi aliento impregna todo el lugar y el aire se hace denso en mi garganta.
Te giras hacia mí.
—Esto es para que sea más fácil —dices, y antes de poder apartarte me pones un collar de perro de piel en la muñeca izquierda y, de repente, estoy atado a ti por medio de una cuerda fina.
Parpadeo. No soy un perro. Soy un ser humano. Siento cómo las lágrimas se me acumulan en los ojos.
—Venga, Georgie, lo estás haciendo muy bien —me dices susurrando.
Pero no lo estoy haciendo muy bien.
Tiras de la cuerda y obligo a mis pies a seguirte porque tú me lo pides, pero siento el pánico acumulárseme en las entrañas con mandíbulas de quince centímetros. Pasamos por otra puerta y llegamos a una cocina vacía. Tiene el techo alto y las paredes de color crema, pero aquí hay más aire y lo inhalo con fuerza para que se me desate el nudo que tengo en la garganta.
—Rápido, Georgie, rápido. Solo tenemos un minuto antes de que venga alguien.
Sigo a mi muñeca hasta una puerta trasera. Giras el picaporte pero está cerrado con llave. Me asalta el alivio como un ángel, brillante y cálido, porque ahora puedo correr a mi habitación de nuevo. Intento deshacer el collar con mi otra mano pero me riñes.
—No, Georgie, no.
Sacas una llave del bolsillo. Me quedo mirándola. Voy a morir. Lo sé.
—¿Cómo? —pregunto.
—¡No grites! Qué más da cómo tengo la llave, la cuestión es que la tengo. —La metes en la cerradura y la giras.
—¿Cómo?
No me moveré hasta que me lo expliques, y lo sabes.
Suspiras.
—He estado tonteando con una de las empleadas, así que he podido hacer una copia. —Te encoges de hombros como si no tuviera importancia.
Pero sí que tiene importancia. Tus palabras impactan contra los gritos de mi cabeza y abro la boca para dejar salir todo el dolor, pero en ese mismo momento abres la puerta de par en par y la oscuridad me envuelve la cara. Me sacas fuera y la misma oscuridad me engulle.
Voy a morir.
—Vamos bien, Georgie, vamos bien. Intenta no hacer ese ruido.
¿Qué ruido? El único ruido que oigo es el de la oscuridad caminando a rastras por el suelo de gravilla para llegar hasta mí. Nunca he salido de noche. La oscuridad siempre ha existido de manera segura al otro lado del cristal de mi ventana, pero ahora estoy respirándola e introduciéndola en mis pulmones, y ya nunca más se irá.
—Bien hecho, Georgie. —La cuerda me tira de la muñeca—. La puerta trasera está al final de este camino y tengo un taxi esperándonos al girar la esquina. —Otro tirón, esta vez más fuerte—. Venga.
No me muevo.
—¿Quieres que te vende los ojos? —me dices en voz baja.
Mi mente se escinde. No. Venda no. Una pequeña esquirla de mi cerebro sigue funcionando. Camina. Si camino, no habrá venda.
Un pie, el otro pie, un pie, el otro pie. Los observo a través del aire oscuro. Estoy caminando. Una puerta que no había visto nunca antes se materializa frente a mí.
—Georgie Kenton, ¿qué estás haciendo ahí fuera?
La voz retumba en la oscuridad. Siento un tirón fuerte en la muñeca. El corazón me explota en el pecho y algo frío, duro e inerte ocupa su lugar.
—¡Georgie! ¿Qué estás haciendo ahí fuera?
Es el doctor Churchward.
—Voy a sacarlo un rato esta noche —le dices—. Estará de vuelta en unas horas, no se preocupe.
Estás tan calmado y muestras tan poco temor… Te quiero tantísimo…
—No está permitido, señor Kenton, como muy bien sabe. —La mano del doctor Churchward está agarrando el centro de la cuerda—. Venga, Georgie, vuelve dentro.
Su rostro es blanco, flota en la oscuridad, y su voz es suave, pero ya he oído esa suavidad antes. Antes de las agujas, antes de la sala de tratamiento. Es la suavidad del hielo antes de romperse y hacerte caer en las aguas gélidas que hay bajo esa superficie. Me acerco a él y le golpeo el pecho con el puño derecho. Él emite un sonido extraño. Sus rodillas se tambalean y cae al suelo doblado como un trozo de papel. Golpea el suelo.
Me vitoreas bulliciosamente y me llevas hasta la puerta. Me haces correr. Nunca he corrido, al menos no lo recuerdo, pero mis piernas lo hacen realmente bien y me sorprenden. Mientras estoy corriendo noto un dolor punzante en el puño y me gusta, pero entras en el asiento trasero de un coche y me metes a mí después.
Inmediatamente sé que aquí es donde voy a morir. Es pequeño y apretado, y me comprime. Todos los gritos que había en mi cabeza se liberan con un gran rugido. El coche se resiente. Grito más fuerte. Mis miembros se chocan con todas las partes del coche, con los asientos malolientes, con el cristal, contigo, y no puedo hacer nada por evitarlo.
—Para, Georgie. Venga, venga, estás a salvo conmigo.
Intentas mantenerme quieto, pero soy más fuerte que tú. Me agito violentamente y de mi boca salen sonidos estridentes.
—Demonios, jefe, no voy a llevar a esa cosa a ningún sitio, está loco —grita un hombre desde el asiento del conductor—. Sáquelo de mi coche.
No soy una cosa.
La puerta que hay junto a mí se abre repentinamente desde fuera y hay una figura en el exterior. Estoy atrapado entre el interior contigo y el exterior con él. La oscuridad va ganando y le grito.
—Venga, vamos, Georgie, ya está bien.
La figura es el doctor Churchward. Creía que lo había matado. Me coge por la muñeca y siento esa punzada familiar en mi piel.
La aguja es siempre mi muerte.
El grito se desvanece. Espero. Sé lo que viene después. La parte superior de mi cabeza se abre y me sacan el cerebro, así que mi cráneo se queda frío y vacío. La oscuridad húmeda se introduce en él.
—¿Te gustaría volver a tu habitación ahora, Georgie? —me pregunta el doctor Churchward, pronunciando cada palabra muy lenta y educadamente.
Asiento.
—Bien, vamos, entonces.
—No, Georgie, no vayas, quédate con…
Pero me miras a la cara y las palabras se detienen. Miras la aguja que tiene en la mano.
—¿Qué le ha hecho?
El doctor Churchward me quita el collar de la muñeca.
—Joven —te dice—, no entiende su condición si cree que puede sacarlo a pasear por la noche sin causar el menor trauma. Esperaba más de usted.
Me saca del coche y volvemos a la puerta. Tú nos sigues. Hay algo que quiero decirte, pero no encuentro mi lengua en ningún lugar de mi cabeza. Cruzo la puerta tambaleándome, pero se cierra delante de ti, obstruyéndote el camino. He perdido la capa.
—Señor Kenton —te dice—, si vuelve a ocurrir algo parecido voy a tener que prohibirle las visitas. Y ambos sabemos lo que eso le supondría a él, ¿verdad?
No dices nada. Tienes los hombros caídos y pareces más pequeño, como si la oscuridad se hubiera comido un trozo de ti. Tienes la mirada fija en mí y, por un breve instante, se cruza con la mía.
Me sonríes y me lanzas un beso.
—Buenas noches, Georgie. Que duermas bien.
Nunca volvemos a hablar de esto.