9
Chamford Court no era lo que Jessie se esperaba: una mole victoriana pretenciosa construida por un mercante local que había hecho su fortuna gracias a la madera o a la extracción del metal en el siglo anterior; una casa imponente para impresionar al gentío de la zona, sólida y deprimente. Eso era lo que Jessie esperaba encontrarse allí, y no tenía paciencia alguna con la mala arquitectura; la ponía de los nervios, era como pasarse un papel de lija por los dientes. Sin embargo, mala arquitectura no fue exactamente lo que encontró.
Entró en el pueblo de Lower Lampton, un cúmulo de casitas de ladrillo rojo en el que las últimas rosas de la temporada donaban sus pétalos al frío viento de octubre. Preguntó en el pub y le indicaron que debía ir por un callejón, pasar por la iglesia y subir una cuesta.
—Está como a un kilómetro y medio de la ciudad —le dijo el encargado.
«¿Ciudad? ¿A este agujero lo llama ciudad?».
—No tiene pérdida —añadió entre risas—. Tiene portones.
Y tanto que tenía portones. De siete metros de altura, hierro forjado y pilares de piedra maciza a ambos lados. Había un arco que unía ambos lados y un enorme ciervo de piedra rampante sobre este, pero en realidad toda la entrada estaba en ruinas. El óxido y las malas hierbas se habían adueñado de ella, con lo que el ciervo parecía estar asfixiado por la hiedra, y las puertas, que estaban abiertas, pendían de un hilo en una de las bisagras. Tras ellas, un largo camino lleno de baches formaba una línea recta como una vara que atravesaba la zona de pastos y desaparecía por detrás de una arboleda de hayas que susurraba y emitía sus quejidos al viento. Se imaginó a Tim llegando a aquel lugar, oyendo los susurros y las voces de su cabeza, con el corazón latiéndole frenéticamente.
Pisó el acelerador y recorrió la entrada para coches.
La casa estaba situada sobre una colina de poca altura al otro lado de la arboleda de hayas, oculta a la vista desde la carretera. Era una refinada mansión georgiana con elegantes columnas y un frontón ornamentado y de perfectas proporciones. Era el tipo de edificio que incluso en un día gris como aquel resplandecía como el sol para Jessie; la belleza de sus líneas hacía que su piel brillara y que su corazón se apaciguara ante la satisfacción de la visión.
Sin embargo, y al igual que las puertas de entrada, la construcción estaba envuelta en un paño de deterioro y descuido, y las malas hierbas habían colonizado el tejado y caían por las canaletas. La pintura estaba descascarillada; las ventanas de la planta superior, tapiadas con un manto de musgo y hiedra que cubría la pared orientada hacia el norte. Peor, mucho peor, estaba el ala este de la casa; el fuego la había destruido por completo y lo único que quedaba de ella eran los ladrillos ennegrecidos que emergían del suelo como dientes podridos. Las ortigas y los saúcos se habían hecho con el poder de la zona, así que el incendio no debía de ser reciente. Jessie tenía la sensación de que el tiempo se había detenido, de que todo el lugar estaba aguantando la respiración y de que los árboles y los campos aguardaban el momento apropiado para trepar y reclamar su posición en la colina.
Aun así, a medida que se acercaba a la casa se abrían ante ella prados verdes y frescos con la precisión de una mesa de billar a cada lado del camino. Un jardinero con un delantal de piel atendía un rosal inmaculado, y levantó la cabeza cuando el coche pasó por su lado. Jessie aparcó frente al pórtico de columnas y subió los escalones principales mirando hacia atrás para contemplar una vez más las vistas desde aquel lugar. Chamford Estate se extendía como un resplandor de sombras rojizas y ámbar.
Levantó la mano, tocó el gran timbre de latón y esperó. Mientras tanto, inspeccionaba la pesada puerta de madera y sentía cómo el viento frío le helaba la nuca. No oía nada dentro. Suponía que el timbre sonaría en algún lugar en el corazón de la mansión, pero por si acaso llamó con el puño a la puerta.
—¿Puedo ayudarla?
La voz masculina que le habló desde detrás la sobresaltó. Se giró rápidamente y vio al jardinero con la pica en la mano.
—Estoy buscando a Sir Montague Chamford —dijo ella.
—Soy yo.
—¿Usted?
—Sí, pero no me llame Sir Montague o tendré que ir a ponerme el esmoquin y coger el reloj de bolsillo de oro. —Se rió por lo que él mismo acababa de decir y Jessie tuvo la impresión de que era el tipo de persona que solía refugiarse tras la risa.
Él, como su casa, no era lo que esperaba. No tenía una barriga oronda ni llevaba un chaleco manchado de ceniza de cigarrillo. No tenía bigote ni contaba más de treinta y cinco años, y poseía una cabellera castaña sana sobre unas facciones angulosas que portaban el semblante de generaciones de crianza selectiva. Era alto y tenía los brazos inusualmente largos, como si se los hubiera pedido prestados a otra persona, pero incluso vestido con un grueso suéter y el delantal de piel parecía desnutrido.
—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó con cortesía.
—He venido para informarme sobre una sesión de espiritismo que creo que se organizó aquí la semana pasada. El viernes quince, concretamente.
Hasta el momento, el hombre había estado dos escalones por debajo de Jessie, apoyado sobre su pica de un modo relajado y mirándola como si estuviera a punto de realizar una voltereta o fuera a sacar un conejo del bolsillo para diversión de la joven. Sin embargo, la expresión «sesión de espiritismo» echó por tierra toda la educación cristalina que había estado ejerciendo. De repente sus miembros se tensaron. Subió los escalones y abrió la puerta sin mediar palabra, sino haciendo un simple gesto con la cabeza para indicarle a Jessie que pasara al interior de la casa.
Ella entró tímidamente y se encontró en un recibidor de techos altos que apestaba a ratones y a alcantarilla. Los muebles eran de roble oscuro y le conferían a la estancia un aspecto lúgubre; parecían datar de mucho antes que el edificio, pero Jessie no se fijó en ello. Estaba demasiado ocupada siguiendo al señor no me llame Sir Montague por un laberinto de pasillos fríos, pegada a sus talones, atravesando salas vacías con altos techos ornamentados y estatuas llamativas en las que retumbaban los pasos de ambos. Pasaron por delante de pinturas al óleo tanto de calidad como pobres, rostros que colgaban como fantasmas en las paredes, y llegaron a una amplia y cómoda cocina. Con mucha diferencia, era la única habitación cálida de la casa.
Una mesa de refectorio se extendía en el centro de la estancia hasta la chimenea, donde ardían los troncos tras una rejilla de hierro, impregnando el aire del olor a madera de manzano. Al entrar, un border collie salió de su cesta junto al fuego y apoyó la paletilla contra la pierna de su dueño, mirando a Jessie con unos ojos marrones que desprendían inteligencia y que eran mucho más amables que los de Sir Montague Chamford. Este había cruzado los brazos firmemente sobre el pecho y la estudiaba con aire de sospecha.
—Así que —dijo educadamente— asumo que es usted otro de los periodistas que viene a husmear de nuevo para desenterrar alguna historia. Bueno, le puedo decir ya que aquí no hay nada que encontrar. Sí, hay ciertas personas de importancia que en ocasiones vienen, pero esos son asuntos privados que…
—Estoy buscando a mi hermano.
—¿Cómo dice?
—Timothy Kenton.
El caballero frunció el ceño y el perro emitió un leve gruñido.
—Mi hermano es Timothy Kenton. Estuvo aquí el viernes pasado.
La relajación fue sutil. Sin embargo, Jessie se dio cuenta del detalle porque los miembros del hombre estaban menos rígidos y se atisbaba una sonrisa en la comisura de su boca.
—Bien, señorita Kenton, al parecer me he equivocado con usted.
—Sí, Sir Montague, eso parece.
Por un breve instante se percibió un pulso de poder entre ambos, el uno calculando la posición del otro, hasta que él decidió alargar la mano.
—Por favor, discúlpeme —dijo con una sonrisa embaucadora.
Jessie inclinó la cabeza y aceptó el saludo y la silla que le ofreció para sentarse junto a la mesa. Él se sentó enfrente.
—Hábleme de su hermano.
—Vino el viernes día quince para asistir a una sesión de espiritismo.
Ella esperaba que lo negara al instante. ¿Una sesión de espiritismo? ¿Aquí? Eso es absurdo. Sin embargo, asintió.
—Es posible —dijo.
—Así que lo conoce.
—No, no he visto a su hermano en mi vida. Es cierto que de vez en cuando se realizan sesiones de espiritismo aquí, pero yo no conozco a los asistentes —dijo sin darle más importancia al asunto, como si fuera la cosa más normal del mundo que se realizara una actividad tal en la casa de uno, y acarició la oreja de su perro, consiguiendo que este le lamiera la muñeca—. Debe entender que a aquellos que buscan a los espíritus les gusta venir a este lugar. Al parecer, esta casa parece fundirse con el ectoplasma. —Movió una mano en el aire—. Los espíritus entran y salen de aquí como si esto fuera Charing Cross Station. Hay más espíritus que ratas en las cloacas, por lo que se ve.
Rio y le ofreció a Jessie una copa de jerez, que esta rechazó amablemente.
—No creo en los fantasmas —le dijo Jessie—. Creo en las personas tangibles, a las que uno puede conservar.
—Como su hermano, quiere decir.
—Timothy es de carne y hueso, sí. No puede desvanecerse. Sin embargo, está desaparecido desde que vino a la sesión.
El hombre se inclinó hacia ella, intrigado.
—¿Se ha desvanecido en el aire como uno de mis espectros?
—No. —Jessie dio una fuerte palmada en la mesa, provocando que el perro se sobresaltara—. No tiene nada que ver con sus espectros, así que ¿podría decirme qué ocurrió aquí aquella noche de viernes?
Sir Montague no mostró signo alguno de ofensa. Era un aristócrata de los pies a la cabeza, con pómulos prominentes y un cierto aire de tolerancia, como si estuviera acostumbrado a los gestos groseros de los campesinos. La miró con dureza y sus lánguidos ojos marrones la examinaron de un modo que no tenía nada que ver con la indiferencia. Sus largos miembros permanecían relajados y su boca seguía sosteniendo la curvatura de la diversión. Sin embargo, Jessie no se dejó impresionar; no había ni el más mínimo atisbo de diversión en aquellos ojos que tenía enfrente.
—Está realmente preocupada, ¿cierto?
—Le he dicho que he venido hasta aquí para encontrar a mi hermano.
—Ya veo.
Durante unos segundos el silencio invadió la estancia. Se quedaron mirándose el uno al otro mientras la lucha muda tenía lugar, y fue el propietario de la casa quien dio primero su brazo a torcer, llevándose la copa de jerez a los labios.
—Veamos qué podemos hacer, ¿le parece? —sugirió.
—¿Sabe qué ocurrió en la sesión?
—No tengo ni idea. Siento decepcionarla, pero ya se lo he dicho, yo no estuve aquí. No, no se desaliente; eso no significa que no pueda averiguarlo.
—¿Quién más estuvo aquí aquella noche? Los otros asistentes, quiero decir.
—Hay una sola persona que nos puede dar esa información.
—¿Quién?
—Madame Anastasia.
—Y ella es…
—La médium que dirigió la sesión.
Lo dijo de un modo muy formal, como si estuviera hablando de un tribunal en lugar de un grupo de personas necesitadas que buscaban fantasmas. Jessie se puso de pie.
—Ella es la persona con quien debo hablar. ¿Tiene su dirección o su número de teléfono?
Para su irritación, Sir Montague puso la silla sobre las dos patas traseras y se balanceó con aire indolente mientras la observaba a través del cristal de su copa.
—Vaya más despacio, señorita Kenton. Madame Anastasia no es una persona fácil de encontrar; es una criatura extremadamente celosa de su privacidad.
—Sir Montague, escúcheme. Mi hermano, Timothy, ha desaparecido. Eso puede no significar nada para usted, pero para mí sí. Necesito hablar con esa tal Madame Anastasia, y necesito hacerlo ahora. Por favor, dígame dónde puedo encontrarla.
Jessie percibía que Sir Montague era reacio a proporcionarle tal información y eso le molestó aún más. Quería arrancarle esa expresión lánguida de la cara y hacerle sentir la oscuridad que acechaba en los rincones carbonizados de su casa.
—¿Su dirección? —volvió a requerir Jessie.
Lentamente, el hombre se puso de pie.
—Madame Anastasia siempre está ocupada con sesiones de espiritismo los sábados —le dijo—, así que hoy no la encontrará en casa. Podría estar en Manchester o en Maidenhead, o quizás incluso podría haber viajado hasta Cornwall, por lo que sé de ella.
—¿Y los domingos? ¿Estará en casa mañana?
—Sí, mañana sí.
A Jessie le sorprendió que aquel hombre supiera tanto sobre los hábitos de la médium. ¿Cómo de cercano, se preguntaba, sería su vínculo con aquella mujer?
—Entonces iré mañana para interrogarla —dijo—. Lo único que necesito es que me dé su…
—No.
—¿Disculpe?
—Digo que no. Yo mismo la llevaré.
—No es necesario.
—Creo que descubrirá por usted misma que sí lo es.
De nuevo se hizo un silencio incómodo en la sala que levantó un muro, ladrillo a ladrillo, entre ambos. Jessie no estaba dispuesta a emplear más esfuerzos en discutir sobre aquel asunto.
—A las diez de la mañana, entonces —dijo—. Aquí estaré a esa hora.
La mano del hombre acarició las orejas lustrosas del perro con la misma naturalidad que si fueran las suyas propias.
—Mejor a las dos. Madame Anastasia no pone un pie fuera de la cama antes del mediodía. No olvide que habrá pasado un sábado frenético luchando contra sus espíritus y sus clientes impertinentes. Dejemos que la pobre mujer descanse antes de que usted la asedie con preguntas.
A Jessie no le gustó nada aquello último, cómo había conseguido convertirla en la mala de la película.
—A las dos, entonces. —Asintió y se dirigió a la puerta de la cocina, pero él llegó antes que ella y se la abrió con cortesía.
—¿Podría ver la sala donde tuvo lugar la sesión de espiritismo, por favor? —preguntó Jessie.
—No hay nada que ver —dijo él, pero se encogió de hombros y la condujo hacia el recibidor principal, con el escudo de armas de la familia y la escalinata serpenteante.
Abrió una pesada puerta de roble para desvelar una sala preciosa de dorados techos altos que resplandecía, llena de luz y brillo. Las elevadas ventanas que daban al camino de entrada a la casa estaban cubiertas por cortinas de color morado y dos mesas circulares ocupaban el centro de la sala, una mayor y la otra más reducida, cada una rodeada por elegantes sillas de estilo reina Ana.
—Aquí es donde tuvo lugar. Como ya le dije, no hay nada que ver.
Jessie podía imaginarse a Tim sentado en una de esas mismas sillas —¿cuál de ellas?— con el corazón deseoso de conseguir algo que no tenía. ¿Qué sería? ¿A quién estaba buscando con tanto ahínco?
—Sir Montague, ¿por qué hace esto?
—¿Hacer qué?
—Las sesiones.
Él le sonrió con verdadera diversión en aquella ocasión.
—¿Por qué cree usted que lo hago? Pues por dinero, claro. La gente paga grandes sumas por compartir un espíritu o dos con los ancestros de un edificio y un linaje como estos.
—¿Tan mal le van las cosas?
—Bastante mal, para ser honestos.
Ella siguió observando una de las mesas en busca de la huella que pudiera haber dejado su hermano en la seda verde de su asiento.
—¿Por eso están las habitaciones tan vacías? —preguntó.
No había muebles, ni decoración, ni elegante porcelana o plata de primera ley.
El hombre se encogió de hombros y Jessie sintió pena por él, por la delgadez de sus miembros y el vacío de sus gestos despreocupados.
—Todo vendido para reparar el tejado —le contó—. Estoy empezando ahora con los cuadros. Acabo de vender un Watteau en Sotheby’s. Malvendido, pero bueno.
Jessie se giró para analizarlo.
—Tenía suerte de tenerlo. —Pensó en los hombres que había viviendo en el apartamento de Archie, aquellos que llevaban las gorras planas y tenían las barrigas aún más—. La mayoría de las personas no han visto en su vida un Watteau, y por supuesto no lo han tenido en su poder.
Él le dedicó un educado gesto de asentimiento.
—Afortunado. Ese soy yo, un hombre afortunado en su hogar afortunado, tanto como un trébol de cuatro hojas envuelto en una pata de conejo.
Jessie no quería pasar más tiempo en la sala; no con las palabras de su acompañante meciéndose en el aire.
Salieron al camino principal, donde la gravilla crujía bajo los zapatos. Alrededor de ellos, el estado se extendía por prados ondulantes y sombrías arboledas a través de las cuales pudo contemplar la superficie plateada de un lago. Se preguntaba cómo sería crecer en un lugar así, en el que uno era el amo y dueño de todo. ¿Le haría creer que era el centro del universo? Eso opinaba Jessie. Como mínimo, el centro del universo propio.
—¿Qué desastre ocurrió aquí? —preguntó Jessie.
En un abrir y cerrar de ojos, la mirada de su acompañante se oscureció y Jessie percibió la agitación interna que el hombre estaba sufriendo. Se desvaneció al instante y, en su lugar, apareció de nuevo la sonrisa irónica mientras señalaba el ala este de la casa.
—¿Se refiere a nuestro… rediseño estructural?
Ambos contemplaron los restos ennegrecidos que tenían a la izquierda, las paredes de piedra y ladrillo carbonizadas y cubiertas de hiedra y enredadera. Ella se quedó mirando con tristeza la sección ruinosa de la mansión. Bajo la tenue luz del atardecer de octubre, se veían las cuerdas de neblina arrastrándose desde la lejanía del lago con el sigilo de un ladrón.
—¿Cuánto tiempo hace del incendio? —preguntó Jessie.
—Tres años.
—¿Qué ocurrió?
Él apartó la mirada de la deprimente visión de la belleza hecha trizas y rio desenfadado. La reacción estuvo completamente fuera de lugar, pero Jessie supo que eso formaba parte de la armadura de aquel hombre para distraer la atención de sus palabras.
—Mi padre, el anterior y deplorablemente extravagante Sir Montague Chamford, decidió incinerarse a sí mismo. Un poco drástico, ¿no cree? Las deudas del estado eran tan insalvables que pensó que era hora de marcharse. El tema… —su sonrisa adoptó una cualidad fija, como si la tuviera cosida a la boca— es que creyó que si moría, yo, como heredero suyo, obtendría al menos el dinero del seguro. Viejo tonto… Suicidarse quemándose vivo no paga las deudas, ¿sabe?
—Debió de ser terrible para su madre.
—Intentó salvarlo y murió entre las llamas; el pelo le ardía alrededor de la cabeza como un halo infernal. —No alteró la sonrisa, pero había algo en sus ojos que sí se había tornado desesperado, fuera de control.
—Lo siento mucho —murmuró Jessie.
—No lo sienta. No es su problema.
No lo dijo de mal modo, sino como un hecho. Jessie caminó hasta su Austin Swallow manchado de barro y abrió la puerta. Las maneras de aquel hombre eran impecables; seguía llevando puesto el suéter grueso, pero se había desprendido del delantal de piel, así que parecía aún más delgado; sus piernas eran largas y enjutas como escaleras.
—Mañana a las dos —le recordó Jessie.
Subió al coche y, justo cuando estaba a punto de arrancar, él se acercó y le habló a través de la ventanilla.
—Espléndido. Lo estoy deseando. No se olvide de traer la tabla de güija.
—Muy gracioso.
Al salir por el camino, su risa dibujó una estela en la luz púrpura de la tarde.
Así que ya se acabó. Las mentiras y todo lo demás.
Montague Charles Gaylord Chamford inhaló aire profundamente hasta el fondo de los pulmones mientras permanecía de pie en los escalones de su casa y contemplaba cómo se alejaba el pequeño coche por el camino de entrada. El humo salía del estrecho tubo de escape como un chorro de agua, y no le sorprendió el modo que tenía aquella mujer de conducir; era igual que su modo de andar, lleno de energía y propósitos. Durante un instante se permitió fantasear con cómo sería meterse en el asiento trasero del coche y escapar de aquel lastre chamuscado que le colgaba pesadamente del cuello.
Había disfrutado de su charla con la señorita Kenton, quien había traído un nuevo aire lleno de vida a Chamford, aunque su llegada hubiera conseguido ponerle los vellos de punta en primera instancia; salió de la nada como la mala conciencia. Algo parecido a una sonrisa se dibujó en su rostro y observó cómo la neblina se arrastraba sobre su barriga para salir de entre los árboles y dirigirse a la casa mientras él seguía recordando el modo en que la señorita Kenton le había aguantado la mirada, fijamente, y cómo las motas de color azul marino salpicaban el iris de sus ojos. Recordó cómo su rostro reflejaba la concentración mientras escuchaba, cómo olvidaba parpadear cuando estaba abstraída en la conversación y se levantaba el peso del cabello de la nuca.
Con todo y con eso, lo había creído; de eso estaba seguro. Era una joven que parecía, imprudentemente, poseer tan poca astucia y malas artes en su corazón como para no poder reconocerlas en los demás. El día siguiente podría no ser tan malo como pensaba, sobre todo si Nell mantenía el turbante bien fijo sobre la cabeza.
—¡Coriolanus! —gritó repentinamente al aire húmedo.
El perro corría como un rayo por el prado tras un conejo lo suficientemente incauto como para salir de entre las sombras hacia un terreno con tréboles, pero el collie se detuvo en seco y dio media vuelta ante el sonido de la voz de su amo.