30
Jessie se despertó. Se quedó muy quieta boca arriba en la oscuridad con los ojos cerrados. Había entrelazados con su cuerpo unos miembros cálidos y el olor de Monty se desprendía de la almohada y de su piel. El peso sólido de la felicidad estaba sentado sobre su pecho como un gato.
Movió un pie, lo suficiente como para asegurarse de que los largos huesos que la acompañaban eran reales y no formaban parte de un sueño. Porque había estado soñando con él. Había sido un sueño agradable en el que navegaban el río Nilo en un pequeño barco, ella con la cabeza reposada en el regazo de él, pero el barco estaba rodeado de pilluelos callejeros que luchaban por salir de las aguas marrones del río y subir al barco. Elevaban sus bracitos finos como palillos y gritaban: «Baksheesh!». Monty los estaba apartando del barco uno a uno como si fueran peces no deseados cuando Jessie se despertó.
Estaba sonriendo sin siquiera darse cuenta de ello. Estaba sonriendo en el sueño porque el recuerdo de la noche seguía vivo en su mente. El tacto de sus dedos grabado en su piel, el sabor de sus labios marcado en su lengua, la sensación de él en su interior creando un ardor tan intenso que parecía derretirle los huesos. Ahora los mismos huesos parecían dúctiles, maleables y deformes sobre la cama, con una sensación de letargo que era completamente nueva para ella. De hecho, cayó en la cuenta de que ella era nueva para sí misma. Una persona que no se despertaba alerta y vigilante, una persona que no llevaba el miedo a que la hirieran en el bolsillo como otra gente lleva un reloj. Una persona que no se planteaba el riesgo que conllevaba acercarse demasiado. Era una nueva Jessie, una Jessie que la hacía sonreír.
Claro que había tenido a otros amantes en el pasado. A los veintisiete años, la mayoría de sus amigos —excepto Tabitha— ya estaban casados y rodeados de pañales, para gran disgusto de su madre, pero aquello no le llamaba la atención a Jessie en absoluto. Cuando alguien, como por ejemplo Alistair en Londres —que seguía esperando su paseo por los jardines de Kew— intentaba meterse bajo su piel, ella sacaba el cartel de Cerrado por reformas y se apartaba. Lo sabía. No le gustaba, pero no podía evitarlo.
Hasta ahora. Hasta aquel momento de felicidad que reposaba sobre su pecho. Cuando creía que lo había perdido la noche anterior, pensaba que iba a abrirse en dos por el dolor y cubrir el suelo de mármol de sangre. Algo le había ocurrido en el momento en que había puesto un pie en Egipto, como si sus vientos cálidos y sus arenas cambiantes le hubieran quitado la cáscara. Sentía una palpitación bajo las costillas cada vez que pensaba en él, en su piel contra la suya y su tobillo alrededor del de él, ambos balanceándose al unísono.
Abrió los ojos. Él la estaba observando en la oscuridad; Jessie pudo ver el resplandor de sus ojos, pero no atisbaba la expresión concreta entre las sombras.
—Hola —susurró.
—Hola.
—¿No puedes dormir?
—He estado pensando.
Ella se giró en la cama para ponerse frente a él.
—Suena serio.
—Lo es. Creo que deberías volver a Inglaterra y dejarme seguir con la búsqueda a mí solo.
—No. —Le rodeó la cadera con su pierna—. No voy a irme de Egipto y no voy a dejarte a ti aquí.
Monty le acarició el cuello con los dedos y ella apenas pudo tragar.
—Es demasiado peligroso —dijo él.
—No quiero que te hagan daño. Me necesitas.
—¿Ahora necesito que me cuides tú a mí?
—Exacto.
Los dedos de Monty descendían poco a poco.
—Te necesito mucho más allá de eso que dices —murmuró tan bajito que las palabras apenas cruzaron el espacio entre ambos—. Pero quiero que estés en algún lugar seguro.
—Lo estoy.
«En Egipto, en tu cama, contigo».
Su aliento se posó en los labios de Jessie, pero no discutió más.
—Lo que tenemos que descubrir —prosiguió él— es qué es lo que está haciendo Tim aquí.
—No me importa lo que esté haciendo, lo que necesito es encontrarlo.
Sus manos recorrían el pecho de Jessie con caricias suaves.
—La respuesta más obvia es que está metido en algo de antigüedades egipcias, dada su experiencia —dijo Monty.
—Estoy de acuerdo. —El pulgar de Monty acarició su pezón, enviando ráfagas de fuego hasta su ingle—. Que sea legal o no, no me importa. Me ha dejado un rastro para que lo siga y eso solo puede significar que quiere que esté aquí, que necesita mi ayuda. Así que mañana empezaremos por el Museo de Antigüedades Egipcias, donde se encuentra la corona del rey y donde la máscara mortuoria de Tutankamón está…
—Shhh, no pienses en mañana —le dijo él, y le besó los párpados.
Su mano comenzó a descender más abajo formando suaves y delicados círculos, y Jessie pudo sentir el progresivo arrebato de la determinación y el deseo de su amante. Se sorprendió al emitir un grito ahogado de placer que nunca antes había escuchado de sí misma. Sus caderas luchaban contra él mientras entregaba su lengua al sabor salado de la sal de su pecho. Todo su cuerpo estaba hambriento de él, como si hubiera estado agonizando toda su vida. De nuevo hicieron el amor, concediéndose todo el tiempo del mundo mientras la oscuridad se extendía a su alrededor. Sus manos y sus bocas se tocaban y exploraban para aprender las curvas y las ondulaciones más íntimas del otro. Descubrieron lugares secretos que revelaban espasmos deliciosos y un ansia feroz.
En el momento de ardor final en el que él se arqueaba sobre ella y todo su mundo se restringía a ese preciso fragmento de tiempo, Jessie sintió cómo el escudo que había estado construyendo tan minuciosamente en torno a ella misma se desvanecía convertido en cenizas. Mientras yacía tranquilamente en sus brazos después, los cuerpos de ambos cubiertos de sudor y el corazón desatado contra las costillas, Jessie supo que algo poderoso y vital se había forjado entre ambos. Quería llamarlo amor. Quería llamarlo verdadero. Pero aquellas palabras eran demasiado grandes. Demasiado sólidas. Seguían asustándola. Así que decidió llamarlo creencia. Creía en aquel hombre. Eso serviría por el momento.
Jessie regresó a su habitación justo antes del amanecer y se dejó caer en la cama. Estiró los brazos y las piernas y sonrió al techo, en el que había una mosquitera colgada de un aro de metal. Por una vez se permitió que su mente viajara sola, sin esfuerzo alguno, como una de las falúas del Nilo, hacia las posibilidades que se le presentaban.
Cerró los ojos y dejó las manos reposar como pájaros sobre las sábanas. La inmensidad del amor era algo contra lo que había estado luchando toda su vida, pero no ahora; no esta vez. Intentó comprender qué había pasado, qué había sido diferente, pero no lo consiguió. Excepto, quizás, que Monty había hecho que dejara de querer salir corriendo.
¿Sería Egipto? ¿Por qué sería que la basura y los escombros habían desaparecido completamente de su mente de modo repentino, como si hubieran quedado atrapados en el tamiz de malla metálica de Tim? ¿Yacía aún allí enterrado el poder de los dioses ancestrales? ¿O se debía a que la cualidad del tiempo era diferente? De algún modo, se trataba de una dimensión distinta que levantaba un velo entre el entonces y el ahora, entre el pasado y el presente. Sin previo aviso, había sacudido los cimientos de Jessie.
La gran pirámide de Keops se elevaba hacia el intenso cielo azul. Jessie retrocedió tras la ventana, impresionada. La Gran Pirámide, la más antigua de las siete maravillas del mundo, parecía estar a un tiro de piedra de su balcón. Era desconcertante e incomprensible. Era inmensa. Durante miles de años había sido el objeto de mayor altura hecho por el hombre en todo el mundo, hasta que se erigió la Torre Eiffel en 1889.
Consistía en una masa casi completamente sólida de piedra caliza que cubría unas seis hectáreas y se elevaba sobre la llanura de Guiza, a un paseo del hotel, sobre una ladera de pedregal. Se trataba de una construcción majestuosa blanqueada por el sol, que desafiaba la razón humana y denigraba todo lo demás. A aquella hora en la que el aire era más fresco, los humanos la recorrían como hormigas escalando el Everest, como diminutas criaturas insignificantes. Únicamente el desierto, con sus infinitas extensiones de arena y roca chamuscadas al sol hasta el horizonte y más allá, podía hacer sombra al inmenso monolito.
No obstante, fue el aroma del desierto más que la visión de la pirámide lo que cautivó a Jessie. Era un olor que la perseguiría en sueños y le susurraría secretos ancestrales al oído por las noches. El aire de la llanura era claro y chispeante al entrar en sus pulmones, y se detuvo a observar los dedos del sol de la mañana bañar lo que parecía un lateral de la pirámide pintado de oro. En el lado opuesto, una enorme sombra de color morado yacía encorvada a los pies de la pendiente como un perro guardián dormido. Durante un segundo, Jessie se estremeció ante la visión.
«Desayuno» —se dijo a sí misma.
—Bien, joven señorita, ¿decidida a salir ahí fuera y oler las rosas por fin?
Era la señora de Londres, la alta del tren que se hospedaba en el Shepheard’s, pero aquí estaba, en el Mena House, desayunando con Monty.
—Qué agradable sorpresa, señora Randall.
—Llámeme Maisie, querida. Ya no hay ningún señor Randall, Dios guarde en su gloria su alma deslustrada, pero no voy a permitir que eso se interponga en mi camino. —Se rió entre dientes y dio un sorbo al café, con el dedo meñique extendido como un mástil de un modo muy femenino—. Aquí estoy con su Sir Montague debatiendo qué ver primero. Parece que estuvieran invitando a algo allí. —Señaló las pirámides.
Pero Jessie miró a Monty, que no le quitaba los ojos de encima.
—¿Has dormido bien? —le preguntó con calma.
—Muy bien, ¿y tú?
—Estaba un poco inquieta.
—¿Y qué te apetece?
—¿Cómo?
—Para desayunar, me refiero.
Jessie se sonrojó al instante.
—Claro.
Pidió té y sandía con yogur y miel. Estaban sentados en la terraza descubierta del hotel junto a otros tantos huéspedes. Era un establecimiento popular entre los turistas que visitaban las pirámides cada temporada desde que Howard Carter desencadenó la pasión por el tema egipcio y la agencia de viajes Thomas Cook comenzó a ofertar viajes regulares a Oriente Medio, convirtiendo así El Cairo en un destino de moda.
—Un bonito lugar este —observó Maisie, contemplando los lujosos jardines del hotel y el incongruente curso de golf que tenía lugar en medio del desierto.
Allá donde mirara aparecían egipcios con sus turbantes y sus túnicas de rayas dirigiendo mangueras hacia los arbustos de acacias y las abundantes plantaciones de buganvilla y mimosa. Era un islote de verdor en medio de un gran mar ocre.
—Sí, es muy bonito —confirmó Jessie.
Tenía que controlarse mucho para no quedarse embobada mirando a Monty mientras este se fumaba pausadamente un cigarrillo, respondiéndole con el pelo cobrizo al sol. Quería alargar la mano y desabrocharle los botones de la camisa.
—Creo que este hotel comenzó como el pabellón de caza Khedive Ismail Pachá en el siglo XIX y recibe su nombre gracias al rey Menes de Menfis. —Las palabras ocupaban el aire cristalino que se interponía entre ella y Monty—. Fue el fundador de la Primera Dinastía Egipcia. —Señaló hacia un lado, más allá de los enormes eucaliptos—. Esta piscina es la primera y la más grande construida en Egipto.
Hizo una pausa, y sus mejillas seguían ardientes.
Maisie soltó la taza.
—¡Qué me aspen! Cuántas cosas raras sabe.
Jessie se encogió de hombros con timidez.
—Mi hermano es arqueólogo y me cuenta cosas. Algunas de ellas se me quedan.
—Debe de ser muy inteligente, entonces.
—Lo es.
—Qué bien por usted.
Jessie cambió de tema de conversación.
—¿Va a ir a ver las pirámides esta mañana?
—¡Por Dios! Eso ya lo he hecho. Soy muy madrugadora, la verdad. Siempre estoy lista para la acción, por eso estoy flaca como un insecto palo. —Rio de un modo muy natural ante su propia ocurrencia y dirigió la mirada a la pirámide—. ¡Caramba! Es monstruosa, ¿eh? —Su expresión se volvió más seria—. No me gustaría que me enterraran ahí…, atrapada durante miles de años bajo esa gran piedra. —Se estremeció exageradamente—. Ese tal faraón Keops debía de ser un masoquista de la oscuridad.
—Se suponía que era una puerta de entrada a la vida del más allá —señaló Jessie.
—¡Uf! La vida del más allá… Más de cuatro mil años más tarde seguimos sin saber nada sobre eso. —Miró a Jessie—. Somos unos inútiles cuando se trata de aprender del pasado.
Monty se animó de inmediato.
—No estoy de acuerdo. Mire mis ancestros Chamford; iban por ahí a caballo cortando las cabezas de sus enemigos como si nada durante las Cruzadas o la Guerra Civil.
—¿Y qué hace usted ahora? —le preguntó Maisie con una sonrisa—. ¿Qué hace con esos pobres diablos que se buscan un enemigo en un Chamford?
Monty levantó la ceja ante el comentario.
—Al menos soy más civilizado en ese sentido.
—¿Qué? ¿Quieres decir que les pides permiso antes de cortarles la cabeza? —dijo Jessie bromeando.
Monty desvió la mirada hacia la sombra que proyectaba la pirámide, bajo la cual incluso en el calor asfixiante del día la temperatura debía de ser gélida.
—No —dijo—. Me siento y discuto cualquier desacuerdo con calma primero. Solo si eso no sirve, les corto la cabeza.
Hicieron el recorrido hasta El Cairo en tranvía.
Habían construido una línea especial que cruzaba los más de diez kilómetros de pirámides, con el fin de transportar a los turistas de un lado a otro desde la llanura de Guiza. En el extremo de Guiza había una fila de camellos taciturnos y burros de largas pestañas extremadamente decorados esperando a transportar ellos mismos a los visitantes a las pirámides. Los tranvías pasaban cada cuarenta minutos e iban desde el exterior del hotel Mena House hasta el Pont des Anglais de la ciudad, y el suyo iba lleno de una mezcla multicultural y de idiomas de franceses, ingleses y alemanes con las caras quemadas por las excursiones al aire libre. Muchos se habían atrevido a intentar subir por la rampa en zigzag hasta el punto más alto de la pirámide, pero no todos lo conseguían. Los guías turísticos egipcios —dragomanes, así se les llamaba— se arremolinaban como cabras montesas sobre las laderas de la pirámide de modo que pareciera fácil subir y el viento les aireaba las galabiyas como si fueran velas de barcos mientras animaban a los turistas más aventureros a seguirlos, escalón a escalón de piedra de metro y medio. El señor francés con sobrepeso que iba sentado junto a Jessie parecía menos entusiasta con la experiencia.
—Las vistas desde la cumbre son… ¡bah! —Chasqueó los dedos—. C’est très décevant. Muy decepcionantes. Más arena hacia el oeste y la ciudad al este. —Se encogió de hombros de un modo muy francés.
—¡Por Dios bendito! —dijo Maisie levantando mucho la voz—. ¿Qué espera en el desierto? ¿Rosas y madreselva? —Dio un toque al asiento del francés con su paraguas negro—. Vio el Nilo y los minaretes, ¿no? De todos modos, un poco más de escalada y un poco menos de su maravillosa comida francesa le ayudaría a deshacerse de esos…
Jessie dejó de escuchar. Estaba impaciente. Tenía la mente completamente concentrada en el Museo de Antigüedades Egipcias. En la historia de Conan Doyle La aventura del ritual de los Musgrave lo que encontraron fue la corona del rey Carlos I. Bueno, en El Cairo no hay Carlos I, pero hay muchos reyes, incluyendo sus restos momificados.
«En algún lugar debe de haber algo, algún rastro de Tim».
Contempló por la ventana moteada de polvo el paisaje que avanzaba a su ritmo, los verdes campos de cultivo regados por el río Nilo, que parecían dibujados en contraste con la explanada árida y lóbrega, y se le ocurrió la idea de definirla como una tierra de tres colores: el intenso azul zafiro del cielo que encandilaba a la mirada, el verde resplandeciente de los campos de cultivo de caña de azúcar y bersín, el trébol egipcio que se cultivaba en todo el país para forraje. Sin embargo, lo más sobrecogedor de todo eran las sombras suaves y tenues de la arena y las rocas, del polvo y las casas de ladrillos de adobe, de las galabiyas de los hombres y sus pieles tostadas al sol. Incluso las ropas occidentales tendían a los tonos crema y tostado, así como al blanco o al caqui, todos ellos colores que se veían absorbidos por el paisaje que los rodeaba.
Se fijó en una garceta que salía del río y la observó extender sus alas blancas para subir hasta una rama. Un movimiento atemporal, como el corazón de su país. El girar de una rueda de molino, el susurrante ruido sordo de un shaduf vaciando el contenido de su cubo en la zanja de riego, el subir y bajar de las azadas en los campos o del trabajar la masa para hacer eesh baladi. Nada de aquello había cambiado desde tiempos de los faraones. No le extrañaba que Egipto hubiera embrujado a su hermano, pero ella no iba a permitir que se lo quedara.
Su objetivo era encontrar a Tim y llevarlo a casa, aunque tuviera que arrancárselo de las manos al mismísimo Osiris.
El centro de El Cairo se vanagloriaba de su elegancia. Amplias avenidas arboladas exhibían grandiosas mansiones de estilo francés con balcones de hierro forjado y rebosantes buganvillas, ardientes proteas con sus formas cambiantes y achiras.
A Jessie todo aquello le parecía perfectamente europeo, pero ninguna capital europea veía burros por sus calles principales cediendo sobre sus rodillas vencidas por el peso del forraje o la madera. París no estaba plagada de gharries, los carros de caballos que se gritaban y llamaban la atención entre sí para hacer negocios. Londres también estaba a salvo de las hileras de camellos malhumorados, y nadie se paseaba por Berlín con un fez de color escarlata, un elegante traje de tres piezas y un pollo muerto bajo el brazo.
El Cairo le aceleraba el corazón a Jessie. A pesar de sus pretensiones europeas, la ciudad le despertaba los sentidos con sus ruidos y olores, sus calles atestadas de paseantes y vehículos… Los comerciantes no paraban de gritar, el estruendo de los carros tirados por burros obstruía la calzada, los hombres se ponían en cuclillas para que los afeitaran en la calle y Jessie no podía apartar la mirada de un cliente que estaba sentado en un taburete bajo el quicio de una puerta mientras le sacaban una muela. Los jóvenes limpiabotas arrojaban polvo a los viandantes en los pies para asegurarse el pan del día y había hordas de pilluelos vagabundeando por las calles, asaltando a los turistas más descuidados con sus sonrisas encantadoras y sus pezuñas prestas. Sin embargo, Jessie estaba preparada aquella vez; llevaba los bolsillos llenos de piastras. No había nada parecido a la seguridad vial o a la observación de normas ni orden. Era tan llamativo que la hizo reír en voz alta. Era obvio que se jugaba la vida al cruzar la calle, pero al mismo tiempo, en medio de todo aquel caos, el flujo y reflujo del ritmo de la ciudad era tan natural como las subidas y bajadas del río Nilo.
—¿Lista? —preguntó Monty.
—Sí.
Él le había pasado el brazo a Jessie por el hueco del suyo y la llevaba muy pegada a sí, como si temiera que algún conductor de camellos se la pudiera arrebatar en cualquier momento. Iban caminando desde el Pont des Anglais con Maisie Randall a la cabeza abriendo paso con el parasol. Lo que a Jessie le apetecía era deslizar la mano por debajo de la manga de la camisa de Monty para volver a sentir el calor de su piel, para decirle No te preocupes, yo tengo fe en ti. Tengo fe en Tim. Juntos lo encontraremos. Creo, aunque suene a locura y lo sé, que es eso lo que va a ocurrir, porque nosotros conseguiremos que ocurra. Transmitió todo esto por medio de un aumento de la presión donde se tocaban sus hombros. Oyó a Monty decir algo en voz baja pero no consiguió descifrar lo que era, ya que en aquel momento comenzó la llamada al rezo con su aullido ondulante que recorría la ciudad. Se lanzaba con las alas abiertas desde los minaretes puntiagudos, cinco veces al día, como un recordatorio para los arrogantes occidentales de que aquel no era su país, y nunca lo sería.
El museo era rosa como una peonía. Estaba situado en una plaza arbolada, Midan Ismailia, en el corazón de El Cairo, y a Jessie le gustó la visión. Gracias a sus esfinges y al estanque de lilas era menos intimidante que el Museo Británico.
—Me imagino a Tim aquí —le dijo a Monty mientras pasaban por la gran entrada de piedra con forma de arco— como un niño en una tienda de dulces, salivando al ver todo esto.
Lo podía visualizar con total claridad. Sus ojos azules resplandecientes, las manos deseosas de palpar, acariciar…, la mente almacenando dato tras dato al examinar los objetos en exhibición… Allí podía invocarlo y obligarlo a materializarse frente a ella.
—¿Por dónde queréis empezar? —dijo Maisie, mirando a Jessie de cerca.
Monty escaneó el atrio en que estaban, bajo la gran cúpula y rodeado de enormes estatuas de faraones antiguos y extravagantes dioses egipcios.
—Primero queríamos ver al rey Tutankamón —dijo Monty.
—Yo no. Quiero reservar lo mejor para el final. —Maisie sonrió, sin darse cuenta de la sorprendente similitud que presentaba con una figura de basalto que había justo detrás de ella con la cabeza sobre una ibis. Ambas eran altas y delgadas, con la nariz aguileña o como un pico y los ojos rasgados.
—Hay mucho que ver —le dijo Jessie—. Ciento siete salones. Las estatuas grandes y los sarcófagos están en la planta baja y los tesoros menores, arriba.
—¿Por qué no nos vemos aquí en una hora? —le sugirió Monty a Maisie—. Ya decidiremos cuánto tiempo más necesitamos.
—Buena idea.
—Nos vemos luego —confirmó Jessie, y se encaminó hacia el primer salón a toda prisa.
—¡Jessie!
Se detuvo y se dio la vuelta. Maisie seguía en medio del atrio con los brazos cruzados, el sombrero en una mano y el parasol colgado en la otra muñeca.
—Jessie, mi niña, sea lo que sea lo que te ha infundido este entusiasmo esta mañana, ten cuidado. Me apuesto cualquier cosa a que este sitio está plagado de serpientes.
Jessie negó con la cabeza, pero sus ojos se posaron de inmediato en una estatua de piedra de Ramsés II con el cetro y el flagelo, los símbolos de autoridad. En la parte frontal de su tocado estaba el uraeus, la cobra real, lista para atacar.
—Más despacio.
Jessie iba a toda prisa por la galería del Imperio Antiguo, casi corriendo.
—Más despacio —dijo Monty de nuevo—. Estás llamando la atención.
Ella aminoró el paso, pero no demasiado.
—Tutankamón no va a ir a ningún lado —le recordó Monty—. No hay prisa. Echa un vistazo a algunas de estas cosas; son impresionantes… Cómo hacían…
—No me interesan.
—¡Jessie! —La agarró por el brazo, obligándola a aminorar el paso hasta parecer de nuevo una turista—. El rey de tu historia puede no ser Tutankamón. Míralas. —Señaló una enorme estatua gris de Amenhotep III y la cabeza cortada de otra que portaba la esbelta corona con la punta redonda, lo que significaba que era rey del Alto Egipto—. Podría ser cualquiera de estas.
—No. Si hay aquí algo que tenga que ver con Tim, eso es el rey Tutankamón.
—¿Por qué? ¿Cómo estás tan segura?
Ella dudó. Quería contárselo, pero se le secó la boca al instante. Sintió el calor de sus dedos a través de la manga y percibió la preocupación en su voz al preguntarle aquello. ¿Cómo estás tan segura? Pero no lo hizo; no podría soportar ver en los ojos de Monty la idea de que estaba loca, que era lo que pasaría si le contaba que lo había visto en un sueño. Quizás conseguiría no reírse de ella, pero no eliminar el tono de pesar de su voz.
—Simplemente lo sé —contestó Jessie.
Se encogió de hombros y empezó a subir las escaleras. El sueño había tenido lugar en cuanto había posado la cabeza en la almohada de su habitación. Estaba en la cripta abovedada de una iglesia parecida a la de Saint Martin-in-the-Fields, pero claro, seguramente todas se parecerían entre sí. Tim también estaba allí con unos pantalones cortos negros y una camisa negra, sentado encima de un enorme sarcófago de mármol, tan grande como un tren completo, con las piernas colgando por el borde y balanceándolas como un niño.
—Mírame —le había dicho riéndose. Tenía los rizos rubios sucios como si hubiera estado excavando bajo tierra—. Mira, Jessie.
Sacó de detrás una máscara y se la puso en la cara. No era cualquier máscara antigua, sino la de oro macizo del rey niño, Tutankamón. Sabía que era muy pesada porque le temblaban las manos al sostenerla.
—Tutankamón igual a mí —dijo Tim en voz baja, y ella corrió hacia él, llorando de alivio.
Se despertó con lágrimas en la cara.
Tutankamón igual a mí.
T. I. M. Incluso para Jessie sonaba a locura.