46

Monty estaba de pie en el umbral de una puerta en una calle oscura. Esperaba.

Nada.

Prestaba atención a los sonidos suaves de las pisadas.

Nada.

Los minutos iban pasando y el aire de la noche se hacía más fresco. Sin embargo, aún no oía nada, ni siquiera una cerilla encenderse o una simple tos. Nada. Quien fuera que lo estuviera siguiendo, tenía una paciencia infinita.

Monty se había movido por las calles con cautela porque había pocas lámparas que alumbraran el camino, poco más que la luz difusa de la luna, y nunca se sabe lo que puede estar esperando a la vuelta de la esquina. Se había dirigido a la ciudad hasta llegar a la plaza frente al Templo de Lúxor, donde las ruinas de las columnas con sus formas de flor de papiro se elevaban imponentes y como venidas de otro mundo en la oscuridad. El zoco cercano estaba cerrado a aquella hora, pero Monty había distinguido un bar más allá de la carretera, y la luz amarillenta que proyectaba resaltaba las ratas que corrían junto al muro.

Las cafeterías de las calles de Lúxor a las que iban los egipcios, no los cafés elegantes frecuentados por los occidentales, no tenían muy mal aspecto, pero tampoco eran de lo más atrayentes. En cuanto puso el pie en una de ellas, se convirtió en el foco de atención. Rostros y ojos oscuros se centraron en él con interés y curiosidad, pero no percibió demasiada hostilidad, así que se tomó su tiempo yendo de un establecimiento a otro, pidiendo un café aquí, una shisha allí, hasta que la cabeza le daba vueltas. Mantuvo varias conversaciones; una, con un hombre mayor tuerto que había luchado cincuenta años atrás en la batalla de Tel el-Kebir, cuando la victoria británica liderada por el general Sir Garnet Wolseley había conseguido abrir todo Egipto a la ocupación británica.

—Algunos de ellos luchaban con faldas —le contó el hombre mayor entre risas mientras se limpiaba el ojo sano en la manga de la galabiya—. Soldados con faldas cortas, como chicas.

—Serían soldados highlanders —remarcó Monty.

—Uno se llevó mi ojo con su bayoneta como souvenir.

Monty le compró una carga de shisha mientras charlaban.

—Era la guerra, amigo, y en la guerra ocurren cosas desagradables.

Camaradas con la cabeza abierta, caballos ciegos gritando, hombres colgando de alambres de espino y su sangre goteando para que las ratas la devoraran. Un infierno para todos en tierra de nadie. Sí, ocurren cosas desagradables.

Con otro de los hombres discutió sobre el precio del algodón y la enfermedad de la brucelosis, que se había llevado por delante a su rebaño de cabras, mientras que otro se mostraba entusiasmado hablando sobre las películas de Mary Pickford y la grandeza del rey Fuad. Cada cafetería le ayudaba más a comprender y cada bar le ofrecía una perspectiva más cercana de la vida en Egipto, pero nadie quería hablar con él sobre las cuevas de las colinas y todos negaban conocer a un hombre llamado Fareed que vestía de negro. Al menos eso decían.

Al entrar en el bar más cercano al zoco fue cuando lo vio en un espejo grande de la pared de enfrente, picado y veteado, pero que ofrecía una perfecta imagen de un hombre en la acera opuesta al establecimiento. Estaba vigilando la espalda de Monty fijamente y con la expresión adusta. Se pidió una cerveza e intentó volver a ver al hombre, que era una figura vestida con una galabiya blanca y una chaqueta oscura, de expresión concienzuda y movimientos felinos.

En aquella ocasión no se lo pensó dos veces. Le dio la cerveza al hombre de la puerta al que estaban cortando el pelo y salió a la calle, pasó por las tiendas cerradas del zoco y giró en la siguiente esquina. Había un pequeño establecimiento de fabricación de tiendas de campaña abierto y el propietario estaba sentado en el suelo cosiendo un toldo entre sus pies descalzos, pero un poco más allá había una entrada oscura medio oculta.

Monty entró. Cualquiera que lo fuera siguiendo tendría que pasar por la rendija de luz amarilla de la tienda de toldos, así que allí estaba, pensando y aguardando. Prestaba atención a todos los sonidos, por muy leves que fueran. Desde allí, podía oler el hedor del Nilo y oyó el resoplido contundente de un barco de vapor al maniobrar para atracar y reposar hasta que llegara una nueva carga de turistas la mañana siguiente. Sentía la necesidad de moverse, la curiosidad de sacar la cabeza y mirar al girar la esquina, pero consiguió reprimirse. Tenía los músculos en tensión y la mano colocada sobre la pierna, sosteniendo un cuchillo.

Ocurren cosas desagradables.

La galabiya blanca no fue difícil de distinguir cuando pasó por su campo de visión. Le llevó apenas un segundo salir de su sombra y colocarle la hoja del cuchillo al hombre en la garganta, quien se quedó paralizado al instante y fue astuto al no ofrecer resistencia.

Monty lo llevó hasta el umbral bajo el que había estado esperándolo.

—¿Quién eres?

—No soy nadie, señor.

—¿Por qué me estas siguiendo?

—No lo estoy siguiendo. Voy a casa. No pretendo hacerle nada, señor.

Monty dudó.

—Gírate.

Lentamente, el egipcio dio la vuelta y Monty se puso detrás para cachearlo. Era un hombre de complexión enjuta, piel oscura y unos ojos negros que transmitían calma de una manera inofensiva.

—No pretendo hacerle nada, señor —repitió.

Giró las palmas de las manos hacia arriba para mostrarle que no llevaba ninguna arma.

Monty estuvo a punto de pedirle perdón, a punto de apartar el cuchillo con una zalema respetuosa, pero en las milésimas de segundo que las palabras tardaron en viajar desde su cerebro hasta su lengua percibió el olor cálido y amaderado de la canela. Parecía emanar de las ropas del hombre, como si se dedicara a rayar la corteza de la rama cada día y el polvo se le adhiriera a la tela de su galabiya y a los poros de su piel. Al instante, se le vino a la memoria el recuerdo; por un momento, la idea le rondaba la mente recelosa de ser identificada, pero Monty sacudió la cabeza para desatarla y, de repente, le llegó con claridad.

—La tumba —dijo de modo cortante—. La tumba del rey Tutankamón. Estaba allí. Metió el reloj de pulsera en el bolso de la señorita Kenton.

Los ojos oscuros del hombre lo miraron con detenimiento y seriedad.

—Sí, eso hice. El reloj era para hacerle ver que podía confiar en mí, aunque no me arriesgué a decirle mi nombre allí.

—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí con el reloj del hermano de la señorita Kenton?

El hombre asintió mientras parecía que se debatía consigo mismo.

—Vamos, tomemos un té.

—Soy Ahmed Rashid. Vivo en El Cairo, aunque he viajado a Lúxor porque estoy interesado en usted y en la señorita Kenton.

En cuando se sentaron en el pequeño café de ajedrez en un callejón, donde los clientes estaban demasiado absortos en sus fervorosas partidas como para percatarse de la llegada de un desconocido, Monty se dio cuenta de que Ahmed Rashid había dejado ya a un lado su inicial forma de ser insegura y tímida. Aunque seguía siendo educado, se volvió mucho más participativo y ávido, y los ángulos de su cara parecieron afilarse. Monty tenía la horrible sensación de que la situación iba de mal en peor, y no quitó el ojo de encima a la puerta de entrada al establecimiento.

—¿Qué es lo que quiere de nosotros? —preguntó Monty.

El hombre le sonrió amablemente y dio un sorbo a su té de menta, rehusando así dejarse llevar por la prisa del occidental.

Monty entonces probó con otro enfoque.

—¿Quién es usted y a qué se dedica?

En esta ocasión tuvo más éxito. Ahmed Rashid se inclinó hacia adelante en la mesa de madera para que su voz no tuviera que ser más que un susurro para que Monty lo oyera, así que también consiguió oler el aliento a menta del hombre.

—Soy un agente del Departamento de Antigüedades Egipcias. —Hizo una pausa—. Agente de policía.

Monty sintió el mundo derrumbarse bajo sus pies. Agarró con más fuerza el vasito de té, pero no reaccionó con más que un leve levantamiento de ceja.

—¿Es eso cierto, señor Rashid?

—Capitán Rashid.

—Y ¿qué hace aquí?

Rashid volvió a recostarse en el asiento sin apartar la mirada de Monty, en busca de algún tic o gesto extraño que lo delatara.

—Vamos, señor Chamford. —Monty fue consciente del error al dirigirse a él; o aquel hombre no sabía tanto como afirmaba saber o aquello había sido un insulto en toda regla—. Ambos sabemos por qué estoy aquí.

—Ilústreme.

—Estoy aquí por Timothy Kenton.

¡Por Dios bendito! Tim estaba a punto de ser arrestado y metido en la cárcel. Había estado excavando tesoros egipcios sin licencia, robando antigüedades, exportándolas de manera ilegal, viajando con pasaporte falso… La lista era horriblemente impresionante.

Monty sonrió de un modo encantador.

—Bueno, pues ya somos dos. ¿Sabe dónde podemos encontrarlo?

Rashid empezó a negar con la cabeza. Abrió la boca para hablar justo cuando se oyó el sonido ensordecedor de un disparo en la pequeña sala que dejó un rastro rojo en la manga de la galabiya de Rashid. Monty se lanzó al suelo y tiró de su compañero egipcio, que estaba sangrando, mientras los demás gritaban y un hombre se arrodillaba rezando a Alá a gritos.

Fue entonces cuando Monty vio a los cuatro hombres alrededor de la puerta. Llevaban túnicas negras y el que iba al frente tenía una pistola en la mano. Era una semiautomática Browning muy antigua, pero Monty sabía que no por ello era menos letal. Giró la mesa y la tiró al suelo para protegerse él y Rashid. No era mucho, pero menos era nada. Tenía el cuchillo en la mano y estaba listo para salir corriendo. Si tenía que morir, lo haría luchando.

«Jessie».

Esa era la única palabra que le ocupaba la mente.

Los cuatro hombres se le acercaron. Solo a él, no a Rashid ni a nadie más del café. Agitó el cuchillo dos veces y vio sangre brotar, pero los hombres lo superaban en número y lo sacaron a rastras a la calle, y el que llevaba un palo empezó a golpearlo en la espalda. Eran golpes calculados y lo dejaron allí en el suelo, con vida.

—Abra puerta, abra puerta, por favor, señor Monty, señor bey. Rápido, por favor, sí.

Monty se estremeció. Estaba bajo la ducha recibiendo la vitalidad del agua fría sobre la espalda. Sintió escalofríos al pararse a coger una toalla y envolvérsela alrededor de la cintura. El puño de Malak seguía aporreando la puerta, despertando a todo el pasillo. De no haber sido por eso, Monty habría ignorado al chico y se habría quedado bajo el agua.

—Vale, tranquilo. —Abrió la puerta. Afuera, en el pasillo, Malak parecía aún más pequeño que antes y muy asustado—. Entra, chico.

—Lo hice, señor bey, lo hice, sí.

—¿Qué has hecho?

—Encontré sitio especial de muerte, grande secreto, lo hice.

Se le aturullaban las palabras en la lengua y miraba a todos lados por la habitación como temeroso de encontrar a alguien inesperado allí.

Monty se quedó de pie asombrado. Miraba al chico con incredulidad.

—¿Has encontrado la tumba?

Malak se dio un golpe fuerte en el pecho esquelético.

—Sí, señor.

—¿Cómo?

—Encontré a su doctor Scott, yo mucho listo.

—¿Hablaste con él?

Asintió en respuesta.

—Te dijimos que no lo hicieras porque…

—Oh, sí, pero yo mucho listo, yo ayudé a doctor Scott a cargar barco. Lo conozco por fotografía de sita y yo cargo mucho, mucho fuerte. —Le enseñó a Monty el bracito como prueba—. Yo dije que trabajar duro. Él rio a mí, señor bey.

Sonrió mirando a la habitación de su habitual modo encantador, pero se le veía claramente nervioso.

—¿Qué pasa, Malak? ¿Cuál es el problema?

El rostro del chico se arrugó al instante y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Yo voy con doctor Scott, sí bey, acampar esta noche y él mata a un hombre. Yo veo, sí, lo veo.

—Oh, Malak. —Le rodeó los hombros temblorosos al chico con el brazo—. Eres un jovencito muy valiente. Muy muy valiente como para meterte en la boca del lobo.

El niño echó la cabeza atrás y lo miró desde abajo.

—No había lobos, señor bey. El hombre disparó. —Hizo el gesto de tener una pistola en la mano—. Él enemigo, yo sé que muy malo. Doctor Scott disparó. En cabeza. Yo veo. —Le caían lágrimas por las mejillas mugrientas.

«Que no fuera Tim».

Monty abrazó a Malak hasta que el chico dejó de temblar, y después fue hasta el vaso de whisky que tenía junto a la cama. Sin embargo, cuando se giró para cogerlo, el niño chilló alarmantemente.

—¿Qué es lo que…? —empezó a decir Monty, y se detuvo en seco. Cogió rápidamente la camisa de la cama y, maldiciendo, se la puso rápidamente—. No es nada, Malak.

—Eso no nada, señor bey. Eso malo, sí, mucho malo.

—Olvídalo, Malak. —Se agachó en el borde de la cama y dio un buen trago al whisky—. Ven aquí.

Malak fue corriendo a su lado.

—Vamos a aclararlo, Malak. Fuiste al campamento de Scott.

—Sí, señor bey.

—¿Viajaste en su camioneta? ¿Anoche?

—Sí, señor bey.

—¿Con más personas?

—Dos hombres. Dos charlatanes egipcios, señor bey.

—¿Pasaste el día trabajando en el campamento?

Asintió.

—Yo cargo mucho de sitio de muerte.

—¿La tumba?

—Sí, señor bey.

Monty le alborotó el pelo al niño.

—Tú, jovencito, eres impresionante. Cuéntame, ¿había un inglés rubio allí?

—Oh, sí, oh bey. Él raro.

Monty sonrió.

—Bueno, ¿qué esperabas? Es inglés. ¿Hablaste con él?

—No, señor, no.

—Tenemos que ir a contárselo a la señorita Kenton.

No quería hacer la siguiente pregunta, pero no tuvo más opción que lanzarla.

—¿Puedes llevarnos al campamento?

Monty vio al chico dudar, vio la lucha interna entre el miedo y el orgullo en su joven rostro. No quería presionarlo, solo le dejó hacer su propia elección personal.

—Sí, bey.

Monty se puso de pie con la respiración agitada. Apenas soportaba el esfuerzo de tener que hacer funcionar los pulmones.

—Vamos a ver a la señorita Kenton.

Era la una de la madrugada.

—¿Le cuenta usted vuelve mal, sí?

—No, Malak. Definitivamente no . —Hizo el gesto de cerrarse una cremallera en la boca—. No vuelve mal. Solo la tumba y el inglés rubio.

El chico puso los ojos en blanco.

—Yo enseño.

—Gracias, Malak. Eres un joven muy valiente.

Jessie estaba mirando por la ventana del hotel la inmensa noche y se imaginaba a Tim ahí fuera en algún lugar, contemplando las mismas estrellas y la misma luna que ella. ¿Sabría que su hermana estaba allí? ¿Estaría sintiendo en su piel el mismo frío de la brisa nocturna del Nilo?

Se había despertado de repente no mucho después de la medianoche, sintiéndose mucho mejor. Doce horas de sueño. Monty tenía razón. Su cuerpo necesitaba descansar del todo para eliminar las toxinas. Aún le dolía la mano, pero la hinchazón del brazo se había reducido bastante, así que parecía casi normal y ya podía moverlo, ya no estaba tieso. Seguía notando los golpes en la cabeza, pero en cuanto abrió los ojos se dio cuenta de que Monty se había marchado. Donde su mano había estado tocando la sábana, la tela ya estaba fría.

—De vuelta al mundo de los vivos, ya veo.

—¡Maisie!

Estaba sentada en una silla junto a su cama. Tenía el pelo suelto, liberado de la tensión del moño que siempre llevaba, y le caía en suaves ondulaciones a ambos lados de su rostro fino, con lo que parecía mucho más intrépida incluso que de costumbre. Iba envuelta en los pliegues de color camello de su vestido, con el paraguas al lado y los ojos somnolientos; parecía preocupada.

Al instante, Jessie se incorporó.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Me pidió que cuidara de ti y dijo que no tardaría mucho.

—¿Cuánto lleva fuera?

—Unas dos horas.

Jessie sacó las piernas de la cama.

—Y ¿dónde crees que ha ido, joven? —dijo Maisie con seriedad.

—Tengo que vestirme.

—¿Ahora? Te advierto, jovencita, que no vas a ir a ningún sitio.

Pero Jessie insistió en vestirse y beber un vaso tras otro de agua para rehidratarse. Se tomó dos pastillas y se sentó junto a la ventana. Estaba lista y a la espera.

Fue Maisie quien contestó a la puerta. Jessie pudo oír las palabras retumbar por la habitación, palabras sobre Tim y la tumba, sobre Scott y una pistola, sobre Malak recorriendo las colinas del desierto solo hora tras hora, interpretando lo mejor que sabía las estrellas para encontrar el camino de vuelta a Lúxor, sobre hablar con la Policía… Palabras que eran importantes.

Pero lo único que veía era el rostro de Monty. En los ojos de Jessie había oscuridad y, alrededor de su boca, tensión. Cuando preguntó qué pasaba, él le dedicó una risa que en realidad no lo era y dijo:

—De todo.

Algo había ocurrido en esas dos horas, algo que lo había herido y, fuera lo que fuese, le revolvía las tripas que no se lo estuviera contando directamente a ella. Se dio cuenta de que Monty tenía los nudillos desgarrados y, cuando se acercó a la puerta para coger el abrigo de su habitación y una de sus chaquetas para Malak, se movió como si tuviera los huesos atados con alambre de espino.

Lo que hubiera pasado, era malo.

Viajaron en mitad de la noche con camellos que les dio Yasser, ellos tres: Monty, Malak y Jessie. Maisie maldijo a Monty repetidamente por no dejarla que fuera con ellos, pero él no estaba dispuesto a ceder lo más mínimo.

—Es un riesgo demasiado grande —aseveró.

—El riesgo que yo asuma es elección mía y solo mía, ¡don encopetado con cerebro de camello! —le gritó Maisie.

Pero Monty ni siquiera miró atrás. Avanzaban en silencio excepto por el siseo del viento al rozar con la arena y los gruñidos de los camellos al moverse sobre sus patas almohadilladas por el suelo rocoso. Jessie llevaba la cabeza y el cuello envueltos en un gran chal, así como una túnica árabe para resguardarse del aire gélido de la noche del desierto. Le costó trabajo acomodarse al ritmo extraño y las idas y venidas del animal al caminar, pero ella no paraba de apremiarlo, sin prestar atención al cabestrillo. Fue cuando las luces de Lúxor se hubieron desvanecido tras ello y el gran mar de oscuridad del desierto se extendió a su alrededor cuando Jessie se estremeció y acercó su camello al de Monty. El chico iba delante, gorjeando alegremente y pateando el lateral del camello con los talones mientras lo guiaba bajo la luz de la luna.

—Monty —dijo Jessie pausadamente—, ¿qué ha ocurrido esta noche? Con la Policía.

Distinguía la silueta de su cabeza, abultada por el pañuelo, y la vio levantarse desde el pecho, donde había estado refugiada.

—No mucho. Un policía de paisano me interrogó sobre Tim, pero le dije que no sabía nada.

—¿Qué pasó después?

—Tuve que dejarlo solo unos minutos y, cuando volví, se había ido. No tengo ni idea de cómo me conocía.

—¿Ya está? ¿Eso es todo?

—Sí.

—Me estás mintiendo.

Jessie oyó un chasquido gutural de Monty.

—Es mejor así.

Ahí lo dejaron.