28
—Hola, extraño. Me desterraste.
Era Jessie. Había salido a pasear entre las sombras, los arbustos y las palmeras, huyendo de las luces cegadoras del palacio. Monty acababa de sentarse en un banco de piedra tallado con forma de escarabajo cuando ella lo encontró. Se sentó junto a él y le rodeó con el brazo la cintura, cálida y segura. Se inclinó y reposó el hombro sobre el suyo.
—¿No te lo estás pasando bien? —le preguntó suavemente.
—Solo necesito despejarme la mente un poco. De hecho, ha sido muy interesante. ¿Qué tal tú?
—Sí. Estoy embelesada.
—¿Qué tal con el embajador? —le preguntó Monty—. El señor Percy.
Monty percibió un leve temblor en Jessie y se quedó pensativo.
—Era agradable.
—Pero…
—Pero parece que a los recién llegados normalmente los controla la Policía.
—Oh. —Echó la cabeza hacia atrás y levantó la mirada hacia la red de hojas de palmeras que se elevaba al cielo lleno de estrellas—. No son buenas noticias.
—No. Tim está viajando con pasaporte falso, pero al menos sabemos que llegó hasta el hotel Mena House.
—Sí, eso ya es algo, supongo. Pero ¿qué hacemos ahora?
Ella siguió la mirada de Monty hacia arriba, paseando la mejilla por la curva de su hombro. El cielo nocturno se desplegaba sobre ellos como una capa de terciopelo; parecía sólido y palpable, como la historia de Egipto, que poco a poco iba desvelando sus secretos a los dedos instigadores del hombre.
—¿Por qué el cielo parece mucho mayor en Egipto? —murmuró Jessie.
Monty sonrió y sintió cómo el cuerpo de ella se relajaba contra el suyo.
—Quizás porque es más antiguo.
Jessie rozó el dorso de la mano de Monty con las puntas de sus dedos enfundados en los guantes prestados, y Monty percibió su calor sobre la piel.
—Gracias, Monty, por venir conmigo. —Levantó la cabeza y, con una mano, le giró suavemente la cara a él para estar el uno frente al otro. Entre las sombras, los ojos de Jessie eran apenas visibles, pero Monty sí pudo trazar la línea de sus pómulos y el resplandor de su cabello bajo la luz de las estrellas—. ¿Por qué viniste? —le preguntó.
Así era más fácil; aquella conversación era más sencilla en la oscuridad.
—Ya te lo dije. —Hablaba lentamente para que Jessie pudiera pensar en sus palabras—. Soy responsable de la sesión de espiritismo y esta fue la responsable de la desaparición de Tim, por lo menos así lo veo yo. Estoy intentando arreglarlo.
—Crees que está muerto, ¿verdad?
No se oyó ninguna palabra como respuesta. Se quedaron sentados con las rodillas juntas y mirándose el uno al otro en medio de la penumbra perfumada, incapaces de desenmascarar las sombras para ver la verdad que se escondía en ellas. Monty oía la respiración de Jessie, sus suspiros, y en lugar de contestar a la pregunta, se inclinó y la besó en la boca. Fue un beso firme y decisivo, y el sabor de sus labios fue algo completamente nuevo para él. El momento detuvo todo el fluir de sus pensamientos. Jessie sabía a cielo y a la brisa fresca del Nilo, a melocotones y vino especiado, a secretos ocultos que habitaban en sus labios suaves. Se sorprendió al darse cuenta de que sabía a Egipto.
Se retiró. Jessie respiró profundamente y él sintió su muslo contra el suyo.
—Jessie —murmuró.
La cogió de la mano y le desabrochó los botones de perlas del guante, apartándolo después para dejar al descubierto su piel. Lentamente bajó la cabeza y hundió los labios en la palma de la mano de Jessie. Al mismo tiempo, la otra mano de Jessie tomó su pelo y lo acarició hasta llegar a los músculos del cuello. Monty la tomó entre sus brazos y ella se sintió menuda y ligera, encajando a la perfección en su pecho como si estuviera hecho a medida. Su respuesta fue contundente y ansiosa, y sus manos recorrieron cada facción del rostro de Monty mientras este la besaba y ella hundía los pulgares en la piel de las sienes de él. Sus dedos se retorcían entre el cabello, la chaqueta y el cuello de Monty; era apasionada al besar. Él acariciaba la larga línea de su espalda, y cuando sus labios encontraron la suave ondulación de su cuello y la delicada inclinación de su clavícula, Jessie emitió un leve grito ahogado.
Monty inhaló su aroma y se vio consumido por él, pues abría nuevos y profundos senderos en su ser. Podía sentir los fuertes latidos del corazón en la base de la garganta, y con un gran esfuerzo la apartó de su agarre. Con delicadeza, la tomó por los hombros desnudos tras desechar el chal, que yacía en el suelo, y aun a esa distancia seguía sintiendo el calor de su respiración en los labios.
—Jessie, deberíamos entrar.
—¿Tú crees?
Incluso en la penumbra, Monty podía contemplar la inmensidad de sus ojos. Ella emitió un sonido parecido a un suspiro y él sintió que el corazón le daba un vuelco, pero se obligó a ponerse en pie, cogió el chal de encaje del suelo y lo sostuvo abierto para que se envolviera en él. Ella respiró hondo y se puso de pie frente a él, pero en lugar de darse la vuelta para que pudiera cubrirla con la prenda, se quedó en la misma posición, le atusó el pelo y le recolocó la corbata con toques suaves y cariñosos.
No estaba bien acercarse tanto. No podría resistirse a abrazarla de nuevo, a rodearla por la cintura con los brazos y atraerla hacia él.
—Hueles a Egipto —le susurró entre el cabello.
—¿Qué? ¿A burros, camellos y mal alcantarillado? Gracias.
Ambos rieron y la tensión fluyó y se apartó de su lado. Él la besó una vez más y la liberó del abrazo. Después de ponerle el chal, la tomó de la mano y ambos caminaron hacia las luces, pero nada parecía tener el mismo aspecto de antes.
Monty le estaba pidiendo un zumo fresco de granadas.
—No tardo nada —le había dicho.
La expresión del rostro de Jessie había cambiado por completo. Ahora su boca estaba plena y repleta de suavidad, una suavidad que antes no estaba allí.
—Esperaré aquí —le dijo ella mientras contemplaba el suelo de mosaicos y sonreía.
Tras haber tomado el fresco en el jardín, el aire del interior del palacio era denso a pesar de los enormes ventiladores de techo de latón, que mezclaban el olor a tabaco con el del perfume. Mientras volvía con las bebidas, Monty fue abordado por un elegante señor egipcio con corbata Eton, deseoso de hablar sobre las recientes revueltas de los trabajadores desempleados en Londres y su huelga de hambre. Monty consiguió quitárselo de encima rápidamente, pero cuando llegó a donde había dejado a Jessie, esta se había desvanecido. ¿Dónde estaba? La buscó rápidamente con la vista y la vio junto a una fuente interior con una estatua de bronce de un león en el centro. Tenía los ojos medio cerrados y movía lánguidamente la cabeza al ritmo de la música. Estaba como hipnotizada contemplando las carpas doradas que resplandecían en el agua, en el fondo de la fuente. Monty abrió la boca para decir su nombre al aproximarse a ella, pero un señor regordete con chaqueta de fiesta blanca y una pipa de madera de brezo se le adelantó.
—La señorita Kenton, ¿no es así? ¡Qué sorpresa! ¿Qué está haciendo aquí en la tierra de los faraones?
Monty vio cómo Jessie se giraba.
—¡Doctor Scott! —exclamó.
En un segundo, Monty se colocó junto a ambos.
—Scott, buenas noches. No sabía que estuviera en El Cairo.
—Querido mío, vengo todos los años, ¿no lo sabe? —Sonrió con gusto a Jessie—. No estoy muy bien de los pulmones, me temo, después del gas mostaza de la guerra.
Jessie parecía encantada de volver a verlo.
—Qué coincidencia que nos hayamos encontrado aquí.
—¿Verdad? —dijo Monty con cierta sequedad.
El doctor Septon Scott le guiñó el ojo a Jessie con picardía y Monty sintió un vuelco en el estómago al comprobar que estaba sonrojado a causa de la bebida.
—Si no se anda con cuidado —le dijo a Jessie bromeando— creeré que me está siguiendo, señorita Kenton. ¿Cuándo han llegado?
—Hoy mismo.
—¿Ve? —dijo haciendo un movimiento exagerado con la pipa—. Yo vine hace unos días. Esto demuestra mi hipótesis —añadió riéndose entre dientes—. Es un país maravilloso Egipto, ¿verdad? Le encantarán las pirámides; es como viajar atrás en el tiempo a través de la historia, ¿verdad, Monty?
—Efectivamente, así es —contestó fríamente—. ¿Conoce bien al príncipe Abdul?
—Bueno, nuestros caminos se han cruzado en varias ocasiones; de vez en cuando le gusta viajar por Europa. Y hablando de caminos que se cruzan, señorita Kenton. —La miró amablemente mientras fumaba de la pipa—. ¿Sabemos algo nuevo de su hermano?
Ella se movió para ponerse al lado de Monty y negó con la cabeza. Lo único que le apetecía a Monty era darle una patada al doctor y meterle la pipa por la garganta, pero en lugar de esto le dio a Jessie su vaso de zumo y fue consciente de cómo esta le rozaba los dedos con los suyos intencionadamente y lo miraba de manera íntima. Entonces, Monty dijo con tono neutro:
—Jessie, la esposa del embajador mencionó que le gustaría hablar contigo.
Se dio cuenta de que a Jessie le sonó brusca la forma de apartarla de su lado, pero esta no parpadeó, sino que simplemente mostró una leve tensión en los labios antes de asentir elegantemente y decir:
—Claro, iré a buscarla.
Tras su partida, Monty no se movió ni un centímetro. Durante un instante permaneció observándola y después se volvió hacia el doctor Scott.
—¿Qué demonios está haciendo aquí?
Scott pareció sorprendido.
—Ya se lo he dicho, Monty, siempre vengo hasta aquí en busca del aire seco. Le viene de perlas a mis pulmones.
—Scott, ambos sabemos que no va a ningún lado a menos que pueda sacar algún provecho de ello.
—Oh, bueno, bueno, querido amigo, no hace faltar ser tan…
—Timothy Kenton no ha aparecido.
—Ya veo… Es bastante raro. —Se quedó mirando pensativamente la cazoleta de la pipa—. No imagino por qué. Cuando lo dejamos estaba perfectamente.
—Eso es lo que me dijo en Londres, pero estoy empezando a dudarlo. —Monty miraba inquisitivamente a Septon Scott—. Lo llevó de vuelta a Londres, me dijo, y se recuperó completamente del accidente, lo suficiente como para poder irse en su propio coche. ¿Qué pasó después?
Parecía que poco a poco se iba disipando parte del buen humor de Scott.
—Ahí me ha cogido. No he sabido nada de él desde entonces, justo como le conté a su hermana en Londres. —Miró a su alrededor en busca de alguna bandeja con bebida, pero no había ninguna a su alcance—. De cualquier modo, ¿qué demonios hace trayendo a esta potra preciosa hasta aquí? No es lugar para las mujeres ahora mismo, no con todo el alboroto político del momento. Ha sido un desacierto, en mi opinión.
—En ningún momento le he pedido su opinión.
Se hizo el silencio entre ambos y ninguno miró al otro durante unos instantes. Monty sabía que si miraba a aquel hombre demasiado tiempo se vería tentado a acabar con esa cortesía tensa que hacía las veces de educación.
—Deme su palabra —dijo Monty con la expresión dura— de que Timothy Kenton no se ha puesto en contacto con usted desde entonces.
Scott se quitó la pipa de la boca.
—Es usted un tipo desconfiado, ¿eh?
—¿Me da su palabra?
Scott se irguió en toda su altura y sus mejillas, ya sonrojadas, fueron tomando un tono más apagado.
—Tiene mi palabra.
«Si es que tiene valor alguno».
Monty se dio la vuelta, deseoso de dejar de respirar el humo de aquel hombre, y se encaminó a buscar a Jessie.
—¿Ha tomado ya una decisión, Monty? —le dijo Scott.
Monty miró atrás y contestó:
—No.
—Bueno, no esperaré eternamente. Si no me vende esas tierras me veré obligado a extinguir el derecho a redimir el pago.
Monty tomó la decisión más sabia y se marchó sin decir una palabra.
En medio del palacio había un patio interior. La palabra patio era demasiado escueta para describir la zona exuberantemente adornada y plagada de todo tipo de entretenimientos. Monty se detuvo un momento para observar la escena desde fuera. Era el tipo de espectáculo que hacía que el niño que llevaba dentro vociferara con entusiasmo; había tragafuegos, encantadores de serpientes, acróbatas y hombres bailando tanoura, todo ello envuelto en colores caleidoscópicos y un ruido ensordecedor que lo transportó a los circos de su juventud. Las bailarinas de la danza del vientre llevaban los ojos exageradamente pintados y faldas de color escarlata, y mecían los velos hacia Monty y ondeaban las barrigas al pasar. Monty le dio una moneda a una bailarina y esta le dedicó en respuesta varios giros con un pie a una velocidad que hizo que se le nublara la vista mientras la observaba.
La multitud se agolpaba en otro extremo del patio, donde un hombre con el tono de piel más oscuro —típico de los nubios— y una túnica negra ofrecía una espléndida muestra de habilidad en el manejo del caballo subido a lomos de un magnífico semental árabe blanco. A Monty le dio un vuelco el corazón ante la visión del caballo y su hermosa y orgullosa melena blanca, y sintió el impulso de cruzar el ruedo para tocar al animal. Sus caballos habían desaparecido todos, incluso su querido Jezebel. Se acercó lo suficiente como para admirar las líneas elegantes y las potentes patas traseras del animal, uniéndose a la oleada de aplausos por la belleza de la exhibición cuando el caballo dobló sus patas anteriores para permitir que su jinete cogiera una moneda de plata del suelo con su espada.
Ese fue el momento de la explosión.
Fue como el sonido de un golpe amortiguado que reverberó en sus tímpanos y le golpeó las costillas. Por un segundo vio chispas blancas tras los párpados. Una bomba. Bien sabe Dios que había oído suficientes artilugios del demonio como ese como para reconocer el sonido al instante. Sin embargo, la explosión no tuvo lugar en el patio. El pulso se le aceleró mientras la gente a su alrededor gritaba sin parar a pesar de que, al parecer, no había ningún herido, y Monty se dio la vuelta y empezó a correr. Un único pensamiento ocupaba su mente: Jessie.
La gente había entrado en pánico y no sabía qué dirección tomar para ponerse a salvo. Ya no había música sonando, solo los gritos y los llantos y una mujer francesa que sufría un ataque de histeria. Monty gritaba el nombre de Jessie mientras se abría paso a codazos entre la multitud, pero se dio cuenta rápidamente de que la bomba debía de haber explotado en el jardín, ya que por aquella zona los cristales de las ventanas habían estallado hacia dentro. Por suerte estaba la celosía para protegerlos, que había absorbido la mayor parte del impacto, pero aun así se podían ver rastros de sangre en los rostros de algunas personas y una mujer se quitaba un trozo de cristal del pelo.
—¡Jessie!
No la veía. La buscó desesperadamente. ¿Estaría en el jardín? ¿Habría salido de nuevo allí? ¿Estaba de vuelta en el banco con forma de escarabajo cuando la explosión tuvo lugar? Le asolaban imágenes de ella con el cabello rubio ensangrentado.
—¡Jessie! ¡Jessie!
—¡Monty! ¡Aquí!
Se giró para mirar en la dirección de donde provenía el sonido y la vio rápidamente. Estaba encima del león. Se había subido a la fuente y trepado hasta la espalda del animal de bronce para tener un punto de vista ventajoso y poder encontrarlo.
—¡Monty!
Movió los brazos en el aire y él levantó la mano. Intentó acercarse, pero tenía el camino obstruido por los sirvientes que corrían de un lado para otro con montañas de mantas en los brazos y vio a Jessie resbalar del león y caer de espaldas al agua; todo pasó tan rápido que desapareció de su vista en cuanto cayó.
«Cielos, Jessie».
Se sumergió en un grupo de túnicas blancas, donde las cabezas se unían entre sí en una discusión acalorada, y consiguió abrirse paso entre ellas. ¿Dónde estaba Jessie? ¿Dónde demonios había…? Ella se deslizó en el hueco que había abierto Monty y él alargó el brazo para agarrarla, pero algo hizo que la mano de Jessie se detuviera a medio camino. Estaba allí de pie con los ojos muy abiertos y los hombros caídos, temblores en el pecho y todo el cuerpo como el de una muñeca a la que le hubieran sacado el relleno. Llevaba el vestido blanco empapado hasta los muslos, y se le pegaba a las piernas como si fueran algas; parecía tan vulnerable que a Monty incluso le parecía indecente mirarla. Lo peor eran las manos, que le colgaban a ambos lados del cuerpo y le temblaban compulsivamente.
—Jessie —le dijo él con toda la suavidad que consiguió fingir, y abrió los brazos hacia ella.
Durante un segundo, Jessie no se movió. Después se lanzó hacia Monty y este cerró los brazos a su alrededor con tanta fuerza que ella emitió un leve gemido. Jessie se aferró a él con las manos juntas alrededor de su cuello y el cuerpo pegado al suyo, como si estuviera intentando trepar y adentrarse en él. Monty, por su parte, hundió la cara en su cuello e inhaló el dulce olor de saber que seguía con vida.
—Vamos —dijo con urgencia—, debemos salir de aquí.
Sin embargo, Jessie no lo soltaba. Se echó hacia atrás lo justo para poder mirarlo a la cara. Impactado, Monty se dio cuenta de que sus ojos ya no eran de color azul, sino que tenían vetas negras como el hollín que desprende un tren; pero este hollín había emergido desde algún lugar de su interior.
—Monty, creía que estabas muerto. —Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero las contuvo—. Creí que te había perdido.
No hablaron. En el taxi de vuelta al hotel había demasiadas palabras en sus cabezas como para dejarlas salir. Iban en el asiento trasero del vehículo con un espacio que cada vez se hacía más amplio entre ellos, las manos reposadas en este, sus dedos apenas tocándose.
La ruta para salir de la ciudad estaba intrincada debido al caos que se había formado en torno al palacio, pero el coche consiguió salir del oscuro abismo en que se había convertido el Nilo y, una vez se hubieron encaminado hacia Guiza, el aire del desierto entró por la ventana abierta y Monty sintió cómo por fin la mente se le despejaba un poco. Fue entonces capaz de unir todos los fragmentos de la noche y buscarle sentido. Lo que había ocurrido había cambiado las cosas por completo.
La luna había salido y su luz rasa cubría el negro paisaje, creando la ilusión de sombras y formas extraordinarias que no existían. Al acercarse al Mena House, el complejo hotelero sobresalía, aislado, entre la penumbra como un oasis resplandeciente en el que poder recuperar el aliento. El coche cruzó las puertas de entrada y avanzó por la avenida de palmeras, rodeado del inquietante sonido de sus hojas al ondear en el aire. Odiaba aquella situación incómoda entre Jessie y él, como si la noche hubiera ido demasiado lejos y demasiado rápido y se hubieran visto demasiado en profundidad el uno al otro. Ella parecía haber vuelto a meterse en su cascarón, y él solo pensaba en hacerla reír y que ella le volviera a deleitar con una de sus miradas burlonas con los párpados medio cerrados.
En lugar de esto, Monty bajó más la ventana y dijo:
—Jessie, debemos alegrarnos de estar bien. No hay muchos heridos; está claro que la intención era asustar más que matar.
—Pero ¿por qué querrían ponerle una bomba al príncipe? Seguro que es un ciudadano egipcio, uno de ellos. No tiene sentido. Es a los británicos a los que se nos ve como el ente opresor.
—Sí, pero los nacionalistas ven al príncipe Abdul como colaborador nuestro. Tú solo mira la flor y nata de esta noche, todos cargados de insignias militares o tratándose de Sir. Es como ponerle la zanahoria delante al burro.
Monty sintió, más que ver, el movimiento que Jessie hizo con la cabeza para girarse a mirarlo.
—¿No crees que es una coincidencia muy extraña que el doctor Scott estuviera también allí? —preguntó.
—No.
Estaban hablando; ya era un avance.
Monty le dio las buenas noches en la puerta de su habitación.
—¿Estarás bien? —le preguntó; Jessie tenía la piel blanca del agotamiento.
—Claro. Que duermas bien.
—Gracias.
Todo muy formal. Monty se inclinó y le dio un beso breve en la frente. Ella le sonrió a medias y, antes de tener tiempo de hacer algo estúpido, Monty decidió marcharse.
—Mañana, al museo —le dijo ella mientras se marchaba.
—Sí. Los secretos del tesoro del rey. —Le hizo un gesto de despedida con la mano sin mirar atrás.
Había llegado a ser un experto en no mirar nunca atrás.
Cuando llamaron con suavidad a su puerta, Monty se sobresaltó. Había estado pensando en Scott y los pensamientos se habían vuelto amargos. Fue descalzo hasta la puerta, esperando que fuera el mozo, aunque por qué llamaría el mozo del hotel a su puerta a medianoche, no lo sabía. Pero cuando abrió la puerta, no era el mozo quien estaba tras ella; no había acertado en nada.
—¡Jessie!
—He olvidado decirte algo.
Estaba de pie bajo la tenue luz del pasillo, con el pelo suelto y enredado en las sombras y envuelta en una bata de seda azul con motivos orientales.
—¿Puedo pasar?
Monty dio un paso atrás.
—Claro.
Tras un momento de duda, Jessie entró. Miró a su alrededor, a las camisas blancas e impolutas que colgaban en el armario abierto, el vaso medio vacío de whisky que había junto a la cama…, pero no hizo ningún comentario.
—¿No puedes dormir? —le preguntó Monty.
—Como he dicho, he olvidado decirte algo antes y he visto luz por debajo de tu puerta, así que…
Él extendió las manos.
—Como puedes ver, no es que esté precisamente ocupado.
—Siento haber… —cogió aire profundamente, como si las palabras se le hubieran hecho una bola en la garganta— reaccionado exageradamente. Fue una tontería.
Monty vio cómo se sonrojaba y le sorprendió la posibilidad de que quizás estuviera hablando del momento en el jardín, y no de después de la explosión.
—Jessie —dijo él con tono dulce, mientras se acercaba a ella con el mismo cuidado con que lo hacía a una hembra de gamo para cuidarla en sus terrenos—, por favor, no te disculpes. No es necesario. No hace falta más que añadir un poco de sangre y destrucción a la escena y cualquiera puede acabar reaccionando exageradamente.
Ella asintió, pero aun así seguían sin disiparse las pintas rojizas de sus mejillas.
—¿Te apetece tomar algo? —Monty señaló con la mano la botella que había en la cómoda.
—Eso no era lo que venía a decir.
—Ah. —Había más.
Jessie lo miró directa y contundentemente a los ojos.
—Quiero darte las gracias. Por antes.
«¿Antes? ¿Antes de qué?».
—No es necesario que me des las gracias —le aseguró—. Ni pedir perdón. Estoy aquí para cuidar de ti, ¿recuerdas?
—Pero ¿quién cuida de ti?
—No pasa nada, tengo ojos en la nuca. —Se tocó un punto detrás de la cabeza—. Justo aquí —le dijo.
Jessie soltó una risilla y Monty percibió cómo la tensión que había en ella se deslizaba por una rendija. Fue hacia su bebida, la apuró y sirvió otra.
—Toma —le dijo—. Bébetelo. Ahora que estamos en Egipto, vamos a hablar en serio de qué demonios puede estar haciendo ese hermanito tuyo aquí.
Ella cogió la bebida y la soltó en la mesa. Afuera, el viento recorría las áridas llanuras de arena y pedregal, formando remolinos junto a la ventana. Rápidamente Monty miró hacia el lugar de donde venía el sonido y, cuando volvió a dirigir la mirada a Jessie, esta estaba tan cerca de él que pudo oler el perfume del jabón que usaba para la piel. No pudo evitar tocarla; era superior a él. El dorso de la mano acarició suavemente su esbelto cuello al tiempo que ella levantaba levemente la barbilla como una gata en busca de más.
—Jessie, vamos a hablar de Tim. He preguntado en recepción y nadie consigue recordar con certeza si iba solo o con alguien más. Es esa posibilidad de que fuera acompañado la que debemos considerar. Si está…
Dos dedos de Jessie se posaron en sus labios para silenciarlos. Sus ojos eran enormes.
—Esta noche —murmuró— Tim no está aquí; solo tú y yo.
Sus brazos le rodearon el cuello y acercaron su cabeza a la de ella. Él la abrazó sin olvidar la facilidad con la que aquellos delicados huesos podrían haberse hecho añicos esa misma noche. Monty sintió el calor de su cuerpo bajo la seda china, la elevación del hueso de la cadera y la caída de sus finas costillas entre sus dedos, y se la acercó más. El cuerpo de Jessie parecía derretirse y fundirse con el suyo al encontrarse los labios de ambos, y unos sonidos íntimos y susurrantes se escaparon de los de Jessie. Él la besó suavemente al principio, pero la necesidad de tenerla hizo que los besos se volvieran más intensos y ansiosos, al tiempo que la boca de ella se entregaba a la de él. Monty saboreó su lengua de fruta madura, el delicado interior de sus mejillas, más suave que la miel y el doble de dulce que esta.
Ella se abría a él, dejando que explorara las curvas intrincadas de su cuerpo. No solo físicamente; era más que eso, mucho más. Monty sentía cómo las puertas cerradas de su mente le permitían la entrada, exactamente del mismo modo que lo hacían sus labios, y aquello lo conmovió enormemente.
La acarició con las manos, recorrió la curva tersa de sus nalgas y volvió a subir por las angulosas caderas. Oyó cómo Jessie contenía la respiración cuando abarcaba su pecho con la mano y cómo emitía seguidamente un suspiro ahogado cuando sus besos se deslizaron por el valle de los pliegues de la tela. Al apartar la cabeza para contemplarla, para estudiar a aquella Jessie distinta, ella ya no lo miraba desde su posición recelosa, temerosa de ser mordida, sino que sus ojos resplandecían y sus mejillas se sonrojaban. Monty le besó la nariz, una curva suave con los orificios amplios que le daba la apariencia engañosa de arrogante; lo único que Jessie no era arrogante. Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
—Estamos vivos —le dijo él pausadamente—. Eso es lo importante. Con el resto, podemos.
Ella abrió más los ojos.
—Esto no es por el shock, si es lo que piensas. —Sus labios parecían más carnosos y suaves, como si el sello que los mantenía cerrados se hubiera roto—. No estoy trastornada por las cosas terribles que han pasado esta noche —dijo, empezando a reírse; pero el sonido se quedó enganchado a su garganta.
Monty posó los labios en su frente y los mantuvo allí, consciente de los pensamientos agazapados al otro lado de la piel y los huesos.
—Vivamos el momento.
Ella ladeó la cabeza y le dedicó una de sus sonrisas burlonas.
—Tenía entendido que ustedes, los Chamford, al igual que los faraones, se preocupaban únicamente por la gran dinastía, por el pasado y el futuro de su nombre. El presente no dura más que un abrir y cerrar de ojos.
Él frunció el ceño.
—Tendré que demostrarte que no es así, ¿no? —dijo, y la levantó en el aire.
Jessie rio y le deslizó la mano por debajo de la camisa mientras él la llevaba hasta la cama.