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El polvo y la ceniza de la máquina a vapor se les metía en los ojos. Jessie estaba impaciente por subir al tren, pero le conmovió que Maisie Randall se hubiera tomado la molestia de ir a esa hora tan temprana a despedirlos en el andén de la estación, así que se quedó un poco más con ella en lugar de coger asiento en el compartimento de primera clase.

—Espero verla de nuevo pronto —le dijo a la mujer con una sonrisa—. ¿Va a ir a Lúxor?

—Puede estar segura de que iré. En uno o dos días estaré de camino.

El tren emitió un silbido chirriante que los sobresaltó.

—Por Dios bendito —dijo Maisie—, ¿es que esta ciudad nunca se calla?

Estaban rodeados de ruido y bullicio. Los mozos se abrían paso empujando con las maletas, los vendedores ambulantes gritaban sus productos y precios mientras les ponían en las narices a los viajeros copias baratas de escarabajos y gatos de basalto o pulseras de cuentas de cristal, los niños se colaban en el andén en un intento por vender sus dátiles e higos, mientras que los pasajeros nativos subían ellos mismos y a sus animales al tren con una determinación tal que Jessie temía que los vagones estallaran incluso antes de partir.

Abrazó a Maisie, sus caderas huesudas y sus costillas, y su olor a melisa. Iba a echar de menos su sonrisa dispuesta y su ingenio vivo, y le preocupaba que viajara sola, pero Maisie parecía vivir con total indiferencia al peligro.

—Vaya con cuidado, mi niña —dijo Maisie, tapándose del sol con el paraguas—. He oído que hace un calor de mil demonios allí abajo en las tumbas, y cuidado también con la maldita agua.

—Lo haré.

—Y procuren mantenerse alejados de las bombas.

La idea estremeció a Jessie; la resonancia tenue de aquel sonido había estado toda la noche retumbando en su mente, reacia a disiparse. Seguía allí, un sonido apagado y con eco, como un trueno lejano en las montañas.

—Estaremos seguros —le dijo a Maisie—. Al parecer el malestar está concentrado aquí, en El Cairo.

Maisie miró a su alrededor y negó con la cabeza ante la visión de los mendigos, sus pies descalzos y las mejillas escurridas.

—No se los puede culpar, ¿eh? Nosotros los occidentales somos demasiado avariciosos y egoístas. Queremos absorber todo lo valioso del mundo. —Su fino rostro se estremeció por el disgusto—. Les dejamos el desierto porque no nos sirve para nada. —Hizo una pausa y miró directamente a Jessie—. Me dan pena estos pobres mendigos. Recuerdo que hubo un tiempo en el que yo tampoco tenía zapatos ni nada que llevarme a la boca.

A Jessie le sorprendió mucho aquel repentino acto de sinceridad. Le tocó el brazo a Maisie y se dio cuenta de cómo la chaqueta suelta ocultaba la ausencia de carne.

—Me alegro de que esté aquí —le dijo con dulzura— con zapatos en los pies y café en la barriga.

La mujer sonrió.

—Pues no es ni la mitad de lo contentos que se van a poner esos mendigos cuando yo llegue a Lúxor. Me van a desplumar. —Maisie rio entre dientes.

El tren dio una sacudida y todos empezaron a airear pañuelos blancos. Monty, que estaba de pie en los escalones de subida al vagón, llamó a Jessie.

—Vaya con él —le dijo Maisie con urgencia—. Ahí tiene a un buen tipo esperándola.

Jessie la abrazó una vez más.

—La veo en Lúxor. No se meta en ningún lío.

—Ni ustedes tampoco.

Al girarse Jessie para subir al tren, miró a Monty detenidamente. La máquina a vapor ondeaba los mechones de su cabellera parda y estaba estirando sus largos brazos para abarcar el mundo, como si perteneciera a aquel mismo lugar, como un gato al sol. Tenía ese don de parecer naturalmente aceptado allá donde fuera. Aquello despertó en Jessie la necesidad de reposar su mejilla en la de él para respirar su mismo aire y pisar el mismo suelo que él pisaba. Quizás así también ella acabaría perteneciendo a aquel lugar.

Quinientos kilómetros. Doce horas muertas de traqueteo y vibraciones en las que Jessie sentía cómo se le adhería a la piel el aire asfixiante que desprendía el ventilador. El vagón de primera clase estaba bastante bien, pero iba lleno de turistas alemanes con pantalones cortos y de hombres de negocios egipcios con sus sombríos trajes y corbatas. El aire sofocante olía a ajo y cuando Monty le ofreció una tajada de melón, Jessie estuvo a punto de llorar de alivio.

El tren se movía a su ritmo. Aceleraba y deceleraba sin motivo aparente, crujiendo como los huesos de un anciano. Paraba en estaciones con nombres que parecían más bien dibujos gracias a las tan ornamentadas letras árabes y aumentaba la velocidad cuando había pasos a nivel sin barreras, con lo que el hecho de ver a las cabras y a los niños caminar por las vías del tren con total indiferencia era más que alarmante.

Jessie se quedó embelesada con los colores cálidos del paisaje, que se desplegaba hacia las colinas del otro extremo del valle del Nilo. Esperaba de antemano que aquel viaje de doce horas fuera tedioso, pero no resultó serlo. En primer lugar, por la cualidad hipnótica del paisaje que recorría el tren, que apenas variaba en kilómetros. Los raíles estaban colocados sobre un terraplén que recorría el lateral del canal Ibrahimiya, una extensión de agua ocre de unos doce metros de ancho, uno de los canales artificiales más grandes del mundo. Había sido una obra enorme de Ismail Pachá en el siglo XIX, ideada para abastecer de agua del Nilo los campos entre el Alto y el Bajo Egipto.

La llanura del valle del Nilo, excepto por los llamativos minaretes que anunciaban cada torre, habría sido repetitiva y aburrida, pero a cada lado del canal había dos o tres kilómetros de campos de cultivo. Era como un río verde a ambos lados del tren, increíblemente intenso frente a los colores apagados del distante desierto y el blanco lechoso del cielo. Salpicando el mosaico de campos se podían observar las diminutas espaldas agachadas de los fellahin, los campesinos, cortando el maíz y los grandes tallos de la caña de azúcar, trabajando sus zanjas e hileras de verduras y contribuyendo con el marrón de sus galabiyas al paisaje.

En las ciudades y los pueblos durmientes, Jessie veía en ocasiones el negro y blanco de alguna vaca o un rebaño de cabras huesudas y, por todos lados, pequeños burros. Los burros y las mujeres eran, con total seguridad, las bestias de carga en Egipto, pero la visión de algún camello que otro era motivo de celebración por romper con la monotonía.

Según pasaban las horas, el cielo se iba tornando de un azul más brillante que parecía quemar las tierras y que disimulaba las montañas de basura acumulada en ambos bancos del canal. Jessie era consciente de que aquella agua era una arteria vital; los hombres pescaban en ella en largas barcas afiladas a remos, las mujeres, con sus túnicas negras, lavaban la ropa y los cacharros allí y los pilluelos orinaban en la misma agua a la que después se lanzaban gritando de júbilo. Aquello era más que fascinante para Jessie.

Lo único que echaba de menos eran los árboles. No es que no hubiera ninguno, porque los había, y proyectaban sombras alargadas sobre el borde del canal, pero no había variedad; solo palmeras datileras altas y elegantes cuyos delicados ventiladores de verdor se inclinaban hacia el agua como mujeres intentando obtener su propio reflejo. Junto a ellas, los plataneros batían sus grandes hojas suculentas en competición directa, pero sus troncos eran raquíticos y los hacían parecer los hermanos feos de las datileras.

Los hombres se congregaban en grupos de tres o cuatro en la orilla del canal o apoyados contra los muros de las casas, fumando y tomándose su tiempo para poner el mundo en orden mientras las figuras de negro labraban la tierra. Era un mundo que consiguió absorber a Jessie. Y durante todo el trayecto, a lo lejos, de vez en cuando aparecía inesperadamente alguna que otra escarpadura o una hilera de viejas colinas de un tono rosa palo que no conseguía hacer olvidar el desierto que se extendía a su alrededor, despiadado, implacable y cruel.

La segunda razón de la ausencia de aburrimiento era Monty, el roce de su cadera contra la de ella y su elocuente ceja levantada cuando se divertía escuchando cómo dos hombres de negocios egipcios se enfrascaban en una discusión por un caballo concreto que correría en la carrera del club Gezirah el siguiente día. Sus voces eran más graves que las de los europeos, sus gestos más amplios y sus ojos más severos. Jessie se imaginó a Tim en medio de aquellas personas, tan rubio y fino, el Tim de los buenos modales, y sintió un vuelco en el estómago al experimentar el miedo por él.

Monty debió de notarlo, ya que le dijo en voz baja:

—Cuéntame una de tus historias sobre Egipto, uno de los mitos de los dioses.

Y Jessie le contó la historia sobre la guerra entre los dos hermanos Osiris y Set.

—Osiris era el dios sabio del más allá, gobernador de la muerte y la fertilidad, el hijo mayor del dios de la tierra, Geb, y de la diosa del cielo, Nut. Set, su hermano menor, estaba celoso de él; era el dios del desierto y las tormentas.

—Uh, esto tiene mala pinta —dijo Monty sonriendo.

—Sé cuán irritantes pueden ser los hermanos menores —murmuró Jessie, y Monty rio.

—Y ¿qué hizo Set al respecto?

—Nada bueno. Quería el trono de su hermano, así que hizo lo que todos los hermanos malos hacen en las historias: mató a Osiris.

—Qué mal hermano.

—Pues sí, muy triste, pero no acaba aquí. Cortó al pobre Osiris en catorce trozos y los esparció por todo Egipto.

—¡Qué horror!

—Ah, pero no podemos olvidar los poderes de la esposa devota de Osiris, Isis, que también era su hermana, por cierto.

—Cuéntame.

—Pues que fue a buscar las piezas, pero solo encontró trece de las catorce. Un pez se había tragado la última.

Monty abrió los ojos con horror.

—No me digas más, me imagino qué pieza.

—¡Exacto!

—Pobre Osiris.

—Pero Isis era una diosa con recursos. Creó un nuevo… —Jessie bajó la voz— falo para Osiris, un falo de oro, y utilizó un conjuro para conseguir unir a su esposo y poder tener un último encuentro marital.

Monty rio, encantado con el tono de la historia, y uno de los alemanes lo miró con cara de pocos amigos.

—Sigue, sigue —le dijo a Jessie con impaciencia.

—Ocurrió lo inevitable, claro. Se quedó embarazada y dio a luz al precioso Horus, a quien tuvo que proteger desesperadamente del malvado Set, que ahora quería matarlo a él. Pero Horus consiguió crecer y convertirse en el poderoso dios con cabeza de halcón, el dios del sol y de la guerra.

—No es de extrañar, me imagino, pero no me tengas así en ascuas. ¿Consiguió el viejo Set matar a Horus también?

—Pues estuvo la cosa disputada, ¿eh? Tuvieron muchos enfrentamientos durante ochenta largos años. Uno de ellos tiene que ver con —dijo misteriosamente, y acercó los labios al oído de Monty— semen y lechuga, pero vamos a pasar de largo.

Monty resopló.

—Para no liarme más —declaró Jessie—, en una carrera en barco Horus hizo un poco de trampas y ganó el trono de Egipto. Le arrancó los testículos a Set, dejándolo igual de infecundo que el mismo desierto.

—¡Ay!

—Pero Set se tomó la venganza sacándole un ojo, el famoso ojo de Horus.

—Y después, ¿qué pasó?

—Pues en realidad ya está.

—¿Cómo? ¿Me dices que después de esto vivieron felices y comieron perdices?

—No, pero Horus ganó; el bien sobre el mal.

—De eso trata el asunto, ¿no? —La expresión de Monty se tornó más severa de repente.

Jessie negó con la cabeza, sintiendo de pronto una tirantez en el pecho.

—¿Cómo podemos saber quién es el bien y quién es el mal? —dijo ella.

En medio del calor y el jaleo del vagón, la pregunta quedó suspendida en el aire sin respuesta.

—Tenemos que confiar en nuestro propio juicio —dijo Monty finalmente—. Es lo único que nos queda.

—Sí, pero ¿podemos fiarnos de él?

Monty suspiró.

—¡Ay, mujeres!

—¿Cómo dices?

—Vosotras las mujeres, Isis… Decididas a arriesgarlo todo por salvar a vuestros amados hermanos.

No se le había ocurrido a Jessie hacer tal asociación de ideas. Allí estaba ella, en Egipto, removiendo cielo y tierra para encontrar cualquier rastro de su hermano. De algún modo, inexplicablemente, aquello marcó la diferencia. Reposó la mano en la muñeca de Monty y giró la cabeza para mirar por la ventana el esquivo desierto en el que Set vivía, con su nariz torcida y su cola bífida, con la única compañía de los escorpiones.

La solidez de la carne y los huesos de Monty bajo sus dedos ayudó a Jessie a mantener la mente alejada de la idea de que Set era también el dios de las tormentas.

La tercera razón de que el viaje desde El Cairo hasta Lúxor fuera entretenido fue más inesperada. Monty estaba leyendo la revista Egyptian Gazette mientras Jessie se planteaba preguntarle al señor egipcio que tenía sentado enfrente si conocía algún hotel bueno en Lúxor cuando el revisor entró en el vagón con su uniforme de color escarlata y su fajín dorado, con expresión de disculpa.

—¿Señorita Kenton? —preguntó.

—Sí.

—¿Tiene a algún amigo viajando en el mismo tren?

—Sí, está sentado junto a mí.

—No. —El señor se inclinó educadamente hacia Monty. Era el tipo de hombre de mirada amable que parecía que viviera con demasiadas mujeres. Tenía ese aspecto de estar siempre intimidado y ser una persona sin pretensiones—. Siento molestarla, señorita Kenton, pero me refiero a un amigo de nacionalidad egipcia.

—Pues, que yo sepa, no —dijo Jessie sorprendida.

—Ah, ya me imaginaba. Afirma que usted pagará su billete.

—¿Quién es esa persona? —preguntó.

—No es nadie. No se preocupe, señorita.

Hubo un resplandor blanco, seguido de un pequeño rostro joven que salió de debajo del brazo del hombre, y unos ojos negros y brillantes la miraron con una amplia sonrisa.

—Soy yo, sita Kenton, Malak.