4

Había ciertas cosas sobre las que Jessie no estaba dispuesta a mentir, ni siquiera a ella misma, pero por dónde se moviera su hermano no era una de ellas. Llevaba toda la vida mintiendo por Timothy; parecía imposible que no se le hubiera vuelto la lengua azul de todas las mentiras despiadadas que se habían deslizado por ella. Sus palabras eran como un punzón perfectamente afilado que se clavaba en el corazón de las chicas y, más tarde, de las mujeres jóvenes que llamaban a la puerta de su casa preguntando por su hermano con sus sonrisas dulces y sus ruegos insistentes. Jessica, por su parte, poseía todo un arsenal de excusas coherentes.

Lo siento, Isabella, pero Tim se ha ido a jugar al críquet.

Está enfermo con gripe.

Está cuidando a nuestra tía en Peterborough.

Gracias por los cigarrillos Sobraine, Amanda. Tim los apreciará, pero esta noche tiene que trabajar hasta tarde.

No, ni un cigarrillo más, Amanda. Ha dejado de fumar.

Con el paso de los años, las excusas se volvían cada vez más rebuscadas.

¿No te has enterado de que está estudiando para meterse a monje?

Lo siento, pero está cenando con Noel Coward.

No era culpa de Timothy. Las chicas revoloteaban a su alrededor como abejas en un panal, batiendo sus preciosas alas para él. Durante toda su vida, su aspecto atractivo y nórdico y su encanto natural habían sido su perdición. Siempre frustraban los intentos de su brillante mente de que lo tomaran en serio y socavaban su determinación a hacer completo uso de ella. Cada vez que se lamentaba de la persecución que sufría por parte de su harén particular, Jessie entrecerraba los ojos y lo ignoraba. ¿De qué servía? Su hermano conocía a la perfección sus propias debilidades incluso mejor que ella; aun así, seguía mintiendo por él, ya que ni siquiera ella era inmune a su sonrisa resplandeciente, por mucho que lo intentara ocultar.

Aunque solo tenía siete años cuando Timothy invadió su vida, se había mantenido fiel a su palabra y había conseguido querer a su nuevo hermano. En los primeros años, había sido como tener que masticar agujas cada vez que tenía que sonreírle o tocar obedientemente con sus labios la mejilla del crío. No obstante, había sido precisamente eso, besarlo, lo que la había ayudado a conseguir quererlo. Eso y acunarlo en su regazo, cepillarle los rizos dorados y hacerle cosquillas por todo su cuerpo regordete hasta que caía en su abrazo. Él le rodeaba el cuello con los brazos, aprisionándola y colmándola de besos, quisiera ella o no.

Poder coger a su hermano de la mano era algo insólito para Jessie, algo que cautivó su joven corazón. El roce de su piel era suave y cálido, y hacía que algo en su interior se retorciera y le provocara dolor. Por las noches, en la soledad de su cama, lloraba con alivio mientras rellenaba el frío hueco que ocupaba su pecho. Algunas de esas veces se metía en la cama de Timothy y, bajo las sábanas, leían las aventuras de Sherlock Holmes a la luz de una linterna, únicamente por el placer de sentir su cabeza posada sobre su hombro. Le olía el pelo y enroscaba sus rizos entre los dedos al tiempo que imaginaba que se trataba de Georgie.

«Georgie».

Mientras conducía hacia el sur de Londres bajo la lluvia en dirección a la casa de sus padres en Kent, se permitió a sí misma que aquel nombre penetrara una vez más en su mente. Al fin había conseguido quitárselo de la cabeza, le había prohibido que entrara arrasando en sus pensamientos y transportándola a un mar de lágrimas al recordar todos los malos momentos. Jamás había oído hablar ni había sabido nada de Georgie desde aquella fatídica noche, pero seguía oyendo el eco de su voz en su mente.

Los limpiaparabrisas de su Austin Swallow chirriaban contra el cristal y Jessie conducía muy atenta a la oscuridad que se desplegaba ante ella. Había dejado a su izquierda el club de críquet de Dulwich Village y continuaba por la carretera A234 cuando sintió que todo el cuerpo le flaqueaba, al igual que su pie, que se deslizó por el pedal para posarse en la alfombrilla provocando que el coche aminorara la velocidad hasta parecer que iba arrastrándose por el asfalto, como si fuera reacio a adentrarse en Beckenham. Siempre le pasaba lo mismo cuando iba a casa de sus padres.

«Tu hermano ha desaparecido».

Aquellas habían sido las palabras de su padre aquella noche.

«Tenemos que encontrarlo».

Veinte años de retraso.

—Buenas noches, Jessica. Te has tomado tu tiempo.

—Está lloviendo, papá.

—Claro.

¿Claro que está lloviendo o claro que se había tomado su tiempo? ¿Qué quería decir? Daba igual. De cualquier modo, ya encontraría la forma de culparla. Había entrado a la casa por la puerta lateral que daba directamente al taller de imprenta de su padre porque había visto luz a través de los barrotes de las ventanas, luz que pintaba las gotas de lluvia de un color amarillo como el de la mantequilla. Prefería hablar con él antes de enfrentarse a su madre.

—He conducido lo más rápido posible con este tiempo horrible —remarcó, dándose cuenta de que se había podido percibir la molestia que trataba de ocultar.

—No seas insolente conmigo, jovencita.

Se posó el recipiente de tinta negra sobre la palma de la mano. Llevaba puesto su delantal de trabajo marrón para protegerse la ropa de posibles salpicaduras pero, como era habitual en él, su pelo estaba inmaculado, cada mechón oscuro perfectamente engominado en su lugar, y sus elegantes zapatos de cuero, resplandecientes como si estuvieran hechos de hielo negro. Mientras se acercaba a ella, Jessie se arrepentía de sus palabras, ya que veía en los ojos de su padre la tensión tras las gafas y percibía cierta flacidez en la comisura de la boca que indicaba que sus emociones bullían bajo la superficie.

—Dime, papá, ¿qué ha pasado?

—Timothy ha desaparecido, se ha desvanecido. —Hizo un gesto con la mano hacia la ventana, como si hubiera salido volando por ahí—. No sabemos nada de él.

—¿Desde cuándo?

—Desde hace siete días.

—Oh, papá, ¡una semana! Ya es un adulto —dijo con una dulce sonrisa—. Tiene veinticinco años, no quince. Seguramente estará pasando unos días de diversión con los amigos.

—Jessica, no subestimes a tu hermano. Sabes tan bien como yo que siempre llama a tu madre si va a pasar la noche fuera para que no se preocupe.

—Sí, ya lo sé.

Amable, considerado, atento…, un hijo afectuoso… Timothy era todas esas cosas juntas. Ella no. Jessie rehusaba el amor porque sabía que podía hacerle daño; aquello lo había aprendido una fría noche de octubre cuando tenía siete años. Había abandonado su hogar familiar en cuanto cumplió los dieciocho en un intento de alejarse de la sombra que proyectaba su infancia. Había conseguido ingresar en la Escuela de Arte y Diseño de Saint Martin y licenciarse, dibujando día y noche y trabajando de camarera hasta la madrugada con un traje negro y blanco en el Lyons Corner House de Tottenham Court Road. Además, todos los sábados montaba un puesto en Portobello Road para vender sus dibujos. Había sido recientemente cuando había conseguido trabajar con su padre en algún que otro proyecto ocasional que aunaba los diseños de él y sus propias iniciativas, y en el último año habían conseguido aceptarse y respetarse el uno al otro.

Jessie observó el orden que reinaba en el taller e inhaló el olor familiar de la tinta y el metal caliente de la imprenta que había en el rincón, un olor que siempre asociaba a su padre y que lo seguía allá donde fuera como un perrito faldero. Del mismo modo, asociaba el aroma de las fresas a su madre. La importante empresa de impresión Kenton Print Works, que su padre dirigía con una dedicación absoluta, tenía su sede principal en las afueras de Sydenham; sin embargo, a él le gustaba mantenerse ocupado con pequeños trabajillos privados en su taller. A Jessie le pasaba lo mismo; le gustaba trabajar en la soledad de su apartamento, lejos del bullicio del estudio. La diferencia residía en que el taller de su padre estaba limpio y ordenado y cada elemento ocupaba su lugar exacto en cada momento, mientras que el de ella era un completo desastre. Aquí, los libros y las carpetas estaban catalogados por orden alfabético, había perfectos montoncitos de panfletos y pilas de folletos pulcramente ordenadas.

Un gran montón de pósteres llamó su atención. Desde arriba, el rostro de un hombre apuesto la miraba inmensamente satisfecho de sí mismo y lo reconoció al instante. Era Oswald Mosley, el carismático fundador de la recientemente creada Unión Británica de Fascistas; era un barón poderoso que había intentado meter cabeza en el Parlamento, tanto en el Partido Conservador como en el Partido Laborista. Sin embargo, era un hombre impaciente y arrogante; se había desligado de ambos con acrimonia y había creado su propio partido político.

Jessie frunció el ceño. Sintió una sensación de disgusto ante la visión y se dio la vuelta. Fue hacia el escritorio de su padre, se sentó en un taburete alto, cruzó los brazos y dijo:

—Cuéntame qué ha pasado exactamente.

—Nada.

—¿Qué quieres decir?

—No ha pasado nada. Eso es lo que no comprendo.

Empezó a caminar de un lado a otro por el centro de la habitación, con el gesto contrariado. Jessie se dio cuenta de que su padre daba vueltas a un lápiz entre los dedos mientras hablaba, del mismo modo que lo hacía ella cuando le rondaba algo la cabeza. Sin embargo, las manos de su padre eran refinadas y elegantes, las manos de un pensador, mientras que las suyas eran pequeñas y planas.

—¿Cuándo viste a Timothy por última vez? —preguntó Jessie.

—El viernes pasado por la mañana. Vino a casa a por una camisa limpia antes de irse a trabajar. Había pasado la noche del jueves contigo, ¿recuerdas?

De eso no estaba al tanto Jessie y debió de haber algo en su expresión que le despertara ciertas dudas a su padre, ya que preguntó con brusquedad:

—Pasó esa noche contigo, ¿no?

—Sí, sí.

Lo de mentir sobre el paradero de su hermano le salía ya de modo natural.

—He pensado que podría haberte dicho algo a ti, Jessica, sobre todo desde que ha estado pasando tanto tiempo contigo las últimas semanas.

Jessie llevaba dos semanas sin ver a Timothy.

—No —dijo rápidamente—, no me dijo nada. ¿Habéis llamado al museo para comprobar si ha estado yendo a trabajar?

—Sí, y no lo ven desde el viernes pasado.

Jessie sintió cómo le daba un vuelco el estómago. A Timothy le encantaba su trabajo en el Museo Británico, donde se encargaba de catalogar las antigüedades egipcias, con lo que el hecho de que faltara era una mala señal, lo suficiente como para hacer que Jessie se pusiera de pie al instante, muy preocupada.

—¿Habéis hablado con la Policía? —preguntó de pronto.

—Sí.

Aquello la sorprendió.

—Y ¿qué os han dicho?

—No quisieron saber nada al respecto. —Los hombros de su padre perdieron en aquel instante la habitual postura rígida—. Insinuaron que estábamos haciendo una montaña de un grano de arena. Dijeron, como has dicho tú también, que Timothy es un adulto y que ya volvería cuando quisiera. —Su padre pareció incluso avergonzado por un momento, y apartó la mirada de Jessie—. El sargento nos sugirió la idea de que podría haberse ido con alguna chica. ¿Es así? ¿Crees que puede haber alguna chica de por medio?

—Que yo sepa, no.

Jessie permaneció en el sitio sintiéndose algo estúpida. Timothy sí que se había quedado alguna noche en su apartamento, pero no muy a menudo, y cuando lo hacía le contaba bastante poco sobre su vida. Normalmente hablaban del trabajo de ambos y terminaban yendo al cine o al club de jazz de Tabitha; a Timothy le gustaba Tabitha tanto o más que un buen vaso de whisky escocés.

—Estoy confiándote todo esto y confiando en ti, Jessica.

—Oh, vamos, papá.

—No me defraudes.

Jessie se quedó observando la expresión consternada de su padre, que le era tan familiar que casi podía dibujar cada línea y surco de su rostro. Siempre había pasado horas analizando, interpretando y calibrando el mundo que lo rodeaba con una meticulosidad concienzuda; se dejaba absorber por el detalle. Sin embargo, Jessie percibía la desesperación en su voz y el agotamiento que se filtraba por los surcos de sus mejillas, poniendo al descubierto las noches en vela esperando oír el sonido de la llave de Timothy en la cerradura. Sabía que debía acercarse a aquel hombre cuyo querido hijo había desaparecido y rodearlo con los brazos, pero no era capaz de hacerlo; antes se arrancaría los ojos de las cuencas.

—Voy a hablar con mamá.

Se giró rápidamente para apartarse del magnetismo de la mirada de su padre, quien no pronunció ni una sola sílaba más.

El salón estaba frío como un témpano. El fuego ardía en la elegante chimenea de mármol victoriano, pero era el vivo reflejo de su madre: brillante y enérgico, pero pequeño. La madre de Jessie creía que el cuerpo había que calentarlo por medio de la actividad constante, no yaciendo perezosamente frente a un fuego de carbón con los pies en alto y un libro en la mano. La sangre tenía que bombear a buen ritmo y el corazón, latir a buena velocidad. Estaba tejiendo los cuadrados de una manta, pero no como el resto de las personas solían hacerlo; no era solo que las agujas de metal se unieran y separaran con tal velocidad que desafiaban la fuerza de la gravedad, sino que además la mujer iba recorriendo la estancia de un lado a otro sin parar, con la bola de lana blanca siguiéndola como un ratoncillo nervioso.

—¡Jessica!

Catherine Kenton se quedó paralizada cuando su hija entró en la sala y, por un breve espacio de tiempo, Jessie pudo oír la respiración agitada de ambas.

—Hola, mamá. ¿De qué va eso de que Timothy ha desaparecido? ¿Estás bien?

—Claro que estoy bien —dijo su madre.

Llevaba el pelo recogido en un elegante moño en la parte trasera de la cabeza e iba ataviada con un vestido de lana azul, de un tono demasiado llamativo y con demasiado vuelo en la falda, como si tuviera que demostrar algo a alguien. Detuvo su recorrido por la habitación y dijo:

—Es tu padre quien está realmente preocupado. La verdad es que no está nada bien que tu hermano no se haya puesto en contacto con nosotros.

Se intuían rastros de tono escarlata en sus mejillas, pero aparte de esto el resto de su piel era pálida y tenía los labios apretados. Para ser una mujer de casi cincuenta años, tenía una figura esbelta y ágil, siempre en movimiento, como si fuera huyendo de su propia sombra.

—Yo debería estar en una reunión esta noche —añadió con un suspiro—, no aquí.

Observó los robustos sillones con antimacasares almidonados, el armario con cajas antiguas de rapé que Jessie adoraba y el gran espejo ornamentado que dominaba la repisa de la chimenea.

—No aquí —repitió—. No aquí esperando como una…

Se fue apagando la voz.

«¿Esperando como una qué, mamá? ¿Cómo una buena madre, en lugar de una que siempre ha preferido pasar más tiempo en sus reuniones políticas, de obras de caridad, sociales, de la comunidad…?».

Daba igual por lo que fueran, mientras pudiera apoyar la causa. Siendo una persona que había comulgado con Emmeline Pankhurst a favor de la emancipación de la mujer, los mayores pecados a ojos de Catherine Kenton eran la vagancia y la indiferencia. De niños, Jessie y Timothy habían aprendido rápidamente que para leer sus historias favoritas de Sherlock Holmes en las viejas copias que conservaba su padre de la revista Strand tenían que limpiarse los zapatos al mismo tiempo; nadie podía tener las manos quietas mientras su madre anduviera cerca.

—Estoy segura de que está con los amigos —dijo Jessie con tono despreocupado—. Seguramente bebió de más y estará durmiendo la borrachera. Nada más… —Forzó una risa.

Su madre la miró; Jessie suspiró, se desabrochó el abrigo y se dejó caer en un sillón cercano a la chimenea. Al acercar las manos a las llamas empezó a salir vapor de las mangas del abrigo.

—Bueno, mamá, dime qué ha pasado. ¿Discutió con papá?

—Claro que no. Tu hermano y tu padre nunca discuten.

Aquello la devolvió rápidamente a su lugar inferior en la conversación.

—¿Mencionó Tim algún lugar al que iba a ir? ¿Cómo estaba últimamente?

—Tú deberías saberlo mejor que nadie; durmió en tu casa esa noche, ¿no?

Jessie ni siquiera dudó.

—Sí.

—¿Hablasteis de algo que tuviera pensado hacer?

—No, nada en especial. —Recorrió con la mirada las huellas de su madre en la alfombra persa, pequeñas y nítidas, pero separadas por espacios desiguales, lo que dejaba patente que su ritmo era irregular y ansioso—. Dime —dijo suavemente—, ¿qué ocurrió aquella mañana que vino a por una camisa limpia?

—Nada.

El tono de su madre era cortante; raspó con la punta de un zapato el talón del otro. Jessie se puso de pie, recogió la madeja de lana blanca de la alfombra y se enrolló la suave hebra alrededor de la muñeca, anclando así a su madre a ella. Lentamente fue tirando de su madre por medio del hilo hasta que la obligó a dejar las manos desocupadas. La lámpara que proyectaba luz sobre su piel pálida parecía arrancarle la vida cruelmente.

—¿Qué ocurrió, mamá? ¿Qué le dijiste a Tim?

—Nada.

Sin embargo, sus dedos la delataron; daban puntadas profundas y duras, triturando cual fuera la idea que tenía en su mente.

—Mamá, dime, ¿cómo voy a encontrar a Tim si no me cuentas la verdad?

Aquellas palabras acentuaron el gélido ambiente de la estancia, las mismas palabras que le había dirigido a su madre cientos de veces antes, durante su crecimiento, a excepción del nombre; eso había cambiado.

Mamá, ¿cómo voy a encontrar a Georgie si no me cuentas la verdad?

La respuesta jamás variaba:

No me vuelvas a preguntar.

No preguntes.

No.

El nombre elidido retumbó en el pequeño espacio que separaba a madre e hija hasta que los ojos azules de Catherine Kenton flaquearon y sus labios se abrieron mientras se sumía en un profundo suspiro. Volvió la mirada hacia la fotografía que coronaba la repisa de la chimenea, la que tenía un marco plateado y mostraba a un joven con una gran sonrisa y el entusiasmo de la vida refulgente en la mirada; el joven era Timothy Kenton.

—Tuvimos algunas palabras.

Palabras. Qué vocablo tan engañoso. Se adhirió a la mente de Jessie como una polilla. Tim nunca tenía palabras con sus padres.

—¿Sobre qué? —preguntó.

Silencio.

—¿Mamá?

Los ojos de su madre permanecían fijos en la fotografía, como si fuera a desaparecer si dejaba de mirarla. La hebra de lana que tenía entre los dedos se tensaba cada vez más, al tiempo que apretaba más la cintura de Jessie.

—Sobre su novia —dijo finalmente Catherine Kenton estirando la espalda para alcanzar su altura máxima; seguía siendo más menuda que Jessie incluso con sus inseparables tacones.

—No sabía que tuviera novia —dijo Jessie.

—Es una compañera de trabajo, una empleada del museo, me dijo. Vino a casa aquella mañana y lo esperó. Lo esperó en el escalón de la puerta.

—¿En el escalón? ¿Por qué no pasó al salón?

—Es egipcia.

Aquello cogió a Jessie desprevenida. ¿Egipcia? De repente, la noticia, despertó la curiosidad de Jessie y no pudo contenerse la sonrisa.

«Bien por Tim».

No creía que su hermano fuera tan poco convencional.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—No tengo ni idea.

Le bastó una mirada al rostro de su madre para darse cuenta de que en su pecho se acumulaba la angustia. Se imaginaba a la perfección aquellas palabras que había tenido con el pobre Tim.

—¿Lo sabe papá?

—No. —Repentinamente, los ojos de su madre abandonaron el rostro sonriente de la fotografía y volvieron a concentrarse en Jessie—. No se lo digas —dijo con tono desafiante.

Jessie sintió una oleada de ira que consiguió refrenar.

—Haré todo lo posible por encontrarlo —prometió. Se quedó esperando las gracias o, al menos, una sonrisa difusa, pero no ocurrió nada de eso—. Voy a mirar primero en su habitación.

—¿Para qué? Allí ya no está.

—Para buscar pruebas.

—Por Dios, Jessica, ¡tómatelo en serio! Este no es uno de tus estúpidos jueguecitos de Sherlock Holmes; esto es real. Se trata… —Su voz se quebró y volvió a mirar con desesperanza a la fotografía—. Se trata de mi hijo —susurró.

—Lo sé, mamá —dijo Jessie en voz baja—. Lo sé.

La habitación estaba fría y desangelada. Jessie pretendía echar un vistazo rápido, nada más, ya que en realidad no esperaba encontrar ninguna prueba, aunque no le vendría mal encontrar algo que le desvelara el nombre de la nueva novia de Tim, cualquier notita o un número de teléfono.

Ojeó por encima el cajón de la mesita de noche y lo revolvió con curiosidad. Encontró pañuelos, gemelos, un montón de pasajes de autobús y su alijo secreto de chocolatinas Fry. Dentro del armario, Jessie comprobó los bolsillos de la chaqueta, pero no encontró nada interesante aparte de una caja de preservativos. Se sentía como una intrusa, incómoda y desleal, al estar invadiendo de aquel modo las intimidades de su hermano. Era obvio que se había enfadado mucho con su madre —con razón, para Jessie— tras las palabras de esta. Lo que más le extrañaba era el tema del museo, que no hubiera ido a trabajar. Aquello sí la inquietaba.

Entonces se le ocurrió arrodillarse y mirar debajo de la cama, y sintió cómo cambiaba la atmósfera. Allí abajo el aire era más cálido y denso, y le acarició la mejilla como el roce de un dedo. Allí abajo, yaciendo sobre la alfombra, Georgie se acercó a ella y le despertó el llanto.

—Georgie —susurró y alargó la mano adentrándola en la oscuridad del espacio vacío.

Su aliento parecía esfumarse entre sus dedos, su tarareo le acaricio los oídos y sintió un dolor punzante en las mejillas al necesitarlo de nuevo repentinamente. Ambos solían esconderse debajo de la cama de alguno de los dos, ocultos ante la mirada crítica de su madre o de una de sus niñeras. Jessie se inventaba historias sobre un perro llamado Toby que corría aventuras alocadas y apasionadas, y Georgie sacaba dos paquetes de naipes de ciento cuatro cartas cada uno, las ponía boca abajo y procedía a decirle cuál era cada una cuando Jessie las señalaba. Y nunca fallaba; era como si tuviera visión de rayos X.

Es fácil, Jessie. ¿Por qué no puedes hacerlo?

En aquel momento, con la frente posada sobre la alfombra e inspirando el olor polvoriento y húmedo de debajo de la cama, reprimió las lágrimas y consiguió incorporarse con la risa de satisfacción de Georgie aún viva en su recuerdo. Se enfadó consigo misma porque aquella ni siquiera era la antigua habitación de Georgie; era la pequeña que había al final del pasillo, que ahora había sido relegada a la condición de trastero y estaba repleta de maletas y muebles desechados. Se puso de pie de un salto.

—Esto es una estupidez. —Soltó las palabras en voz alta para que el espacio que había debajo de la cama pudiera oírlas—. En primer lugar, te imaginas que te está siguiendo por todo Londres a modo de venganza. Después, crees que está escondido debajo de la cama de Tim. —Se sonrojó—. Tú eres la que no está bien de la cabeza, chica.

Se dirigió hacia la puerta con la determinación de salir de aquella habitación lo antes posible y apartar las telarañas del pasado de su cabeza, pero cuando asió el pomo para abrir, sus ojos se dejaron caer en la gran estantería repleta de libros que cubría la pared del fondo, y dudó un instante. Fue hacia allí e inspeccionó los títulos y el estado de cada libro. Algunos de ellos eran bastante antiguos y tenían los filos de las páginas amarillentos y las esquinas y los lomos, doblados y cuarteados.

—Oh, Tim. Los has conservado todo este tiempo.

Hacía años que no entraba en la habitación de Tim. Pasó una mano por los libros, recreándose en el tacto quebradizo de los mismos, oyendo sus voces y rememorando momentos: susurros en la oscuridad, la vela prohibida en medio de la noche, el estremecimiento por el entusiasmo que despertaban las persecuciones inteligentes de Sherlock sobre sus presas y el delicioso miedo que provocaba pasar la página por lo que la siguiente pudiera contener.

—Los has conservado —dijo sonriendo.

Quería irse de allí, pero los recuerdos se le arremolinaban en la mente, reteniéndola en aquel lugar. Los libros eran copias de las aventuras de Sherlock Holmes, de Sir Arthur Conan Doyle, aunque se percató de que Tim había añadido varios volúmenes nuevos a la colección, tales como la autobiografía del autor, Memorias y aventuras, y justo al final del mismo estante se encontraban los últimos libros que escribió: Historia del espiritismo y The Edge of the Unknown, las que escribió tras la muerte de su querido hijo Kingsley en la Primera Guerra Mundial. El ingenioso escritor había fallecido hacía dos años, en 1930, pero sus historias seguían siendo increíblemente populares.

Su mano topó con uno en concreto de un estante superior y lo sacó. Leyó el título: El perro de los Baskerville. Se lo llevó a la cara e inhaló su aroma; aquel olor embriagador hizo que la cabeza le diera vueltas y que sus manos no siguieran firmes cuando abrió la cubierta. Se quedó mirando a lo que sabía que encontraría en el frontispicio:

ESTE LIBRO ES PROPIEDAD DE GEORGIE AMBROSE KENTON. SI ME LO ROBAS, TE PERSEGUIRÉ.

Jessie se dio la vuelta bruscamente y salió de la habitación con el libro polvoriento metido en el bolsillo del abrigo.