De mouros

Toda la Península Ibérica abunda en castros, que en la ruina de sus fortificaciones y viviendas muestran la huella de unos lejanísimos habitantes.

En Galicia se sabe que los antiguos habitantes de los castros fueron los mouros, unos seres extraños y mágicos, que, a la llegada de la gente cristiana, se escondieron bajo la tierra, en los mismos lugares donde hasta entonces vivían. Allí permanecen, tan cerca de la superficie que a veces se les ha oído quejarse porque un labriego, al arar, les ha levantado las tejas de su casa.

Los mouros, algunos de ellos seres gigantescos, guardan riquísimos tesoros, y sus habitáculos están llenos de encantos, entre ellos mouras y mujeres muy bellas, que harían rico a quien fuese capaz de desencantarlas. Por el subsuelo de alguno de estos castros pasa una veta de oro puro de incalculable valor, pero su búsqueda es peligrosa, porque también hay enterrada una veta de alquitrán que, si es hallada por los buscadores en vez de la otra, traerá la catástrofe para ellos y todo el contorno. Los mouros no son de fiar, y pueden quitarle al cristiano sus ganados, para comérselos, e incluso devorarlo a él. A veces, por la noche, se ve parpadear una luz en el roquedal que hay en la cumbre de los castros. Esto sucede en el castro de Barán, en Lugo.

Un día que un niño estaba en aquel lugar pastoreando el rebaño de ovejas de su casa, encontró a una señora muy hermosa que le dijo que llevaba mucho tiempo bajo el castro, sujeta a un hechizo, y le pidió que le ayudase a liberarse. Para ello debería volver allí al día siguiente y esperar la aparición de una culebra, que era ella misma, y que se enroscaría en su cuerpo. El sortilegio quedaría roto si él no tenía miedo, y luego ella, que era hija de un conde, le haría muy rico.

Cuando el pequeño pastor volvió a su casa, le relató a la familia aquel encuentro. Se acordó que el niño debería asistir a la cita, pero no dejar que la anunciada culebra lo tocase, si es que aparecía. Así que el niño fue al castro al día siguiente, acompañado de sus padres, que se quedaron escondidos. Y muy pronto salió una gran culebra, que se fue acercando al niño. Éste echó a correr hacia donde estaban sus padres, y los tres huyeron del castro todo lo deprisa que pudieron.

La noticia de aquel encanto se extendió de inmediato por toda la comarca y llegó a oídos de un hombre entendido en conjuros y hechicerías, el tío Mingos de Caraba, que se propuso deshacer el sortilegio y conseguir los tesoros del castro. Para ello buscó los dos compañeros más valientes que pudo encontrar, prometiendo pagarles muy bien su ayuda, y una noche fueron los tres al castro.

Antes de nada, el tío Mingos hizo un círculo en el suelo con una moneda de plata y dijo a sus compañeros que entrasen con él en el círculo, y que no se les ocurriese salir, viesen lo que viesen. El tío Mingos, para prevenir las fuerzas maléficas, llevaba muchos escapularios, cruces y medallas, entre ellas varias de san Benito. Para los exorcismos, iba a utilizar un ejemplar muy antiguo, encuadernado en pergamino, de un famoso grimorio, el Libro Magno de san Cipriano, conocido por la gente con el nombre de Ciprianillo, en el que se encuentra una relación bastante pormenorizada de los tesoros de Galicia, así como los conjuros, letanías e imprecaciones apropiados para que las riquezas encantadas se liberen de su hechizo.

«Tierra, todo criarás y todo comerás, dice el Señor Nuestro», comenzó a leer el tío Mingos, a la luz de una linterna. Llevaba leyendo un rato, cuando se apartaron con gran estrépito las peñas del castro y surgió un gigante que llevaba en la mano un tridente con las puntas al rojo vivo. Luego salió una muchacha que, tras extender en el suelo un lienzo, empezó a volcar sobre él sacos llenos de monedas de oro.

Mientras la muchacha acarreaba todo aquel oro, de las entrañas del castro salió un enorme toro que se puso a rodear el círculo, amenazando a sus ocupantes con unas cornadas violentas que parecían a punto de clavarse en ellos. El tío Mingos de Caraba seguía leyendo imperturbable, pero sus compañeros estaban cada vez más aterrorizados. Poco después, las rocas más grandes del castro se desgajaron del suelo y, alzándose en el aire, se colocaron sobre ellos y empezaron a balancearse lenta y amenazadoramente, como si estuviesen a punto de caer y aplastarlos.

Los acompañantes del tío Mingos no pudieron resistir el pavor y echaron a correr, abandonando el círculo. El tío Mingos tardó un año entero en regresar a casa. Estaba muy delgado y se había convertido en un hombre silencioso y huraño. Murió poco después sin contar nunca lo que había sido de él durante aquella ausencia. Ningún signo hizo pensar que se hubiese enriquecido, de manera que los tesoros del castro de Barán deben de seguir allí, sujetos a su antiquísimo encanto.

Leyendas españolas de todos los tiempos
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