El mariscal Pero Pardo de Cela
En el museo provincial de Lugo se conserva una gruesa cadena llamada la mariscala, de la que al parecer colgaron los grillos que tuvieron sujeto al mariscal Pero Pardo de Cela en los días que precedieron a su ejecución.
Al relatar la historia del mariscal, los narradores coinciden en su firme y sincera enemistad con el cabildo catedralicio de Mondoñedo. Había entre el mariscal y los canónigos una fuerte rivalidad, pues el mariscal era señor de muchas tierras en el mismo territorio que el obispado. Además, tanto su linaje como el de su mujer, doña Isabel de Castro, eran de mucha alcurnia, lo que añadía a su poder el de ciertos grandes señores de la corte, haciéndolo poco vulnerable a la influencia del obispo.
La gente del obispo tejió sobre el mariscal un tupido entramado de informaciones adversas a su conducta y a su memoria, por lo que ya es imposible conocer lo que pudo haber de cierto en su ayuda a las revueltas campesinas protagonizadas por los llamados Irmandiños, que causaron grave quebranto en los bienes de los clérigos y de la corona, o en sus supuestas intrigas para alzarse como rey de Galicia. Lo que parece probado es que, en la guerra sucesoria entre Isabel y la Beltraneja, estuvo de parte de ésta, lo que hacía que, junto a algunos amigos, también tuviese muchos enemigos entre quienes rodeaban a los que más adelante serían conocidos como Reyes Católicos.
En una de sus graves pendencias con la mitra, los manejos del cabildo consiguieron que los reyes enviasen a Galicia un ejército, al parecer constituido principalmente por soldados franceses, a los que conducía un trotamundos llamado Luis Manso Mudarra, con la orden de hacer preso al mariscal. La llegada de aquel ejército supuso el inicio de un enfrentamiento armado que se extendió a lo largo de mucho tiempo y fue asolador para la región. Los mercenarios de Manso Mudarra consiguieron al fin que el mariscal se retirase a su castillo de la Frouseira.
Sin embargo, la resistencia del mariscal no se doblegaba, y Manso Mudarra logró sobornar a algunos de sus colaboradores más cercanos. Tras diversas vicisitudes, los traidores lograron que el mariscal fuera capturado en una fortaleza por las tropas reales y trasladado a Mondoñedo. Un rápido juicio lo condenó a ser decapitado, con su joven hijo y su fiel seguidor Pedro de Miranda, señor de Castro d’Ouro.
Fue entonces cuando la esposa del mariscal, doña Isabel, puso en juego todos sus esfuerzos e influencias para intentar salvar la vida de su marido y de su hijo. Se cuenta que, galopando todo lo deprisa que permitían los abruptos caminos, consiguió llegar en poco tiempo hasta la presencia de la reina Isabel, logró que le diese audiencia de inmediato y fue tan persuasiva en su petición de clemencia que la reina le otorgó el indulto de la pena capital para los condenados.
Sin descanso, doña Isabel emprendió el regreso. Pero los partidarios del obispado que había en la corte se apresuraron también a enviar al cabildo la noticia y ésta corrió más velozmente que doña Isabel. Así, el obispo y sus canónigos conocieron que la señora estaba a punto de llegar con el indulto que salvaría la vida de su esposo y de su hijo. La ejecución de los condenados debía celebrarse en la mañana del día siguiente, y era probable que la dama, que se aproximaba reventando caballos en un galope incesante, llegase a tiempo para salvarlos.
Ya no se recuerda si la idea fue del penitencial, del deán o del propio obispo, pero el caso es que en la improvisada reunión del cabildo se urdió una estratagema que podía permitir ganar el tiempo necesario. Desde antes del alba, tres canónigos disfrazados de gente seglar se apostaron en el puente que da acceso a la villa, esperando a la señora. Y cuando ésta llegó al galope, cubierta de polvo, en compañía de un puñado de servidores y amigos, los canónigos disfrazados le dieron muestras de jubilosa adhesión y le dijeron que eran portadores de confidencias importantísimas acerca de su marido e hijo, que le revelarían mientras ella y el resto de los agotados jinetes tomaban un refrigerio.
La entrevista fue breve, pero el retraso suficiente para dar tiempo al verdugo a decapitar a los condenados. Se sabe de manera fidedigna que la cabeza del mariscal, al caer del cadalso, pronunció la palabra «credo», rebotó en un escalón y dijo otra vez «credo», y cayó sobre el empedrado de la plaza exclamando «credo» por tercera y última vez.
Cuando la portadora del indulto llegó al lugar, una muchedumbre quieta y silenciosa contemplaba las tres cabezas también inmóviles, y empezaban a doblar las campanas de las iglesias. El dolor desgarró a doña Isabel el resto de su vida. En cuanto al puente en que fue engañada por los canónigos, se sigue llamando Ponte do Pasatempo.