Las tres olas

A mediados del siglo XIX vivía en Deva, Guipúzcoa, un pescador con gran experiencia, patrón de una sólida lancha, que estaba casado con una bella mujer, de la que había tenido una hija también muy hermosa.

El pescador, que se sentía feliz con su mujer, su hija y su oficio, era hombre generoso, y había recogido en su casa a un sobrino huérfano llamado Tomás, cuando era todavía un niño, para enseñarle las artes de la pesca. El muchacho fue creciendo, aprendiendo y haciéndose un buen pescador. Con los años, llegó a enamorarse de su prima, que parecía corresponderle, lo que el padre no veía mal, y era de esperar que, cuando fuese conveniente, la joven pareja se casase para formar su propia familia.

Como más jóvenes de la tripulación, a Tomás le correspondía, con otro compañero de su edad llamado Bilinch, el cuidado de la barca, así como preparar cada madrugada todo lo necesario para ir a faenar, antes de la llegada de los demás. Aquella temporada estaban teniendo muy poca fortuna en sus esfuerzos por pescar, y el desasosiego los hacía madrugar más de lo necesario.

A veces, después de hacer sus faenas, mientras esperaban, se quedaban dormidos. Una noche, cuando llegó el resto de la tripulación, el compañero de Tomás se mostró aterrorizado por algo que decía haber presenciado, las figuras de dos mujeres, que se negó a identificar, que en forma fantasmal estuvieron en la barca mientras hablaban de su seguro naufragio. Bilinch no quiso contar más, pero estaba tan despavorido que quería descender de la barca. El patrón no se lo permitió y dio órdenes para que los marineros empezasen a remar. Entonces Bilinch pidió que se detuviesen, prometiendo que acabaría de contarles todo lo que había visto.

Al parecer, aquella noche, mientras Tomás dormía profundamente, Bilinch había sentido cómo, tras llegar las fantasmales figuras, la barca se elevaba por los aires y navegaba velozmente, hasta descender y quedar varada entre las frondosas ramas de un árbol. Las mujeres descendieron de la barca y Bilinch, asustado pero lleno de curiosidad, quiso saber qué sucedía.

Una rama del árbol le impedía la visión y la arrancó. A unos metros del árbol, las dos mujeres, unidas a otras, danzaban en corro, aunque a veces se detenían y, vueltas hacia el árbol en que se encontraba varada la barca, pronunciaban extrañas palabras que parecían conjuros.

Cuando la ceremonia terminó, las dos fantasmales figuras regresaron a la barca y ésta se elevó por los aires, regresando con rapidez al muelle de donde había partido. Las mujeres salieron de la embarcación y Bilinch pudo oír que la mayor le decía a la otra que se despidiese de la barca y de sus tripulantes, porque aquella misma noche se levantarían tres olas inmensas, la primera de leche, la segunda de lágrimas y la tercera de sangre, y la última ola haría zozobrar la barca y causaría la muerte de todos los que navegasen en ella.

Lo que oía le confirmaba a Bilinch su sospecha de que aquellas dos mujeres eran brujas, sorguiñak, y le estremecía oír a la mayor cómo le decía a la otra que su obligación era odiar y dañar especialmente a quienes más las quisiesen, y que aquella muerte sería el digno remate de una temporada en que había hecho que la pesca se apartase de ellos.

La más joven de las brujas, que escuchaba a la otra con atención de alumna aplicada, le preguntó si no habría manera alguna de que los hechizados se librasen del destino que les esperaba, y la maestra le aseguró que solamente acabaría con su hechizo, y con la vida de ella, que lo había causado, una acción tan sencilla como lanzar un arpón contra la ola de sangre, lo que era inimaginable que pudiese ocurrírsele a ninguno de aquellos sencillos pescadores.

El patrón, tras guardar silencio unos instantes, lanzó una fuerte carcajada, y luego dijo mostrarse admirado de los sueños que Bilinch podía tener, pero el muchacho, sin perder su aspecto aterrorizado, metió la mano bajo el banco y sacó una gran rama de una especie de árbol que ninguno de los demás pescadores había visto en su vida.

El patrón cogió la rama, la miró con atención y luego exclamó que era una rama de olivo, y en su rostro apareció un gesto extraño, antes de que preguntase a Bilinch por la identidad de las brujas. Mas Bilinch no quiso responder y el patrón, tras pedir que buscasen en el cofre de popa un pesado arpón que allí se guardaba, lo sujetó en su mano derecha y ordenó que continuase la maniobra para salir del puerto y alejarse hacia el caladero donde debían realizar su trabajo.

La barca seguía su navegación gracias al empuje acompasado y firme de los remeros, y estaba a punto de doblar la punta de Arrangatzi cuando el patrón lanzó un grito, señalando un punto a proa. Sobre la superficie bastante tranquila del mar, se levantaba una enorme ola de color blanco, que avanzaba impetuosa hacia ellos.

«¡La ola de leche!», gritó el patrón. «Esnezco olatua!», repitieron los hombres, y hundieron con fuerza los remos en el agua, preparados para resistir el gigantesco embate. La ola pasó, pero ya los rostros de todos mostraban la misma mirada temerosa de Bilinch, que tanto les había hecho reír.

La lancha siguió avanzando y de repente, a la luz del amanecer, sobre la superficie del mar se elevó una ola también inmensa, pero transparente como el cristal, que llevó rápidamente hasta ellos su masa rugidora.

«¡La ola de lágrimas!», gritó el patrón, y todos repitieron el mismo grito: «Malkozko olatua!».

Eran ya del todo conscientes de que se enfrentaban a poderes infernales, pero el miedo no les hizo abandonar los remos ni olvidar su destreza marinera, y también consiguieron capear el embate de aquella cascada transparente. No habían dado cinco golpes más de remo cuando la tercera de las olas, oscura y viscosa, alzó su gigantesca arruga sobre el mar y empezó a avanzar hacia ellos marcando contra el horizonte su espesor sangriento.

Aunque de los ojos del patrón caían lágrimas gruesas y abundantes, no titubeó. Se alzó en la proa y, mientras levantaba el arpón, gritó: «¡La ola de sangre!». La tripulación sujetó los remos con firmeza y repitió: «Odolezko olatua!», pendiente del gesto de su patrón, que, cuando la ola se alzaba sobre ellos, lanzó con rabia el arpón contra aquella rojiza y pegajosa concavidad abierta para atraparlos.

La lancha no zozobró y todos continuaron, silenciosos y meditabundos, sus esfuerzos para llegar al caladero. La pesca fue aquella vez tan abundante, y eran tan buenas las piezas que subían colgadas de los aparejos, que todos sentían enorme júbilo, y cuando regresaron a puerto, con la lancha llena hasta rebosar, iban cantando, olvidado del todo el misterioso incidente de las tres olas.

Sin embargo, en el puerto no les esperaban buenas noticias. La esposa del patrón se había puesto enferma, y cuando llegaron a casa la encontraron tendida en el lecho, agonizando. Antes de morir, tuvo tiempo para maldecir al hombre que, al lanzar aquel arpón contra la ola de sangre, había causado su muerte. La hija, que asistía llena de rabia a la muerte de su madre, maldijo también a su padre antes de desaparecer. En cuanto al padre, murió de melancolía en pocos meses.

Tomás siguió en su oficio de pescador, y una tarde, a finales de junio de 1850, mientras lo transportaba desde Deva hasta San Sebastián, le contó esta historia a Juan Venancio de Araquistáin, que la escribió y la publicó en un libro.

Leyendas españolas de todos los tiempos
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