100
Patrick y Freddy Kamo estaban tumbados a la bartola en el número 27 de Pepys Road, matando el tiempo, esperando a que Mickey Lipton-Miller los llamara o los visitase para informarles de lo ocurrido en la que en teoría iba a ser la última reunión con la compañía de seguros. Esto quería decir que iba a ser El Golpe, la oferta final. El acuerdo. La reunión había empezado al caer la tarde del día anterior y Mickey había dicho que llamaría o antes de las nueve de la noche o a primera hora del día siguiente. Padre e hijo se habían levantado temprano, impacientes por oír al agente, y no sabían qué hacer mientras tanto. Freddy probó a jugar con Halo 2, pero no se concentraba y optó por poner un cedé de Fela Kuti, y en aquel momento estaba sentado a la mesa sacudiendo las piernas, sin prestar atención a la música. Patrick había ido al quiosco en busca de un periódico, pero comprendió que no estaba con ánimo para leer nada. Entre el cansancio, la preocupación y el esfuerzo de leer en inglés, las letras le bailoteaban en la página, no acababa de verlas juntas, en combinaciones que fuera capaz de entender. Pensó en llamar a casa —Adede y las chicas seguro que ya estaban levantadas—, pero probablemente crearía con eso tanta ansiedad e inquietud que lo más seguro era que Freddy se pusiera aún más nervioso. Así que lo único que podía hacerse era esperar la llamada de Mickey.
Habían sido dos meses de sufrimiento para los dos, aunque habían sufrido de diferente manera. Para Freddy fue todo una cuestión física. Lo habían operado de la rodilla por segunda vez y esta segunda intervención había sido de mayor relieve. Había ido bien, según el cirujano —el más veterano y más agorero de los tres especialistas—, pero la convalecencia era interminable, dolorosa y aburrida. Los ejercicios de recuperación eran mucho más sosos y mucho más repetitivos de lo que los entrenamientos futbolísticos habían sido nunca. No se sentía con pleno dominio de su cuerpo y detestaba esa sensación. Todo el proceso era una inmersión física en la realidad que tenía ante sí: puede que la lesión no se curase nunca, puede que él nunca volviera a ser el mismo y tenía la casi completa seguridad de que su vida futbolística había terminado. Ya no iba a poder abrazar nunca más el objeto para el que vivía. Freddy no era propenso a las depresiones, pero incluso él sentía a veces que lo que le había ocurrido era como una condena a muerte.
El sufrimiento de Patrick estaba en su cabeza, no en su cuerpo. Estaba convencido de que si muchas cosas habían ido mal, aún podían ir mal muchas más; la compañía de seguros encontraría lo que evidentemente estaba buscando: una trampa legal para no pagar, a pesar de lo cual Freddy seguiría sin poder volver a jugar, lo que significaba que estaba condenado a perder de todos modos: no habría dinero del seguro, no habría medio de vida y no habría ninguna posibilidad de que Freddy hiciera lo que más quería. Habían llegado a Londres llenos de esperanza e iban a marcharse con las manos vacías. Lo único que les quedaba era el regreso: para Patrick era un consuelo tan grande que se estaba convirtiendo ya en una forma de tortura. La patria, África, Senegal, Linguère, su casa, su cama, despertar al lado de Adede, sentir el peso de sus hijas cuando saltaban sobre él y le pedían un abrazo, un atardecer en el bar de la policía con los antiguos colegas, la comida que realmente sabía a algo, la punzada de la cerveza fría en una noche cálida, pasarse la goteante botella por la frente, la sensación de ser conocido en un lugar que se conocía; que se ocupaba el lugar asignado en la tierra. Hablar el propio idioma, todo el día. La patria. Toda ella: la patria.
Los dos dieron un respingo cuando oyeron el roce de una llave en la cerradura. Mickey hizo lo de siempre, meter la llave en la cerradura, girarla, abrir la puerta un centímetro y pulsar el timbre para avisar de su llegada y entrar. Bueno, era su casa y probablemente lo hacía por costumbre, sin darse cuenta. Entró dando saltos; en otro hombre habría sido indicio de que traía buenas noticias, pero Mickey solía mantener altos sus niveles de energía cuando las traía malas, para que no se le notase.
—Lo siento, pero no pude llamaros anoche. La cosa se prolongó hasta después de las diez y no quise romper nuestro acuerdo. En cualquier caso, quería decíroslo personalmente. Por eso estoy aquí —dijo.
Sabía que Patrick ni siquiera le ofrecería un té; era hospitalario, pero encantadora y ridículamente inútil para los servicios que estaba acostumbrado a considerar propios de las mujeres. Así pues, Mickey se sentó a la mesa, dejó el maletín encima y miró a padre e hijo, que se morían de impaciencia.
—¿Preparados? —añadió. Los otros dos asintieron con la cabeza—. Muy bien. Allá va. La buena noticia es que los aseguradores se comprometen a cumplir el contrato. Estaban legalmente obligados a ello, porque una póliza de seguros se formaliza para eso, pero ya sabéis cómo es esa gente. Y han prometido pagar cinco millones de libras, libres de impuestos aquí y en Senegal.
—Cinco millones de libras —dijo Patrick. Miró a Freddy, cuyo rostro no expresaba nada.
—Cinco millones de libras —dijo Mickey—. Ésa es la buena noticia. La mala, mejor dicho, la menos buena, es que han puesto algunas condiciones. Sabíamos que las pondrían, pero aun así. La principal es que Freddy se comprometa a no jugar al fútbol nunca más.
—¿Nunca? —dijo Freddy—. ¿Ni con los amigos?
Mickey sonrió.
—No, no pueden impedir que pelotees un poco con los amiguetes. A lo que se refieren es a jugar partidos formales por los que cobres. Ni para el caso, partidos amistosos o representativos con los que puedas ganar dinero por derechos de imagen, por publicidad comercial ni por nada.
—O sea, nunca —dijo Freddy.
—Exacto. Como ya os dije, era eso lo que querían. Era por eso por lo que discutíamos. Y por eso la mala noticia no es totalmente mala, así de sencillo, porque resulta, no os voy a mentir, resulta, para mi sorpresa, que tienen más imaginación de lo que yo esperaba. No se les escapó el detalle. El acuerdo a que llegamos es que Freddy no podrá jugar en ningún lugar de Europa, América y Asia. Pero podrá jugar en Senegal. Podrá volver a correr en un campo de fútbol. Si figura en la selección nacional o algo parecido y hay derechos de esponsorización, reclamarán parte de ese dinero. De todos modos, ésa es la noticia de primera plana. Nada de fútbol en Europa, pero podrá jugar en la liga de su país.
Mickey había peleado bravamente por aquello: por estar en condiciones de decirle a Freddy que su vida futbolística no había concluido. Fue el primero en sorprenderse al advertir una sombra de flexibilidad en los aseguradores y luego al comprobar que su insistencia surtía efecto. No le había costado mucho averiguar por qué. Era, entre otras cosas, porque las cantidades implicadas iban a ser tan reducidas que no se sentirían burlados: Freddy tendría mucha suerte si conseguía ganar diez de los grandes al año en Senegal, incluso en plena forma y al ciento por ciento de su capacidad. Por muy mezquinos y quisquillosos que fueran los aseguradores, ni siquiera ellos podían defender eso ante sus accionistas. Ése era uno de los motivos. El más importante, según fue percatándose Mickey sobre la marcha, era que pensaban que todo aquello era pura especulación. Pese a todos sus regateos, lo cierto era que creían en el pronóstico médico más pesimista. No creían que Freddy fuera capaz de volver a chutar con fuerza. Permitirle que jugase en la liga profesional de su país era como darle permiso para ser el primer hombre que pisara Marte: no iba a suceder.
Pero no había por qué decírselo a Freddy. Mickey contempló el efecto de sus noticias. Freddy buscó la mano de su padre.
—Podré volver a jugar al fútbol —dijo.
—Y cinco millones de libras —dijo Patrick, que por primera vez, después de varios meses, parecía un hombre con ilusiones—. Y volvemos a casa.