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Arabella tenía sus virtudes. A su modo, era una persona resistente. Tenía la dureza de sus olvidos. Así que si Roger hubiera tenido que hacer conjeturas, habría dado por hecho que su mujer se mostraría valiente y fuerte frente a lo ocurrido. Su fortaleza y su sensatez mundana entrarían en acción y sería realista y práctica. Sería una roca.
Pero resultó que no fue así. La conjetura de Roger fue una auténtica pifia, una superpifia, una megapifia. Arabella se quedó hecha polvo, del modo más expresivo posible: rompió a llorar, se desplomó en el sofá y se puso a repetir: «¿Qué vamos a hacer ahora?»
Lo correcto, por parte de Roger, habría sido, obviamente, sentarse en el sofá junto a su mujer, abrazarla y decirle que todo se arreglaría. Pero Roger no se sentía con ánimos para hacer una cosa así. ¿No se suponía que la primera reacción era negar la realidad? Roger adolecía de una carencia total de mecanismos negadores de la realidad. No había forma de negar lo ocurrido.
—No lo sé —dijo—. No tengo ni idea.
Ya se sentía francamente jodido al llegar a casa y la reacción de Arabella estaba empeorando las cosas. El regreso al dulce hogar había sido un infierno. No tanto como habría podido serlo si hubiera tenido que volver en metro; sosteniendo la caja de sus efectos personales, habría sido una experiencia criminal. Así que no, no había sido tan catastrófico. Pero, con todo, el trayecto en taxi había resultado horrible y literalmente nauseabundo; el taxista era uno de esos conductores adictos a las travesías y los atajos, parecía orgulloso de no recorrer nunca más de cincuenta metros en línea recta y sentía cierta predilección por las calles tachonadas de badenes, así que entre los bandazos, las curvas y los tumbos, el estómago de Roger no había hecho más que revolverse y subir. Además, cuando se dio cuenta, estaba pensando, por primera vez en su vida, en lo que iba a costarle la carrera. Cuantísimas veces había tomado taxis sin dedicar el menor pensamiento a aquellas minucias..., la vez que había corrido en la oscuridad de la noche con Matya sentada junto a él, mirando en el cristal el reflejo de la muchacha, observando su sonrisa, imaginando que le echaba un polvo allí mismo, en el ancho asiento trasero..., y mira dónde estaba ahora, con la caja de cartón, las crecientes ganas de vomitar y un ojo en el taxímetro. Joder, qué caro es. ¿Cuándo han subido tanto las tarifas? Iba a costarle treinta libras, ¡por el amor de Dios!
Y ahora estaba con Arabella, que empeoraba su estado de ánimo. Tal vez fuera eso lo que hacía siempre; quizá siempre le hacía sentirse peor y él no se había dado cuenta hasta ahora. Puede que lo que parecía el normal matrimonio turbulento, con un trabajo difícil y en Londres, fuera algo más sencillo: el hecho de que Arabella empeoraba toda ecuación a la que se añadía. ¿Qué es lo que no necesitas cuando te has quedado sin empleo, sin comerlo ni beberlo? Una pareja presa del sufrimiento de quien no se lo cree. Es darte la puntilla.
Arabella se estaba meciendo adelante y atrás.
—¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé. ¿Dónde están los niños?
—¿Qué vamos a hacer ahora? No lo sé. ¿Cómo quieres que lo sepa? Por ahí. Con Matya. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Bueno, para empezar tendremos que recortar gastos en todo. En todo —dijo Roger—. No más dinero del mantenimiento de los niños para gastarlo en ropa, eso se acabó —porque por ahí se iban 1.500 libras al año, un hecho que él sabía que ella no sabía que él sabía. ¡Ja! ¡Chúpate ésa! ¡Jódete bien jodida! Arabella parpadeó. ¡Había puesto el dedo en la llaga! ¡Sí! ¡Chúpate ésa!—. Carnet del gimnasio..., comidas fuera..., todo eso tendrá que desaparecer.
Arabella seguía meciéndose.
A tomar por culo, era una pérdida de tiempo. Roger necesitaba tomar el aire. Se volvió y salió a la calle pensando: ya sé lo que voy a hacer. Dar un paseo. En los cinco años que llevaba viviendo en Pepys Road era algo que no había hecho nunca, ni una sola vez, entre semana. En ningún momento había dejado de trabajar y en vacaciones siempre habían estado gastando dinero en otra parte.
Salió a zancadas y fue a cruzar la calle. Tuvo que eludir una furgoneta de Ocado que reculaba para aparcar. Acto seguido tuvo que detenerse para dejar que un vecino que paseaba al perro solucionara una crisis de correas enredadas y un crecido caniche que, a juzgar por su posición inmóvil en la acera, parecía haberse declarado en huelga. Que el hombre estuviera tecleando un mensaje de texto con la mano libre no contribuía a mejorar su problema. Más abajo vio a Bogdan el albañil, el polaco al que Arabella contrataba a veces, trasladando un bloque de yeso a un contenedor. El albañil vio a Roger y los dos se saludaron con un movimiento de cabeza. Puede que me meta a albañil, pensó Roger. O que me dedique a algo más físico. Me convendría. Siempre me ha atraído el bricolaje, por lo menos en la época en que tenía tiempo para eso. Todavía tengo energía, el físico, el bruuuuuum. Todavía hay vida en este viejo chasis...
Dobló la esquina y se dirigió al parque. También en aquel caso se trataba de algo que sólo había hecho al ir o volver del trabajo, o para llevar a los niños el fin de semana, un momento en que se podía ver a muy pocos banqueros, todos con sus diversos uniformes tribales, con cochecitos infantiles tan grandes y difíciles de manejar que eran como coches deportivos para niños de pecho. Los fines de semana eran para eurobanqueros con jersey en la espalda, para mamás de rechupete con móviles en la oreja, para instructores de British Military Fitness que gritaban a sus capulláceos clientes, incapaces de creer que se les pagara por dar berridos a gente que hacía abdominales. Los días de sol, multitudes de jóvenes tan desnudos como permitía la ley se recostaban en la hierba para beber alcohol. Los placeres sencillos son los mejores. Aquel verano había habido muchos menos de lo habitual, hecho que se comprobaba viendo lo verde que era la hierba. Los jóvenes ociosos parecían vándalos y proletas, aunque Roger sabía que las apariencias engañaban; sólo porque se despelotaran y se emborrachasen no significaba que no fueran diseñadores de páginas web, secretarios, enfermeras, programadores informáticos, chefs de cocina. Una regla de la vida londinense era que cualquiera podía ser cualquier cosa.
La demografía del parque era diferente a mediodía, entre semana. Era menos elitista. Cuatro varones sin techo estaban sentados en un banco bebiendo Tennent’s Super, mientras una mujer, que parecía casi tan tosca como ellos, los arengaba sobre no sé qué injusticia. Los cuatro asentían con la cabeza, estaban de acuerdo, se identificaban con el dolor de la mujer sin sentir ningún dolor en absoluto.
Tres adolescentes novilleros practicaban con el monopatín en la acera y en la calzada. Era como si en virtud de la energía que ponían en no respetar el tráfico consiguieran que el tráfico se desviase. Roger pensó en la posibilidad de decirles: espero que hayáis llenado la tarjeta de donantes, chicos; pero luego se lo pensó mejor. A fin de cuentas eran tres. A unos metros había un cabeza rapada ceñudo casi cuarentón, con edad suficiente para saber lo que se hacía, dejando que su perro se cagase en el sendero, desafiando ostensiblemente a que cualquiera se atreviese a decirle algo. Otro par de adolescentes novilleros jugaba al baloncesto en la cancha sin redes, y un poco más allá los patinadores que podían tomarse la molestia de usar la pista de monopatines se dedicaban a hacer piruetas y proezas. Roger había practicado con el monopatín cuando era joven, pero en aquella época el interés se centraba en lo que podía hacerse con el patín en contacto con el suelo, mientras que ahora parecía más atractivo elevar el monopatín en el aire, o resbalar con la tabla por el borde de la rampa, o asirla con la mano mientras el patinador volaba. Un hombre con una cinta roja en la frente subió como una flecha hasta la cima de la rampa, se elevó en el aire, asió la tabla y aterrizó con la tabla por delante en el borde superior de la estructura, con el resultado de que cayó de espaldas en el suelo de madera. Algunos patinadores le aplaudieron, con ironía, supuso Roger.
En realidad, la pregunta de Arabella había puesto el dedo en la llaga. ¿Qué haremos ahora? ¿Qué voy a hacer yo?
Junto al estanque de los patos había una furgoneta de helados y Roger pensó que la mejor forma de celebrar aquel recién recuperado estado de independencia/desempleo/desgracia tal vez fuera un helado grande, un helado seriamente infantil con doble bola de vainilla y dos barritas de chocolate. Pero al comprobar sus bolsillos descubrió que no tenía dinero: lo tenía en la chaqueta. En fin, allí estaba él, con su pantalón de rayas, la camisa de la City y la corbata, paseando por el parque sin un céntimo.
Empezó a chispear. Hora de volver a casa antes de acabar empapado. Dio media vuelta y aceleró el paso para que no lo alcanzara el aguacero que veía llegar por el oeste, una masa de nubes oscuras y cargadas de lluvia. Otros habían pensado lo mismo y había ya en el parque una evacuación informal. Cuando dejó atrás la rampa de los patinadores, la gente había desaparecido. La lluvia, de súbito, se volvió densa y cayó en sentido vertical. Roger se dio cuenta de que iba a llegar a casa hecho una sopa, así que se desvió en oblicuo, hacia la fila de tiendas que discurría hasta la calle principal y se refugió debajo de un toldo. Otras personas habían tenido la misma idea y debajo de cada toldo había un pequeño grupo compacto. Junto a él había una pareja de góticos que aprovechó la ocasión para morrearse. Junto a la pareja vio a una señora india vestida con salvar kamís y con cara de enfado, enfrascada en una batalla perdida con un paraguas que no quería abrirse. Empujaba la parte superior hacia el mango y la soltaba, pero no dominaba el giro de muñeca necesario para abrirlo. Roger se compadeció de ella.
—¿Me permite? —preguntó.
La mujer le alargó el paraguas y Roger lo abrió sin problemas. En aquel momento la lluvia empezó a amainar.
—Tienen su pequeño truco —añadió Roger, devolviéndole el paraguas.
—Que están mal hechos —dijo la señora Kamal—. Gracias de todos modos. —Y se alejó bajo la lluvia.
Era evidente que iba a seguir lloviendo, así que Roger optó por arriesgarse. Encogió los hombros y se disponía ya a salir corriendo cuando vio un cartel que reproducía los titulares del Evening Standard. El corazón le dio un vuelco. Los titulares decían:
«Crisis bancaria.»
Y Roger pensó: Dios mío, no. Pero al coger un ejemplar se tranquilizó; los titulares no se referían al escándalo de Pinker Lloyd, sino a Lehman Brothers. La entradilla rezaba: «El gigante yanqui al borde del colapso.» Los detalles del artículo de primera plana eran fantásticos. En pocas palabras, Lehman se había apoyado en un montón de valores que no valían nada y nadie quería comprarlos ni echarles un cable, así que estaban condenados a hundirse. Roger dejó el periódico, sonrió y se alejó hacia su casa a paso de footing. Era estupendo enterarse de que no era el único que tenía un día de mierda.