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Si hubieran preguntado a Quentina qué esperaba del centro de internamiento de extranjeros, puede que hubiera soltado espontáneamente tres o cuatro cosas. Por ejemplo, habría dado por supuesto que allí no había intimidad, que los celadores de sexo masculino tenían libertad para irrumpir en las habitaciones de las mujeres y registrar sus pertenencias siempre que les parecía bien, y que muchas mujeres, algunas fervientes musulmanas, se escandalizarían. No esperaba sorpresas. Sí que el régimen alimenticio fuera deficiente, aunque no que no hubiera nada para comer después de las cinco, ni que los niños, que había muchos, llorasen de hambre ocasionalmente. Sabía que el lugar era una cárcel y que tenía todo el aspecto de serlo. Pero lo que había esperado era la política, la política interior. Cuando llegó, se encontró con que un numeroso grupo de internos estaba en huelga de hambre para protestar por las condiciones vigentes y que había elaborado una lista con quince peticiones, entre ellas que las autoridades devolvieran las partidas de nacimiento de los niños nacidos en territorio británico y que restablecieran la asignación de 71 peniques diarios. Y querían acceso a la información jurídica, porque la mayoría no tenía representantes legales.
Quentina estaba de acuerdo con las quince peticiones. Pero acababa de llegar, aún estaba mareada y confusa por la audiencia a la que había asistido en el tribunal de inmigración, y no se sentía preparada para unirse a la huelga de hambre. Las causas eran procedentes, todas justas, pero hablando con sinceridad, no eran sus causas; ella era una recién llegada y ni siquiera conocía la existencia de la asignación de 71 peniques. No llevaba en el centro el tiempo suficiente para indignarse en serio por las condiciones reinantes. Por el momento se contentaba con sobrevivir.
No era ése el clima general. En el Refugio de Tooting el ambiente era sosegado, rayano en lo depresivo, ya que lo importante era sobrevivir y resistir. Mezclada con estos sentimientos había una insistencia tácita en la necesidad de conocer las buenas intenciones de los benefactores de los internos, ávidos de transmitir el mensaje de que no todos los británicos eran tan despiadados como los gobernantes y la prensa. No era ése el humor dominante en el centro de internamiento. Allí la gente estaba furiosa todo el tiempo. Odiaban al gobierno, odiaban a la prensa, odiaban a los funcionarios del centro. El año anterior había habido disturbios porque los celadores habían querido impedir que los internos viesen un documental sobre la condiciones reinantes en el propio centro. No costaba imaginar que los disturbios podían repetirse. En el ínterin se declaraban huelgas de hambre.
Quien orientó a Quentina en estas cuestiones fue Makela, una médica nigeriana que había dirigido una clínica para víctimas de la ablación del clítoris. Le habían negado el asilo político porque las autoridades no creían, o alegaban no creer, que su vida estuviese realmente en peligro si volvía a Nigeria. Estaba furiosa, pero no con Quentina; aceptaba que ésta, como recién llegada, no podía comprometerse de buenas a primeras con la política del centro. Además, le dijo claramente que desde su punto de vista, andando el tiempo, los internos políticamente conscientes tenían la obligación de crear conflictos, sobre todo si no tenían hijos.
Eso sería en el futuro, quizá en un futuro lejano. Quentina, por primera vez desde que había pisado suelo británico, se sentía derrotada. Costaba respirar el aire del centro, estaba cargado de resentimiento y desesperanza. Por eso estaba la gente tan irritada: era o eso o la ruina, el desmoronamiento, el acabamiento total. Lo único que deseaba Quentina era sentarse en su camastro y mirar al techo. Nada parecía tener ya sentido ni finalidad.
La audiencia ante el tribunal de inmigración había sido un desastre. Al principio, al ver al rubicundo juez que lo presidía, había sentido un destello de esperanza; parecía un hombre de natural razonable. Pero, conforme avanzaba la mañana, se dio cuenta de que había sido una apreciación falsa. Las preguntas que le hacía eran mordaces e implícitamente escépticas. ¿Cómo había entrado exactamente en el Reino Unido? ¿Cómo se había ganado la vida exactamente? Cuando los fiscales señalaron que había estado trabajando sin papeles, se dio cuenta de que los modales del juez se endurecían. La apariencia de imparcialidad cordial se diluyó. Entonces, era el mediodía del lunes, se dio cuenta de que su solicitud iba a ser rechazada.
Al finalizar la audiencia del lunes, su abogada, una mujer madura de modales comedidos, se volvió hacia ella e hizo una mueca.
—Ha sido terrible —dijo Quentina, para ahorrarle la molestia.
—No he querido decir nada —dijo la letrada—. Pero es uno de los más duros. Lo siento. No te preocupes; si perdemos, cosa que no ha ocurrido todavía, siempre queda la posibilidad de recurrir.
No habían perdido todavía, pero podían perder. El martes fue tan nefasto como el lunes. El juez se concentró más en el tema del trabajo ilegal de Quentina que en lo que le había ocurrido en Zimbabue antes de abandonar el país y en lo que le ocurriría si la devolvían allí. Tocó todos estos detalles apresuradamente. No extrañó a nadie que su dictamen, que conocieron el lunes siguiente, fuera que debían deportarla. Eso, en la práctica, significaba su encierro en un centro de deportación de extranjeros mientras esperaba el resultado de la apelación.
Llevaba allí dos meses ya. El traslado se hizo en un microbús de la misma compañía de seguridad privada que dirigía por contrata el centro de internamiento. En otras circunstancias Quentina habría disfrutado del viaje: habría tenido ocasión de ver los famosos campos verdes de Inglaterra, que no había visto hasta el momento, a no ser que se tuviera en cuenta el parque. Había campos cultivables, vacas, tractores. Así que Inglaterra no era sólo Londres, después de todo. Qué extraño descubrirlo poco antes de ser obligada a irse. Había sentido un fugaz brote de optimismo cuando había visto por primera vez el edificio principal del centro de internamiento, una estructura moderna de tres plantas con aparcamiento delante. Para cualquiera familiarizado con la jerga última de la construcción, parecía un motel o un centro de reuniones, incluso un instituto para últimos cursos de secundaria. Pero, al igual que lo sucedido con el juez, las primeras impresiones resultaron engañosas. El centro de internamiento de extranjeros era una cárcel, con la diferencia de que cuando se salía de la cárcel se iba a otro sitio mejor y cuando se salía de aquel centro se volvía al lugar de donde se había hecho todo lo posible por huir.
Todos estaban obsesionados por la comida. Una de las quince peticiones de los internos en huelga de hambre era «comida comestible que se pueda comer». No era un juego de palabras. Quentina no había comido precisamente como una reina en el Refugio, pero aquello había sido un restaurante de cinco tenedores en comparación con el centro. Los platos no sólo carecían de un aspecto presentable; es que daban asco. La comida apestaba. Todo estaba soso, no sabía a nada. Los postres eran más indigestos y grumosos que los platos principales. Lo único comestible que vio Quentina durante las dos primeras semanas fue la fruta, pasada y pachucha, pero fruta al fin y al cabo, tan de agradecer como un regalo del cielo. Perdió más peso que cuando era vigilante de tráfico y andaba quince kilómetros diarios.
Cuando se lo comentó a Makela, la nigeriana sonrió.
—Así empieza —dijo—. Lo primero que saca de quicio a la gente siempre es la comida.