22

Cuando Roger tenía algo importante entre manos, hacía una cosa que jamás contaba a la gente de su entorno porque habría parecido propia de mujeres: dedicaba mucho tiempo a lavarse y acicalarse por la mañana. Se duchaba y afeitaba como de costumbre, se lavaba la cabeza con champú y acondicionador; luego se hidrataba el cutis con una mascarilla que se dejaba diez minutos, se recortaba los pelillos que le sobresalían de la nariz y las orejas, se frotaba las piernas y el pecho con aceite, tomaba vitaminas, engullía píldoras de alcachofa para el hígado, hacía algunas flexiones, bajaba a la cocina en albornoz y se tomaba un tazón de gachas de avena pasado por el microondas. Luego se ponía sus mejores prendas: la suavísima y fastuosísima camisa de Savile Row con la corbata correspondiente, pañuelo en el bolsillo superior, unos gemelos de anticuario que Arabella había encontrado en eBay, el traje que había encargado tras cobrar una prima, los zapatos hechos a mano y, debajo de todo, el secreto más provocativo del lote, sus calzoncillos especiales de la suerte, unos calzoncillos de seda que le había regalado Arabella al volver de un viaje de compras a Amberes. El paradójico efecto de todas estas pamplinas era que se sentía fortalecido, protegido, listo para la pelea.

Blindado de este modo, el viernes 21 de diciembre entró en la sala de conferencias de Pinker Lloyd, preparado para abrir el sobre que le diría si iban a darle o no la prima. Al entrar, con el aparato de ruido blanco puesto a un volumen que era científicamente imposible que nadie oyera nada desde fuera, con las paredes oscurecidas para celebrar la reunión, Roger se sentía seguro, en forma, sano, preparado para cualquier cosa.

En la sala estaba Max, director del comité de compensaciones. Para conceder primas a los empleados con menor antigüedad habría más de una persona en la sala, por si perdían los nervios tras un mal año, lo que significaba que los años buenos también habría más de una persona en la sala, lo que quería decir a su vez que la cantidad de personal presente no revelaba el volumen de la prima. Los jefes de departamento merecían más consideración, de modo que Roger sabía que hablaría solamente con una persona y había supuesto que sería seguramente Max. El protocolo de la reunión era que los gerentes de línea no solían asistir.

Max era uno de esos hombres que se definían por sus gafas. Conforme se generalizaban el uso de lentes de contacto y la cirugía del ojo, las gafas se volvían una deliberada declaración de principios, no la clase de gafas, sino el solo hecho de llevarlas. Eran una forma de estar por encima de la vanidad (muy extendida entre los obsesos del trabajo intelectual y entre ciertas clases de actores y músicos) o de tratar de parecer más inteligente (algo muy extendido entre las modelos cuando no están en la pasarela) o de expresar desdén intelectual por los disfraces al estilo de elhábito-hace-al-monje (arquitectos, diseñadores) o de ser demasiado pobre o demasiado indiferente. En el caso de Max eran un mecanismo de defensa o un camuflaje. Contribuían a taparle la cara. Al mismo tiempo aparentaban sangre fría: pero esto era apostar a colocado, y como suele suceder con las apuestas a colocado, no salía bien. Las gafas de Max eran de montura metálica fina, y tecnocráticas en el sentido de que procuraban expresar personalidad sin conseguirlo.

Cuando Roger era más novato ya sabía a aquellas alturas el resultado de la reunión de las primas y qué clase de música ambiental sonaba en relación con las bonificaciones en general. Ya estaría preparado para recibir un palo o mentalizado por haber hecho un buen año. Pero ahora, como director de departamento, no recibía señales de aviso. No era capaz de percibir pistas en el lenguaje corporal de Max, que se ganaba la vida con sus caras de póquer. Su versión personal de la cara de póquer era sonríe y seamos amigos. Aunque era dramáticamente cierto que nada de cuanto se dijera en la sala tenía el menor efecto en las compensaciones, a la gente le gustaba a veces expresar su opinión y no era malo dejar que la gente se desahogara con alguno que no fuera el jefe. Las evaluaciones de Roger tendrían un efecto directo sobre los paquetes de primas de sus subordinados y ellos lo sabrían y algunos no serían conejitos felices, y así funcionaban las cosas.

—¡Roger! —dijo Max, señalando el asiento de enfrente.

—Max —dijo Roger—. ¿Petra bien? ¿Y Toby e Isabella?

—Todos bien —dijo Max—. ¿Y Arabella? ¿Y Conrad? —Y aquí hubo una pausa de medio segundo o un cuarto de segundo mientras trataba de recordar el nombre, lo que significaba que Roger había ganado aquel asalto—. ¿Y Joshua?

—Sanos como manzanas —dijo Roger—. Ya sabes lo que les gusta la Navidad. Se vuelven locos, nunca dicen basta a los regalos, y piden de todo. Como es lógico, los niños también se emocionan.

Los dos sonrieron. Max introdujo la mano en la carpeta de piel que tenía delante y sacó un sobre. Roger, que se había mantenido frío e incluso sereno bajo los calzoncillos de seda, sintió que el corazón se le aceleraba y le subía la presión sanguínea. El símbolo de la libra seguido de un uno y seis ceros, un uno y seis ceros, un uno y seis ceros. ¿Un dos y seis ceros? No, eso sería avaricia. Un uno y seis ceros.

—Un buen año para el departamento —dijo Max.

¡Ssssssí!

—Las cifras hablan por sí solas.

¡Ssssssí!

—Como sabes, no siempre es sencillo eeeeh analizar las cifras pertinentes de los competidores, así que la comparación no puede ser exacta, pero estamos seguros de que los resultados de tu departamento están en el cuartil superior del sector.

Roger ya lo sabía, o lo sospechaba muchísimo, pero oírlo seguía siendo estupendo.

—Tus evaluaciones personales son firmes. El comité de compensaciones piensa que tu rendimiento en general es convincente.

¡Ssssssí! Aquello no era verborrea de un millón de libras. Aquello era de dos millones o más. ¿Estaría en camino de los dos y medio? La cuarta parte de la senda de los diez millones de libras. ¡Arabella y él incluso podrían echar un polvo!

—Naturalmente, todo esto debe contextualizarse —prosiguió Max. Para un hombre de menos peso que Roger, un hombre con los nervios menos templados, aquello habría podido sonar a toque de advertencia, a instigación al pánico; puede que incluso a una invitación a pensar en plazos impagados de la hipoteca, a gargantillas de diamantes prometidas y no compradas, a un aplazamiento de los planes navideños; porque para un hombre con menos talla que Roger, las palabras de Max tal vez habrían tenido la repercusión de un espantoso «Pero». Roger, sin embargo, era un veterano en las evaluaciones de Pinker Lloyd. Llevaba ya casi veinte años en la empresa. Y sabía que del mismo modo que a un juez que recapitula le gusta que las dos partes en litigio se caguen encima antes de dictar sentencia, a un miembro del comité de compensaciones le gusta que recuerdes lo que es vivir a pan y agua antes de regalarte una villa en Poggibonsi con el sendero del garaje bordeado de cipreses, una pequeña viña y una piscina cubierta.

La verdad es que allí había tema para meditar. Minchinhampton estaba bien, pero, como ya se señaló, podía considerarse sin estilo y bastaba un verano de lluvias para estropear definitivamente las vacaciones en el país. Con una prima de 2,5 millones de libras, una vez que hubiese pagado todo lo que debía, arreglado el plan de pensiones, solucionado lo de las baldosas y todo lo demás, aún le quedaría un buen fajo de billetes. Se decía que con un millón se podía adquirir algo muy habitable en Ibiza. Valía la pena meditarlo.

Roger se había distraído unos segundos tan sólo, pero cuando volvió a prestar atención, Max estaba diciendo:

—... y contextualizar, evidentemente, no es sólo tener en cuenta los crecientes problemas de la industria, la nubecilla no mayor que la mano de un hombre y esas cosas, y el reajuste de precios de los seguros y las permutas financieras. Es tener en cuenta el clima en general. Además, están los problemas que hemos tenido con la filial suiza.

Y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, Roger comprendió que su prima se reducía. Aquello no era música ambiental, aquello era un auténtico y genuino vayamos-al-grano «Pero». Aquella rata de Max le estaba dando la mala noticia desde detrás de sus destellantes gafas metálicas de nazi cabrón.

—... desborda la volatilidad rutinaria y se adentra en áreas de pérdida efectiva. Una vez que conocimos totalmente hasta qué punto quedó nuestra filial a merced del mercado estadounidense de titularizaciones, en particular el hecho de que dichas pérdidas aún no se han valorado con exactitud, aunque sabemos que no son inferiores a los diez dígitos en euros...

Max le estaba diciendo que el banco había perdido aquel año alrededor de doscientos millones de euros. Por haberse quedado la filial suiza con el culo al aire por culpa de los créditos subprime. Menudo rollo patatero. Roger dejó de escuchar. Le estaban dando en los huevos y no necesitaba conocer los detalles. Max siguió hablando otro rato y entonces llegó el momento de poner el sobre encima de la mesa. Estaba claro que la prima iba a ser una miseria, incluso podía ser inferior a su sueldo anual de 150.000 libras. En términos prácticos, era lo mismo que ser expulsado por la puerta trasera y acabar con un tiro en la nuca.

Abrió el sobre. Habían pegado la solapa y por un instante sintió un ataque de ira contra los imbéciles que dirigían el banco, la típica gentuza que no conocía la convención vigente para la entrega de cartas en mano, que nunca se cerraban, porque eso supondría una ofensa para los terceros que las entregaban; la convención de que entre caballeros podía uno estar seguro de que no iba a leerse la correspondencia privada. Pero aquellos nuevos borricos no tenían idea de nada. Sacó el talón. La prima de aquel año era de 30.000 libras.

Sabía que no tenía sentido decir nada; que no serviría de nada toser, escupir y protestar. Había estado al otro lado de la mesa y conocía a la perfección la inutilidad de proferir quejas. Y sin embargo, cuando se dio cuenta, estaba diciendo:

—Pero... es que... no es... mi aportación, montañas de dinero... en el fondo no es justo... cuando pienso en lo que he hecho... el salario base... no es por avaricia, sino por necesidad...

Max se limitaba a enfocarlo con las gafas. ¿Qué sentido tenía? No tenía ninguno. Roger dejó de hablar. Le pareció que el ruido blanco estaba demasiado alto; luego bajó de volumen; luego subió otra vez. Roger sintió un retortijón en el estómago, luego un nudo, y luego tuvo una sensación extraña en el esófago, acompañado por un brote de algo parecido a las náuseas. Entonces se dio cuenta de que, efectivamente, eran náuseas. Se sintió mal. En realidad, más que sentirse mal, sintió que iba a ponerse mal. Se levantó despacio hasta quedar con las rodillas flexionadas y se apoyó en la mesa. Asintió con la cabeza mirando a Max. Se dio la vuelta y salió de la sala. Es posible que hubiera gente en el pasillo; no lo notó ni le importó. El lavabo estaba a diez pasos. Entró en un escusado y vomitó tres veces con tanto ímpetu que se le resintieron los músculos del estómago.

Cuando hubo terminado, bajó la tapa de la taza y se quedó como estaba, de rodillas en el suelo. ¿No era grandioso? ¿No era perfecto? Curioso pensar en todas las ocasiones de la vida de un hombre, todos los diferentes contextos, en que tenía ganas de vomitar. En su caso debía de haber en total centenares de vomitonas. Sí, pensó Roger, he tenido náuseas cientos de veces. Hay todo un repertorio de modismos para describirlo. Cambiar la peseta. Echar las entrañas. Potar. Pero esta vez era diferente de todas las demás, porque en las anteriores ocasiones, una vez que vomitaba, se sentía mejor.

Capital
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