30
La gente decía a veces que las situaciones de tensión o espectaculares o insólitas hacían que el tiempo pasara «como una exhalación». Nada hubiera deseado Roger tanto como que aquello fuera verdad. Las últimas cuarenta y ocho horas habían sido las más agotadoras de su vida. Una vez que el sofá estuvo en su sitio y hubo firmado el albarán de entrega —no tuvo agallas para desembalarlo, de modo que pasó el día en el rincón de la sala que le habían destinado, reprobadoramente envuelto en cartones—, Roger cometió el error de encender la televisión y dejar que los niños se instalaran delante del aparato mientras jugaban con los regalos. Los dos gesticulaban con dramatismo. Conrad tenía el robot, además de las grandes cajas de Transformers, Bionicles, Lego, Action Men y dos espadas de luz. Joshua no entendía la Navidad, de modo que la vista de su aparatoso y fantástico tren Brio no parecía atraerle mucho; era como si no comprendiera que ahora era suyo. Arabella le había comprado también un gigantesco oso de trapo de color naranja, de casi metro y medio de estatura, demasiado grande para arrastrarlo por la casa, aunque siempre podía sentarse encima. Joshua lo miró con cuidado y atención durante treinta segundos y rompió a llorar, y no dejó de gimotear hasta que Roger se llevó el oso y lo escondió, y prometió que nunca nunca jamás volvería a verlo, ni una sola vez.
—Nuncavolverasaverlo —dijo Josh cuando se hubo calmado, repitiendo una frase que le había gustado de un cuento que le había leído Pilar.
—Nunca volverás a verlo —admitió Roger.
Y ahora estaban delante de la tele viendo un programa infantil con unos presentadores que hablaban a gritos. Roger sabía que había presentadores de programas infantiles que eran cocainómanos, todo un escándalo. Más escandaloso sería, en opinión de Roger, que no lo fueran si tenían que estar así de animados a aquellas horas de la mañana. Y ya que pensaba en eso, era muy posible que la coca fuera el secreto de las últimas estrategias parentales...
Pero ver la televisión fue un error garrafal. Roger la agotó demasiado pronto. No sabía que sus chicos, a la larga, se cansaban de ella, sobre todo cuando se les permitía verla desde muy temprano; se ponían inquietos, se volvían desganados. En tal estado era como si hubieran tomado demasiado azúcar, hacían cosas inesperadas, eran indóciles, propensos a los berrinches, a la vez frenéticos y apáticos. Roger debería haber utilizado la tele como último recurso estratégico. Al cabo de un par de horas también quedaba hecho polvo (y sentía temor, ira, compasión por sí mismo); Joshua y Conrad se hastiaban igualmente, se aburrían y se ponían a saltar en el sofá viejo, los dos ansiosos porque su padre jugara a juegos agotadores, con ambos al mismo tiempo. Con dos hijos y un solo padre era imposible, lo cual aumentaba las ganas de los dos, hasta que Joshua venció a su hermano mayor tirándose de la mesa de centro mientras Roger estaba distraído, y se hizo daño en la cabeza, así que Conrad se vengó machacando su Transformer más grande —Optimus Prime, su favorito— contra una pata de la mesa, con tanta fuerza que no sólo lo rompió de manera efectista (el niño sabía que el juguete se desmontaba y podía volver a montarse, y éste era el resultado que buscaba), sino también de verdad, y cuando se dio cuenta, también sus lágrimas y su enfado fueron de verdad: dolor auténtico e inconsolable.
En aquel instante, con los dos niños llorando y berreando, Roger, más cansado que en toda su vida —con ganas de llorar de cansancio, con los ojos escocidos, lleno de furia, pesado, sintiéndose capaz de dormir un mes seguido en cuanto cogiera la cama—, miró la hora. Al ir a mirarla formuló un deseo y deseó que fueran las once y media, y se vio pendiente ya de la siesta de Joshua, que sabía que echaba un sueñecito a primera hora de la tarde. A aquella hora volvería a clavar a Conrad delante de la tele, o lo encerraría en su habitación, o algo parecido, y él volvería a la cama para dormir. Dormir..., hasta el presente no había valorado este fenómeno como se merecía. Lo había dado por hecho. Lo cual no era justo, pues nadie debería dar por sentado el hecho de dormir, porque el sueño era lo mejor de este mundo. Con diferencia. Mucho, muchísimo mejor que el sexo. Muchísimo. Y él podría dormir un poco muy pronto, ah, muy pronto, y para eso bastaba con que al mirar la hora el reloj señalase las once, cosa muy probable, o las once y media, que también era posible, o las doce, o..., ¿quién sabía?, el tiempo pasaba volando..., ¿las doce y cuarto?
Eran las diez. Roger sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Los ojos que miraban la postal que había en la repisa de la chimenea, la que decía que alguien quería lo que él tenía. Pues lo que él quería en aquel momento, más que nada en el mundo, era una pastilla de cianuro.
Aquello estableció una pauta. Transcurriría otro rato, y Roger sabía que iba a transcurrir, mientras, por ejemplo, se quedaba en el suelo fingiendo que era un malvado Power Ranger, o arrastraba un tren por las vías Brio haciendo chu-chu-chu, o se alejaba a cámara lenta del Robosecuestrador que se acercaba, fingiendo que era un dinosaurio herbívoro, presa del terror. Haría estas cosas durante un rato con la esperanza de que el tiempo hubiera cumplido su parte del trato y hubiera corrido un poco: con la esperanza de que si la última vez había visto que eran las once y veinte, al volver a mirar el reloj fuera mucho más tarde. Pero seguro que serían las once y veinticinco.
El almuerzo fue una experiencia interesante. Prepararlo fue agotador: Conrad no recordaba cómo le gustaban los huevos, así que Roger le frió uno, lo tiró, le coció otro, lo tiró, le pasó por agua otro, lo tiró también, y de este modo, gracias al método de ensayo y error, averiguó finalmente que le gustaban los huevos revueltos. La confusión se había producido porque el niño había dicho que le gustaban los que eran huevecitos. Aun admitiendo esto, Conrad era mucho más difícil que Joshua, que rechazó con ira todo lo que le sugería Roger, hasta que al final se dignó comer una estrecha rebanada de pan blanco sin corteza con una fina capa de crema de cacahuete suave, y eso al cuarto intento: la primera rebanada era demasiado gruesa, la segunda quedó mancillada porque la crema de cacahuete era crujiente y la tercera porque le puso demasiada crema. Raspar la crema sobrante y reutilizar la rebanada no fue en absoluto aceptable. Hubo algo en la textura del pataleo de Joshua, en su forma de golpear la mesa con el plato de plástico mientras gritaba «¡No! ¡No, papá, no!», en la seriedad impersonal de su cólera que puso de manifiesto que era una cuestión de principios. Una capa de crema de cacahuete a la que han de quitarle la parte superior no era lo mismo que una capa de crema de cacahuete que se extiende como es debido.
Para cenar repitieron menú. Dos terceras partes de la decisión se debieron a la pereza o agotamiento de Roger y la parte restante a sentido práctico, porque no había mucho más que cocinar: casi todo el espacio disponible en el frigorífico estaba ocupado por una oca, comprada por Arabella «para comérnosla el día de Navidad» y que había llegado el día de Nochebuena. Arabella había fraguado ya su plan por entonces, de modo que lo de la oca era parte de su estrategia, primero para engañar a su marido y segundo para burlarse de él. Una cosa era ser abandonado por la esposa en Navidad y otra muy distinta tener un frigorífico enorme, una americanada en la que casi se podía entrar andando, lleno de oca. Además, como Arabella sabía muy bien, Roger detestaba la carne de oca. Así que para cenar en Navidad se comió los huevos y la crema de cacahuete que se habían dejado los niños, más un emparedado de queso, más dos bolsas de patatas fritas, todo regado con una botella de Veuve Clicquot La Grande Dame 1990, que en teoría iba ser el aperitivo de la comida de Navidad. También aquello resultó un error, porque Roger tuvo que afrontar achispado las últimas horas del día. Pasar el día de Navidad solo con los niños fue, según el mesurado juicio del interesado, la jornada más larga, difícil y aburrida de su existencia. Lo único bueno había sido que los chicos sólo habían preguntado un par de veces por su madre. Como si en medio del caos navideño apenas se hubieran dado cuenta de que no estaba allí. ¡Ja! Roger ardía en deseos de contárselo.
El día de San Esteban fue ligeramente más benigno. Empezó tarde; Josh no bajó haciendo retumbar los peldaños hasta las siete. Roger se despertó antes de que entrara en su dormitorio; se sintió como si ya llevara despierto un rato, pero de todos modos las siete era mejor que las seis. Desde luego que sí, porque Joshua, en vez de empezar a quejarse y pedir cosas, se metió en la cama con su padre y se adormiló junto a él durante quince minutos seguidos. Fue una buena sensación; hacía mucho que Roger no sentía el contacto, la extraordinaria densidad y calor del ardiente cuerpo de su pequeño. Luego Joshua se puso a clavarle el dedo y a decir «desuno, desuno», que quería decir desayuno, y los dos se dirigieron a la planta baja en busca de los cereales de chocolate y el primer hartazgo televisivo del día.
Los presentadores de los programas infantiles seguían chorreando cocaína por las orejas. Roger seguía envidiándolos. Conrad bajó a eso de las ocho y su segundo día solo con los niños comenzó con todos los honores. Fueron a un Starbucks y pidieron un café triple (Roger), un frapuchino de nata con virutas de chocolate (Conrad) y un bebechino de leche caliente (Joshua). Conrad se las apañó para descolgar el extintor de incendios de la pared que quedaba enfrente del lavabo, que no funcionaba, mientras Joshua distraía a su padre tratando de escalar y/o derribar un taburete, pero el extintor no se estropeó, lo cual fue otro buen presagio para aquel día. Luego fueron a dar un paseo por el parque, que estaba más vacío que nunca. En cierto momento, al dirigirse a la zona donde estaba prohibido llevar perros para jugar allí al fútbol, se cruzaron con una joven que empujaba un cochecito infantil —clase media, dictaminó Roger sin preguntarse cómo había llegado a aquella conclusión: tal vez por su bufanda, por el cochecito, por su pelo— y la mujer dirigió a Roger una mirada de aprobación incondicional. Roger se preguntó durante un momento por el aspecto que debía de tener: papá envuelto en un abrigo y empujando una sillita de paseo con un niño montado en ella, con otro niño pequeño correteando al lado y abrazando un balón de fútbol. Probable diagnóstico: padre responsable que lleva a pasear a sus hijos el día de San Esteban, mientras mami goza de un bien merecido descanso. ¿No te jode?, se dijo, y cuando se dio cuenta, estaba mirando ceñudo a la simpática y atractiva mami de clase media.
Hacía viento en la parte despejada del parque y más frío de lo que Roger había esperado. No había más niños por allí, sólo un par de adictos al footing. Desistieron a los diez minutos de peloteo y se prepararon para volver a casa.
—¿Un chocolate caliente? —dijo Roger, dándose cuenta, mientras lo decía, de que no tenía ni idea de cómo se preparaba un chocolate caliente. Bueno, no podía ser tan difícil. Y a lo mejor había instrucciones en el bote. Pero los niños habían llegado a la conclusión de que tenían demasiado frío para tomar decisiones. Joshua volvió a la sillita de paseo e hizo un intento simbólico de abrochar la hebilla antes de que Roger le echara una mano. Conrad se subió la cremallera del anorak y se puso la capucha, se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros. Parecía un atracador callejero enano.
Cruzaron el parque encogidos, para mantener el calor.
—Bragas de bruja —dijo Conrad.
Roger pensó que no había oído bien.
—¿Qué?
Conrad señaló hacia unos árboles que se mecían a merced del cortante viento de diciembre.
—Bragas de bruja.
Roger miró con atención. Enganchadas en las negras ramas de los árboles había tres bolsas de basura blancas que ondeaban y bailaban. Bragas de bruja. Se echó a reír, por vez primera en dos días. Al cabo del rato ya estaban cansados y enfadados entre ellos. Un día de San Esteban típico. Pero al menos no era tan malo como el día de Navidad.
La ayuda llegó el 27 de diciembre. Fue una sorpresa más que agradable cuando la canguro húngara, prometida por la agencia cuando Roger consiguió contactar con ella a las nueve, llamó a la puerta de la calle a las once menos cuarto, y resultó que era una chica alta, guapa, educada, de pelo moreno y de unos veinticinco años. Matya. Según la agencia, su inglés era excelente, tenía buenas referencias y una mano especial para los niños pequeños. Roger se sintió aliviado en cuanto le puso el ojo encima. Además hizo lo que solía hacer, sin darse cuenta cuando se sentía atraído por una mujer, y que era erguirse cuan alto era.
Cuando Mayta entró en la sala, lo primero que hizo, según advirtió Roger (después de fijarse en el asombroso culo que tenía con los ceñidos tejanos, una vez que se quitó el abrigo), fue buscar a los niños. Fue un buen detalle porque la mayoría de la gente, nada más entrar, se quedaba mirando la estupenda organización del espacio y el maravilloso mobiliario. Joshua y Conrad estaban en uno de sus infrecuentes episodios de cinco minutos de cordialidad; el más pequeño pasaba piezas de Duplo al mayor, que estaba construyendo algo que podía ser un zoológico.
—Permítame darle un par de indicaciones —dijo Roger con entereza. Presentó a Conrad y a Joshua, pero Matya apenas pareció necesitar las presentaciones; ya estaba de rodillas al lado de los niños, comentando con su suave acento húngaro la mejor forma de sostener al gorila encima del cocodrilo. En términos generales, para Roger fue como ese momento de las películas de acción en que llega el helicóptero con el equipo de rescate para salvar al grupo de operaciones especiales que ha quedado detrás de las líneas enemigas, y el espectador tiene por fin la sensación de que, aunque por los pelos y contra toda esperanza, las cosas les saldrán bien a los buenos.