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Shahid se había percatado de que la policía empleaba técnicas diversas para empezar un interrogatorio. Unas veces lo estaban esperando cuando entraba en la sala; otras lo hacían esperar a que llegaran los agentes; otras entraban y se quedaban un rato repasando notas; y otras, en fin, se ponían a gritarle preguntas en cuanto cruzaba la puerta. Ora eran cordiales, ora poco cordiales; ora trataban de inducirlo a desear complacerlos, ora se comportaban como si lo considerasen un caso perdido. Shahid suponía que para ellos todo era un juego, una serie de maniobras, y hacía lo posible por superar la inevitable confusión emocional que sentía. A menudo se preguntaba, casi sin darse cuenta, quién estaría al otro lado del espejo que ocupaba una de las paredes de la sala; qué comentarios emitirían allí.
El día decimocuarto entró en la sala y vio que lo esperaba un policía distinto, un agente al que no había visto antes. ¿O sí? No era uno de los habituales y sin embargo no le resultaba del todo desconocido. Era joven, más que Shahid, recién afeitado, estrecho de hombros y vestido con un bonito traje. Estaba solo, cosa poco habitual.
—Hola —dijo el inspector Mill—, soy el inspector Mill.
Shahid lo recordó.
—Usted estuvo en aquella reunión pública en que se habló de la página web con insultos, de las tarjetas y demás —dijo Shahid—. Yo también asistí.
—Lo sé —dijo Mill. Bajó los ojos para mirar el expediente que tenía en la mesa e hizo como si leyera, un truco de polizontes al que Shahid ya estaba acostumbrado.
El silencio se prolongó.
—No ha puesto en marcha la grabadora —dijo Shahid.
Mill no dijo nada. Daba la impresión de que estaba pensando en otra cosa. Al final abrió la boca.
—Mis amigos no entienden por qué quiero ser policía. Creen que ser policía consiste en ir por ahí golpeando a la gente y en detener conductores borrachos. O algo parecido. En realidad no tienen opinión y sólo saben que están contra eso. Pero el verdadero problema no tiene nada que ver con ser violento o conflictivo, ni con lo que son los demás polizontes. El verdadero problema es la simple rutina. El fastidio. Casi todo el trabajo es rutina y el de los investigadores no es diferente. No es como en la tele. La mayoría de las veces sabemos lo que va a ocurrir. Hay pocas sorpresas. Y las sorpresas agradables son más escasas aún.
Volvió a producirse el silencio. Shahid no creyó necesario decir nada.
—Y de pronto aparece algo que es un poquito diferente —prosiguió Mill—, algo que nos recuerda por qué quisimos entrar en este oficio. Por ejemplo, estar aquí. Es la primera vez que estoy aquí, en Paddington Green. Aquí es donde traen a los sospechosos de terrorismo, como ya habrá adivinado. Se viene haciendo desde hace años, desde los tiempos del IRA. Lo veo en las noticias de la tele desde que era pequeño. Pero ésta es la primera vez que pongo los pies en el interior de esta comisaría. Para mí es algo nuevo. Es genial. Me gustan las novedades.
Volvió a hacer una pausa. Parecía tener todo el discurso preparado.
—Le diré qué otras cosas son geniales. El terrorismo es genial. Quiero decir que como actividad, evidentemente, es todo lo contrario. Pero lo interesante del terrorismo es la cantidad de recursos que tenemos. Desde el punto de vista de la policía. La conducta antisocial y lo demás, todo eso no nos interesa. La gente se preocupa por esas cosas, pero no es eso lo que nos estimula por la mañana. ¿Te han birlado la moto? Pues mala suerte. ¿Planean poner una bomba en alguna parte? Ah, eso es otra historia. Y eso es lo genial. La cantidad de recursos que tenemos para los casos de terrorismo. Las cosas que podemos hacer con esos recursos son sorprendentes. Por ejemplo, hacer que la gente que controla el servidor con el que está conectado el ordenador X nos entregue la lista de las páginas que ha visitado en los dos últimos años. Ésa es la primera parte. La segunda parte es disponer de personal que investigue ese material para averiguar adónde nos conduce. Y por aquí llegamos al factor sorpresa. El factor que me sorprende a mí por lo menos. ¿Me sigue usted?
Mill miraba atentamente a Shahid. Buscaba en su cara indicios que le revelasen que el otro sabía lo que iba a suceder a continuación. No vio ninguno. Shahid tenía la misma expresión que al principio: la de un treintañero irritable y —todo había que decirlo— no muy culpable. Respondió a la pregunta de Mill afirmando con la cabeza.
—Y averiguamos lo siguiente: que todo el tráfico inicial que dio lugar al blog Queremos Lo Que Usted Tiene, el que motivó la reunión a la que asistió usted, salió de su dirección IP.
Mill cruzó los brazos y se repantigó para observar al otro. Fue inconfundible: la primera reacción de Shahid Kamal fue una sacudida.
—¿Qué?
—Así es: salió de su dirección IP. No de su ordenador, aunque si salió de su ordenador, entonces lo ha tenido que limpiar a conciencia para quedarse con esos archivos y no con otros, lo cual, según mis colegas, es poco probable. Pero sin lugar a dudas salió de su dirección IP.
Shahid desvió la mirada y meditó unos momentos.
—Esto es una trampa. No está grabando esta conversación porque todo es mentira y trata de conducirme a una trampa. No tienen la menor prueba de nada y me sale con esta patraña que procede de la calle para endosármela a mí.
Por toda respuesta, Mill alargó la mano y puso en marcha la grabadora, que en todo momento había estado en la sala, adosada a la pared. Y dijo:
—Inspector Charles Mill, 16 de septiembre de 2008, interrogatorio de Shahid Kamal, grabación comenzada a —consultó su reloj— las 14.17, no está presente nadie más. Así pues, Shahid, le decía que hay un nexo demostrado entre la dirección IP localizada en su casa y el blog Queremos Lo Que Usted Tiene, cuyo responsable está siendo investigado por los delitos de acoso, violación de la intimidad, obscenidad y vandalismo.
—¿Vandalismo?
—En efecto, fue cuando los listillos recorrieron la calle y rayaron todos los coches que había aparcados. Llegaron por una acera y volvieron por la otra. Multitud de daños en una calle llena de coches estupendos. Digamos diez de los grandes. Cárcel segura.
Shahid se encogió de hombros. No parecía muy afectado por la idea de que dejaran impresentables los coches de la gente.
—Y hay otro delito —añadió Mill—: crueldad con los animales. Pájaros muertos, los enviaron a los vecinos de la calle. Mirlos. No a todos los vecinos, sólo a algunos. En sobres de 16 × 23 cm. Un rasgo de mal gusto, por si quiere saber mi opinión. ¿Sabe usted algo de eso?
—Es asqueroso, pero no tiene nada que ver conmigo.
Lo que Mill no dijo fue que los pájaros muertos se habían enviado durante la última quincena, es decir, cuando Shahid estaba ya en Paddington Green. El vínculo entre Queremos Lo Que Usted Tiene y el protocolo de acceso a Internet de Shahid se había encontrado dos días antes, después de la última racha de actividad. Cuando se enteraron del nexo con Shahid sabían ya que éste no podía haber sido responsable de lo que pasaba; a lo sumo podía estar en tratos con un tercero. Pero la forma de operar con el sitio web presentaba una pauta extraña. Mill hacía mucho que había llegado a la conclusión de que las fotos del comienzo habían sido hechas por alguien con fuertes intereses locales. La cosa había estado en calma durante un tiempo. Pero se había reanudado con tintas más sombrías, con etiquetas ofensivas en la página web, con envío de postales ofensivas a las casas, con pintadas en la calle, con coches rayados. Y ya en fecha reciente, los mirlos muertos enviados por correo a siete domicilios. Parecía un paso lleno de cólera. El cambio de tono y de comportamiento resultaba desconcertante.
Los ojos de Shahid iban de un lado a otro. Estaba pensando.
—No sé nada de eso —dijo finalmente—. Pruebe con el belga, si es que da con él.
—Esto empezó antes de que apareciese y se hospedara en su casa. ¿Ha cambiado la contraseña de su conexión inalámbrica estos últimos meses?
—No —dijo Shahid de manera espontánea... y entonces se dio cuenta de que había caído en una trampa que ponía en entredicho su inocencia. Si su acceso a Internet hubiera estado sin codificar, el tráfico de material informático podía no haber tenido nada que ver con él. Dio un suspiro—. Está codificado y soy el único que tenía la contraseña. Como ya sabe, dejé que el belga utilizara mi acceso a Internet, pero no mi ordenador.
—Entonces entenderá por qué esto nos parece raro. Está usted detenido por sospechoso de terrorismo y ahora parece que ha estado lanzando toda clase de amenazas por vía informática, amenazando a sus vecinos, dándoles sustos de muerte. No parece muy digno, ¿verdad?
—Empiezo a estar acostumbrado a que me acusen de cosas que no he hecho —dijo Shahid—. No tengo el menor motivo para creer lo que me dice.
Cruzó los brazos y se quedó mirando el espejo. Y otra vez se preguntó quién podría estar al otro lado y en qué estaría pensando.
—Entonces, ¿quién lo ha hecho?
—Ni idea —dijo Shahid, y por primera vez en el curso de aquella sesión pensó Mill que su interrogado no le estaba contando toda la verdad.