29

El día de San Esteban, día de los Aguinaldos en Gran Bretaña, fue el primero que Freddy Kamo salió al campo con su nuevo equipo. Sabía que había estado bien en los entrenamientos, pero a pesar de todo se llevó una sorpresa cuando lo seleccionaron. El partido era contra el colista de la Premiership. El entrenador lo había dicho claramente:

—Esforzaos poco si es que os apetece esforzaros —dijo a través del intérprete—. Pero os ayudará coger el tranquillo aquí. Éste es nuestro partido más fácil de las vacaciones y voy a hacer turno rotativo para sacar a todo el banquillo. Y otra cosa —añadió sonriendo—, no olvidéis pasarlo bien.

Freddy quiso seguir este consejo, pero no fue fácil. El calentamiento estuvo bien, pero cuando salió del túnel de vestuarios y corrió al banquillo antes del saque, todo fue completamente distinto. No estaba preparado para el ruido y la espectacularidad del terreno de juego: aquello era de verdad. Había estado en el campo muchas veces, pero no era lo mismo visto desde el banquillo. La sensación de estar ante la multitud, el volumen de ésta y la intensidad emocional eran cosas físicas, casi agresivas. Freddy sentía que el corazón se le aceleraba; se esforzó por resistir la tentación de mirar a su alrededor en busca de su padre, que sabía que estaría en la tribuna, con Mickey Lipton-Miller. De todos modos miró a derecha e izquierda y vio a Patrick, que le devolvió la mirada, sin sonreír, totalmente serio. Aquello lo ayudó a ponerse en situación. Ver a su padre nervioso le permitió relajarse. En esto llegó el intérprete y se sentó a su lado, medio encogido. El olfato de Freddy le informó de que se había tomado un vaso de vino con la comida.

El árbitro indicó con el silbato el comienzo del partido y el equipo de Freddy marcó dos goles en menos de veinte minutos. No era un partido muy organizado, pero su equipo generaba más ocasiones de gol con facilidad y el delantero aprovechó dos sin problemas. Aquel 2-0 no podía durar mucho, pero de todos modos se relajaron y dejaron de presionar. El descanso pareció llegar volando. El entrenador apenas dijo nada, sólo que siguieran jugando como hasta entonces. Cuando iban a salir para comenzar el segundo tiempo, el entrenador le rozó el hombro.

—Puede que te deje salir al final —le dijo a través del intérprete—. Será sólo un par de minutos.

Freddy asintió con la cabeza. Deseó que el entrenador no le hubiera dicho nada; ahora iba a estar nervioso todo lo que quedaba de encuentro. No se le ocurrió pensar que la intención era ésa, presionarlo por un lado y crearle expectativas por otro. Aunque sentado en el banquillo, Freddy empezó a concentrarse en el defensa izquierdo, que sería el encargado de marcarle. Parecía del pelotón de los lentos; Freddy estaba confiado y adquirió aún más confianza cuando el centrocampista de 20 millones de libras sacó una falta, un tiro libre directo que les dio tres goles de ventaja.

A cinco minutos del final, el entrenador le dijo que calentara. Tres minutos después lo llamó e hizo una seña al juez de línea, que le miró los tacos e hizo una seña al árbitro. Freddy corrió hacia el extremo. Las instrucciones recibidas eran sencillas: estar cerca de las jugadas, pasar la pelota si podía y, si no, retenerla en el centro del campo.

En la tribuna, Patrick era un filtro de sensaciones que era incapaz de explicarse: frenesí, miedo y un alud de recuerdos y emociones encontrados en relación con la niñez de su hijo, su primer abrazo, el día del fallecimiento de la madre de Freddy, dar patadas al balón en el polvo que había delante de la casa, ver a Freddy jugar en el equipo escolar, verlo marcar el primer gol, sostenerle la frente cuando estaba enfermo, llevarlo a los partidos, recogerlo al acabar, quedarse de pie para verlo jugar centenares, quizá millares de veces, ponerle mercromina en los cortes, tranquilizarlo cuando tenía pesadillas, su primogénito, su único hijo. Sintió un vacío en el estómago cuando vio a Freddy trotar por el campo con aquellas piernas desgarbadas y demasiado largas que aquel día parecían más largas y delgadas que nunca en el abarrotado estadio, rodeado de jugadores quince años mayores que él. Notó algo raro en la cara. Se palpó; tenía las mejillas arrasadas de lágrimas.

La multitud rugía. Casi todos los espectadores sabían quién era Freddy, aunque no lo hubieran visto jugar. El balón estaba en el campo contrario, donde el equipo rival se lo pasaba de lado y hacia atrás en busca de un hueco que no encontraba. De pronto, el defensa central y el capitán del equipo pelearon por la pelota que salió disparada hacia el centrocampista de los 20 millones, que estaba cerca del círculo central. Éste miró a su alrededor, le hizo un pase corto al centrocampista defensivo, que sin pararla se la lanzó a Freddy. Todo ocurrió muy aprisa, pero Freddy ya lo esperaba. Había vivido aquello antes. Cuando un deportista, sea cual fuere el deporte, sube un nivel, la primera y sobrecogedora impresión que recibe es el aumento de la velocidad. No es que esté haciendo cosas nunca vistas, es sólo que las hace más aprisa, mejor y más a menudo.

El defensa izquierdo rival, cuyo nombre desconocía Freddy, estaba a unos dos metros de él. Había un movimiento que Freddy había practicado tan a menudo que, cuando peloteaba delante de su casa en Linguère, no funcionaba ya, porque todos sus amigos, todos de Linguère, lo habían visto un millón de veces. Pero en Inglaterra no lo había visto nadie, y para Freddy era más espontáneo e instintivo que verse reflejado en un espejo, más simple y elemental que levantarse de la cama. Se lanzó hacia la pelota con el pie izquierdo por delante, pero hizo una finta, la dejó pasar y la recogió con el pie derecho. Cambió el peso de su cuerpo, su dirección también cambió, todo en un segundo, y dejó de estar allí. Fue una maniobra de distracción, una maniobra de evasión y un sprint, todo en el mismo movimiento.

Aquella mañana había llovido. El campo no estaba totalmente seco; es probable que esta circunstancia influyera. El defensa izquierdo no sabía bien quién era Freddy. Era el minuto noventa y su concentración empezaba a desvanecerse. El resultado del ardid de Freddy fue que se dejó engañar por el movimiento inicial hacia la izquierda y cuando quiso recuperar el equilibrio para perseguir al otro, perdió pie y resbaló hacia atrás, pero despacio, agitando los brazos para contrarrestar la caída, pero cayendo de manera inexorable. Cuando quedó sentado en el suelo, Freddy estaba ya a diez metros de distancia. Un defensa central corrió hacia él, Freddy hizo un pase cruzado hacia el palo exterior, el delantero le ganó la carrera al otro defensa central y lanzó un chupinazo que dio en el larguero, produciendo un ruido que Freddy no olvidaría nunca, como cuando un hacha golpea un árbol. El portero recogió el rebote, lanzó la pelota hacia el centro del campo y el árbitro pitó el final del partido.

A medianoche había un clip titulado «La primera jugada de Freddy» que estuvo entre los diez más vistos en YouTube.

Capital
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