60
Todo el personal de Pinker Lloyd ya estaba trabajando a las ocho de la mañana. Muchos se encontraban ante el escritorio a las siete. Para estar solo en el edificio había que llegar mucho antes de las seis.
A las cinco y media, cuando Mark cruzó la puerta, los guardas nocturnos todavía estaban de servicio. Después de la cena benéfica había vuelto a su casa a la una menos cuarto y había dormido cuatro horas; un indicio de su fuerza de voluntad era que había conseguido acostumbrarse a dormir poco. El vestíbulo tenía un aire cálido y acogedor en la oscuridad, mucho más que a la luz del día, cuando las vastas superficies de vidrio lo caldeaban y lo volvían sofocante. En el mostrador de seguridad había un caribeño cincuentón, serio y de pocas palabras. Comprobó la identificación de Mark y le hizo firmar. Mark se dirigió al ascensor. Miró su reflejo en el acero inoxidable.
—Vengo a trabajar un poco con las cifras semanales, antes de la reunión con Lothar —dijo. Su voz, al rebotar en las paredes de metal, parecía sincera. Era útil practicar, lo hacía siempre que sabía que probablemente iba a tener que mentir; y hablaba en voz alta, para comprobar cómo sonaba—. A prepararlo todo para la reunión —añadió—. Ya lo dicen en el ejército. La planificación y preparación adecuadas impiden el rendimiento defectuoso.
Se encontraba estupendamente. No era probable que hubiese nadie antes de las seis. De todos modos sabía que no había nadie aún; lo había visto al firmar en seguridad el estadillo de las horas extra.
Le gustaba estar solo en la sala de operaciones. Había algo inquietante en aquel espacio vacío, en los monitores apagados y en la oscuridad exterior, el siniestro silencio de una sala destinada a un grupo numeroso, al ruido, a los gritos, a la ansiedad, a la acción, a mirar tres pantallas mientras se habla por dos teléfonos y se juega con una docena de transacciones; pero lo que le gustaba era precisamente aquella inquietud. La mayoría del personal no lo soportaría. Se asombraría, se asustaría. Pero él no era como la mayoría del personal. Ése era el quid de la cuestión.
Dejó el maletín en la mesa, se quitó la chaqueta y se estiró. El cometido de aquel día eran las contraseñas. Un año antes, aproximadamente, Pinker Lloyd había llamado a un equipo de técnicos exteriores para que evaluara sus niveles de seguridad frente a las maniobras informáticas y los ataques de los piratas informáticos. Entre las evaluaciones emitidas había habido una advertencia en el sentido de que el banco era poco estricto en el uso de las contraseñas, en particular porque permitía que cada empleado estableciese la suya. En muchísimos casos, los empleados utilizaban contraseñas que habían utilizado ya en otros ordenadores; los casos más atroces eran los de los empleados que utilizaban la misma contraseña para todas las cuentas, en el trabajo y en casa. Eso representaba un peligro clarísimo: cualquier tercero que se enterase de la contraseña del correo electrónico de un empleado, o de su contraseña de la cuenta de eBay, o de la contraseña que utilizaba en un punto de venta de Internet tendría acceso directo a la red de Pinker Lloyd. Aquello era intolerable. Así que los técnicos recomendaron a la compañía que adoptase nuevos protocolos para cualquier cosa que permitiera acceder a sus sistemas, por ejemplo series de letras y números imposibles de adivinar, con mAyúsCulas alEAToriªs. Todas las semanas se cambiarían las contraseñas. La lógica era impecable. Pero contenía un error, porque las nuevas contraseñas tenían un fallo: serían imposibles de adivinar, pero también imposibles de memorizar. Puesto que nadie podía retener las contraseñas en la cabeza, todos las apuntaban. Así que para acceder a una cuenta lo único que había que hacer era averiguar dónde se había escrito la contraseña.
Mark entró primero en el despacho de Roger. El inmerecido despacho del rincón, con vistas a Canary Wharf y al río, con fotos de la familia en la mesa; el despacho que acabaría siendo suyo. Activó el ordenador de Roger, que estaba en reposo y buscó el archivo llamado «Contraseñas». Si tuviera que resumir la idiotez de su jefe en un solo detalle, señalaría el hecho de que guardara las contraseñas en un archivo llamado «Contraseñas». El archivo estaba protegido a su vez por una contraseña, pero Mark había visto a Roger teclear los primeros caracteres y como Mark no era un tipo corriente, con un poco de meditación había conseguido deducir los restantes. Los primeros caracteres tecleados habían sido «c o n», así que no le había costado comprender que la contraseña era «conradjoshua», una vulgar yuxtaposición de los nombres de sus horribles hijos. Abrió el archivo para ver las contraseñas del banco que había atesorado Roger. Eran las típicas cadenas de letras y números. Las apuntó en su pequeño cuaderno de Moleskine.
Volvió a la sala de operaciones. Empezó por las contraseñas cuyos escondites conocía: en un papel, en un cajón con cerradura cuya llave estaba en un cubilete para bolígrafos; en la hojita final de un taco de post-its (hojita que se tiraba cuando se fijaba una nueva contraseña); en cuadernos que se dejaban junto a los monitores. Se hizo con cinco contraseñas en otros tantos minutos. Su sueño era pasar a otro departamento, Conformidad, y apoderarse de algunas contraseñas de allí. La labor de Conformidad era asegurarse de que el banco cumplía con la cretina legislación destinada a que la City fuera segura para los tímidos, los asustados, los convencionalistas y los débiles, todos los ridículos cordeles con que la administración se esforzaba por maniatar al gigante. El acceso a la red de Conformidad iba a ser útil para lo que se traía entre manos. Tener el login de acceso y los privilegios de usuario de la unidad central del banco sería incluso mejor; pero no era fácil y sería una idiotez concentrarse en algo que probablemente era inalcanzable.
No obstante, resultaría fácil conseguir otro puñado de contraseñas en aquella sala. Lo único que había hecho hasta el momento era recoger la fruta que colgaba al alcance de la mano. Jez, el operador más eficaz de la sala, movía más dinero que nadie y gestionaba más cuentas, así que el acceso a sus directorios le iba a venir de coña. Mark no soportaba al tal Jez, entre otras cosas porque intuía en él a un competidor de verdad, un sujeto cuya concepción de la vida se parecía mucho a la suya. A Jez le gustaba ganar. Bueno, a ver quién ganaba al final. Mark se acercó al escritorio de Jez. Encendió el monitor y vio una foto del culo de Scarlett Johansson con bragas rosa, una imagen congelada del plano inicial de Lost in Translation. Sonrió a su pesar. Buscó «contraseña», pero no apareció nada. Tampoco lo esperaba. Inspeccionó la mesa de Jez. Había una regla elemental que decía que las cosas estaban en los lugares más visibles. Taza del Arsenal, cuaderno de hojas amarillas en blanco, un ejemplar de Mountain Bike Monthly, una calculadora Casio en la funda de plástico. Miró dentro de la taza, pasó las páginas de la revista, hojeó el cuaderno, miró debajo del teclado y abrió los dos cajones, que no contenían nada más que material de escribir y una tarjeta de fidelidad del Caffè Nero. Puede que Jez fuese un tipo ruidoso y con carácter, pero en el trabajo no dejaba nada personal; interesante. Mientras volvía a poner en su sitio el material de oficina, vio algo, un papel pegado al fondo del cajón inferior; y tuvo esa sensación propia de las personas reservadas que tal vez han descubierto un secreto. Pero el papel se resistía, parecía pegado al metal del extremo, así que tuvo que estirarse y alargar la mano para rodear el papel con los dedos, con objeto de arrancarlo sin arrugarlo, y que no pareciese que lo habían sacado con intención de mirarlo. Entonces oyó que alguien decía en voz alta:
—Pero ¿qué coño haces?
Oh, no, Jez. Estaba en la puerta, con el pelo húmedo de la ducha, una bolsa de deportes colgada del hombro. No puede ser, pensó Mark, son sólo las seis y dos minutos, y entonces recordó: oh, no, tenía que estar aquí para cerrar algo con Tokio, y al mismo tiempo se percató de la inutilidad de toda explicación, porque allí estaba él, hasta el cuello de mierda y hundiéndose muy aprisa. Y además con el gran problema delante: que había encendido el monitor de Jez. No había ninguna razón para haber hecho aquello, ni posible, ni concebible, ni inocente. Si Jez avanzaba tres o cuatro pasos tendría el privilegio de ver las nalgas de Scarlett Johansson y Mark sería despedido. Mientras pensaba a toda velocidad, se puso en movimiento: se apartó del cajón y lo cerró. Parecía imposible tener una cara más culpable que la suya. Sintió que en el estómago le pasaba algo complejo, algo nauseabundo.
—Material de escribir. Cuaderno..., no encontraba el mío. Sé que tú tienes y pensé coger uno, creí que no te importaría.
Jez no dejaba de mirarlo. No había movido un músculo y parecía enfadado, suspicaz, hostil.
—¿Has estado en el gimnasio? —preguntó Mark.
Jez se puso a mascar chicle. Debía de tenerlo ya en la boca y seguramente había inmovilizado las mandíbulas al llegar a su puerta y ver a Mark. Pero ni habló ni hizo nada más.
—Sana costumbre —dijo Mark. Se acercó despacio al borde del escritorio; el botón que apagaba el monitor estaba solo a veinticinco centímetros de su mano. Pero Jez veía perfectamente su tórax y no había forma humana de alargar la mano y apagar el chisme sin que Jez lo viera.
—¿Has venido por lo de Tokio? —prosiguió.
Jez dio un gruñido. Fue un ruido que lo mismo podía significar sí que no, que vete a tomar por culo o no es de tu incumbencia. Entonces dio un paso al frente. Mark no tuvo más remedio que contraer la cara y exclamar:
—¡A tu espalda!
Y cuando Jez se volvió, alargó la mano y apagó el monitor; con los sentidos aguzados por la situación, le pareció que la pantalla tardaba largos segundos en dar un silbido y un destello, reducirse a un punto y oscurecerse por completo. Jez enderezó la cabeza echando chispas.
—¡Has picado! —dijo Mark. Jez avanzó hacia él—. Disculpa —añadió Mark—. Era una broma de colegiales. Una tontería.
Jez se detuvo a pocos centímetros de Mark; muy pocos. Había invadido el espacio físico del intruso. Pero probablemente no era el mejor momento para reprochárselo. Visto de cerca, Jez era un hombre corpulento; más de lo que parecía. Olía a gel de baño.
—No veo ningún cuaderno —dijo con su acento del estuario del Támesis.
Mark no supo qué replicar. Retrocedió y se alejó de costado, pero Jez volvió a reducir el espacio que los separaba y se inclinó hacia él. Bajó la cara hasta ponerla delante de la de Mark, ladeó la cabeza y olfateó con fuerza, con intención. Lo hizo otra vez y se enderezó.
—No hueles bien —dijo. Y se apartó.