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Podía ser aquel día. ¿Podía ser aquel día? Tal vez no. O a lo mejor no ocurría nunca. Tal vez fuera mejor —no, decididamente sería mejor— que no ocurriera. No había motivo para creer que fuese a ocurrir y menos aún para desear que ocurriese, así que no iba a ocurrir. Pero ¿y si ocurría?

Matya se estaba preparando para salir con Zbigniew. Ahora vivía en un piso compartido, en la parte de Brixton que hasta cierto punto era Herne Hill o viceversa, según quisiera el residente en cuestión parecer pasota o pijo. Había descubierto el lugar merced a una rara circunstancia, al golpe de suerte que no se suele dar cuando se busca alojamiento en Londres. El soplo se lo había dado una amiga húngara. Tenía una colega con una habitación libre que buscaba una inquilina sensata, solvente, no fumadora, no alérgica a los gatos, que no echara de menos la televisión y dispuesta, durante las ausencias laborales de la propietaria, a cuidar de su madre viuda, que vivía en la planta baja. La entrevista y comprobación de referencias duró diez minutos: ofreció el piso a Mayta en el acto y ésta se mudó al día siguiente. Zbigniew pidió prestada la furgoneta a Piotr y la ayudó a trasladar sus cosas.

Zbigniew. Él era el problema. Matya se estaba arreglando para salir con el albañil y en virtud de un proceso que no quería analizar, imaginaba que Zbigniew aprovecharía el encuentro para insinuarse y no sabía si acostarse con él. Costaba averiguar cómo exactamente habían llegado a aquel punto, cómo siendo antes un individuo con quien ella no habría salido nunca, se había convertido en un hombre que le gustaba de veras. Tenía casi todos los números para ser rechazado. Era polaco y Matya pensaba que los polacos eran engreídos y egoístas. No tenía dinero, y si había una casilla en la que Matya habría puesto una cruz sin pensarlo era la de tener un novio rico. Tenía un trabajo manual, lo cual se sumaba al hecho de no tener dinero, y Matya deseaba un novio trajeado, un novio oficinista, un hombre que se pareciese lo menos posible a los húngaros que había conocido.

Sin embargo..., allí estaba ella poniéndose sus mejores bragas, las de color rosa con adornos negros, y el sostén que mejor le quedaba, y los tejanos que sabía que gustaban a los hombres, los que realzaban su aspecto en la calle o en los bares, los que mejor le indicaban si había engordado algún kilo, porque pasaban inmediatamente de estar eróticamente ajustados a formarle cartucheras. Se puso la blusa bordada con cuentas que le había regalado Arabella después de un manirroto safari por las tiendas; encima se pondría la cazadora de ante que le encogía la cintura y le abultaba las tetas. Pero ¿por qué todo esto si las demás cosas sobre Zbigniew eran ciertas? Bueno, quedaba el hecho de que su capital pasivo también tenía valor. Que fuese polaco significaba que no se engañaba sobre lo que era. No había nada falso en aquel hombre, ninguna nota falsa en su forma de hablar ni en su personalidad. Por extraño que pareciese, era una bocanada de aire fresco. Casi todos los hombres de aquellos tiempos daban la impresión de venderte algo, una versión de sí mismos, y trataban de meterse en tus bragas fingiendo que eran lo que no eran. Una tenía que mirar siempre más allá, al otro lado del acto, para ver su auténtica personalidad. Era agotador, pero Zbigniew no era de esa clase.

No era rico. Eso significaba que conocía el valor del dinero: podías confiarle el dinero, confiar en que no desvariaría en ese tema. Un novio rico podía hacer que la economía de ella, sus opciones, sus triunfos, pareciesen insignificantes. En Londres había personas que ganaban diez, veinte, cincuenta, mil veces lo que ella: muchísimas personas. ¿Cuánto tenía ella en común con esta gente? ¿Qué pensaría un novio rico de su piso compartido? ¿Qué diría cuando ella perdiese la tarjeta de transporte recargada nada menos que con 30 libras? Con Zbigniew no habría problemas de ese tipo. Sus valores monetarios —su sentido de lo que costaban las cosas— eran semejantes a los suyos. Eso significaba que también sus sueños se parecían. A los ricos, ricos según el rasero londinense, la fantasía de tener una casita en el campo cubierta de rosas y con jardín les parecía idiota: podían comprársela con la mitad de sus bonificaciones anuales. Pero Matya o Zbigniew lo enfocaban de otro modo.

Y finalmente estaba aquello de trabajar con las manos. Matya hizo una pausa mientras se aplicaba el lápiz de ojos. Si hubiera habido alguien más en la habitación, Matya se habría ruborizado. La verdad desnuda era que el trabajo que hacía Zbigniew producía el cuerpo de Zbigniew, y aquel cuerpo era una de las cosas que más le gustaban de él. Dicho llanamente, le gustaba la dureza de aquel cuerpo. Zbigniew no era exactamente un tío cachas, no tenía tipo de culturista como algunos héroes televisivos; los músculos no le hinchaban la ropa. Pero su cuerpo era firme y terso, y las veces que Matya lo había rozado o había tropezado con él había notado que era eso, muy firme. Era musculoso, compacto y limpio, y estaba segura de que su piel sería deliciosa al tacto, de superficie suave pero de carne dura. No costaba imaginar cómo se portaría en la cama... Además, tenía sentido del humor, no era como aquellos chicos ingleses que aburrían a cualquiera, siempre adoptando poses, incapaces de abrir la boca sin hacer un chiste; era tranquilo, mordaz y ágil para ver el lado ridículo de las cosas. Sabía imitar a la señora Yount cuando no se decidía por el color del cuarto de baño, y Matya se partía de risa.

Y pese a todo allí estaban todavía aquellas cosas que en conjunto la aconsejaban no hacerse ilusiones sobre él. Recordaba demasiado bien lo que le indicaba que Zbigniew no era aceptable. El Zbigniew del recuerdo aparecía ocasionalmente y borraba lo que sentía por el Zbigniew de carne y hueso. Si se lo hubieran dicho, Zbigniew se habría quedado boquiabierto al saber que el principal obstáculo que concebía Matya era el recuerdo de la época en que había encontrado ridículo al hombre. Porque lo había conocido cuando hacía chapuzas para los Yount y el hombre seguía impregnado de aquella impresión: la impresión de que en cierto modo era, como ella, de la clase de los criados. Que ella también lo fuera empeoraba las cosas, no las mejoraba. Además, no era guapo; tenía la cara ancha, aplastada e inexpresiva de los eslavos y su pelo era de un moreno difícil de recordar, así que la siguiente vez que lo viera tal vez fuese un poco más oscuro o un poco más claro de lo que esperaba. No es que fuera feo, pero no era guapo. Una no reparaba en su aspecto.

Capital
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