PRÓLOGO

Al rayar el alba de un día de fines de verano, un hombre con sudadera de capucha avanzaba lenta y silenciosamente por una calle normal y corriente del sur de Londres. Se proponía algo, aunque para cualquier espectador habría resultado difícil adivinar qué. Unas veces se pegaba a las casas, otras se alejaba. Unas veces miraba hacia abajo, otras hacia arriba. De cerca, nuestro espectador habría estado en condiciones de decir que el joven llevaba una pequeña videocámara de alta definición; lo malo era que no había ningún espectador, de modo que no había nadie que lo advirtiera. Exceptuando al joven, la calle estaba vacía. Ni siquiera los madrugadores se habían levantado aún y no era día de reparto de leche ni de recogida de basuras. Puede que lo supiera, en cuyo caso filmar las casas no era una casualidad.

El lugar donde filmaba era Pepys Road. No era una calle que desentonara en aquella parte de la ciudad. Casi todas las casas eran de la misma época. Las había construido un promotor inmobiliario de finales del siglo XIX, durante la prosperidad económica que se había producido a raíz de la supresión del impuesto sobre el ladrillo. El promotor había contratado a un arquitecto de Cornualles y a una cuadrilla de albañiles de Irlanda y las casas se levantaron en cosa de dieciocho meses. Tenían tres plantas y todas eran distintas, ya que el arquitecto y los trabajadores introducían pequeñas variantes, en la forma de las ventanas, o en las chimeneas, o en los detalles de la albañilería. Según una guía de la arquitectura local: «Cuando se sabe, da gusto mirar los edificios y detectar las pequeñas diferencias.» Cuatro casas tenían fachada doble y abarcaban el doble de espacio que las otras; como el espacio escaseaba, estas casas valían tres veces más que las de fachada simple. El joven parecía fijarse especialmente en estas casas más grandes y más caras.

Las casas de Pepys Road se habían construido para un mercado concreto: la idea era atraer a familias de clase media baja que estuvieran dispuestas a vivir en una parte poco elegante de la ciudad a cambio de la oportunidad de poseer una casa adosada: una casa con espacio suficiente para el servicio. Durante los primeros años no estuvieron habitadas por procuradores, abogados o médicos, sino por sus pasantes o empleados: gente respetable, que ya no era pobre y tenía ambiciones. Durante los decenios siguientes, la demografía de la calle experimentó altibajos en lo referente a la edad y a la clase, se volvió más o menos popular entre las familias jóvenes con perspectivas de futuro y la zona prosperó por temporadas. La zona fue bombardeada en la Segunda Guerra Mundial, pero Pepys Road siguió intacta hasta que una bomba volante V-2 la alcanzó en 1944 y destruyó dos casas del sector central. El solar estuvo vacío durante años, como una dentadura a la que le faltan los incisivos, hasta que en los años cincuenta se construyó allí una nueva casa con balcones y puertas vidrieras, lo cual producía un efecto muy extraño en medio de aquella arquitectura victoriana. Aquel decenio cuatro casas fueron habitadas por sendas familias llegadas hacía poco del Caribe; los padres trabajaban para la London Transport. En 1960, un espacio de forma irregular y cubierto de hierba que había en un extremo de Pepys Road, y que estaba vacío desde que la última estructura fuera destruida por las bombas alemanas, se pavimentó con hormigón y encima se construyó una pequeña tienda.

Sería difícil señalar el momento exacto en que Pepys Road empezó a ascender en la escala económica. Una respuesta convencional sería decir que había ido a remolque de la prosperidad británica, que había pasado de ser la desgarbada crisálida de fines de los setenta a ser la vulgar y ruidosa mariposa de la era Thatcher y el largo período de crecimiento que la había seguido. Sin embargo, no era ésa la impresión que tenía la gente que vivía allí, y no sólo porque también los vecinos hubieran cambiado. Al subir los precios de las casas, los vecinos de clase trabajadora, tanto los autóctonos como los inmigrantes, habían aprovechado la coyuntura y se habían mudado, por lo general a casas más grandes en barrios más tranquilos, con vecinos como ellos. Los que llegaron tendían a ser más de clase media, maridos con un empleo bien pagado pero no de un modo espectacular y esposas que se quedaban en casa y cuidaban de los niños, porque las casas seguían siendo populares, como antes, entre las familias jóvenes. Luego, conforme seguían subiendo los precios y cambiando los tiempos, los que llegaban eran familias en las que trabajaban tanto el marido como la mujer, mientras los niños se quedaban en casa con canguros o en guarderías.

Los vecinos empezaron a adecentar las casas, no sobre la marcha como en decenios anteriores, sino acometiendo reformas sistemáticas, al estilo de demolición de paredes y planta abierta que se había puesto de moda en los años setenta y nunca había dejado de estar vigente. La gente reformó los desvanes; cuando el ayuntamiento viró hacia la izquierda en los ochenta y dejó de conceder permisos, un grupo de vecinos presentó una demanda, defendiendo su derecho a ampliar las viviendas hacia arriba, y ganó el caso. Parte de su argumento fue que las casas se habían construido para alojar familias y la reforma de los desvanes casaba con el espíritu con que se habían construido, lo cual era cierto. Siempre había alguien que estaba reformando su casa; y no había día en que la calle no estuviera llena de contenedores, furgonetas de albañiles, martillazos, estrépitos de toda procedencia, zumbidos de taladros, rugidos de motores y los alaridos de los transistores de los albañiles y del personal de los andamios que formaban parte del lote. Esta actividad decreció un poco a raíz de la crisis de la vivienda de 1987, pero cobró nuevos bríos diez años más tarde. A finales de 2007, después de un nuevo y largo período de crecimiento, lo normal era que dos o tres vecinos estuvieran haciendo reformas importantes al mismo tiempo. Se había puesto de moda abrir sótanos, a un precio global que no solía ser inferior a cien mil libras. Pero como a más de un excavador de cimientos le gustaba señalar, el sótano aumentaba el valor de la casa, así que vista desde determinada perspectiva —y era una perspectiva muy compartida, dado que muchos nuevos vecinos trabajaban en la City—, la construcción de sótanos salía gratis.

Todo esto era parte de una profunda transformación que se estaba operando en la naturaleza de Pepys Road. En el curso de su historia, en la calle había ocurrido casi todo lo que podía ocurrir. Muchísimas personas se habían enamorado y desenamorado; una joven había recibido su primer beso, un anciano había exhalado su último suspiro, un procurador que salía del metro al volver del trabajo había alzado los ojos al cielo azul peinado por el viento y había experimentado un súbito consuelo religioso, la convicción de que esta vida no podía serlo todo y de que era imposible que la conciencia terminara al finalizar la vida; habían muerto niños de difteria, ciertas personas se habían chutado heroína en el cuarto de baño y algunas jóvenes madres se habían echado a llorar con una abrumadora sensación de cansancio y aislamiento, y otras personas habían planeado huir, preparado una importante ruptura, permanecido ociosas delante del televisor y prendido fuego a la cocina por haberse olvidado de apagar la freidora, y se habían caído de una escalera de mano, y habían experimentado todo lo que puede suceder en la vida, nacimiento y muerte, amor y odio, alegría y tristeza, sentimientos complejos y sentimientos sencillos y toda la gama de emociones intermedias.

Por entonces, sin embargo, la vida de los habitantes de Pepys Road había sufrido un giro imprevisto. Por primera vez en su historia, la gente que vivía en aquella calle era rica, desde un punto de vista global e incluso local. Lo que hacía ricas a aquellas personas era el solo hecho de vivir en Pepys Road. Eran ricas simplemente por eso, porque todas las casas de Pepys Road, como por arte de magia, se valoraban ahora en millones de libras.

Esta circunstancia produjo un curioso cambio. Durante casi toda su historia, la calle había estado habitada, más o menos, por la clase de personas para la que se había construido: las que no podían permitirse dispendios y aspiraban a más. Estaban contentas de vivir allí y vivir allí era parte de un denodado y resuelto deseo de ir a más, de tener una buena vida para ellas y sus familias. Pero las casas eran el telón de fondo de su existencia: eran una parte importante de la vida, un escenario donde se producían acontecimientos, no los personajes principales. Ahora, sin embargo, las casas se habían vuelto tan valiosas para quienes ya vivían en ellas, y tan caras para quienes las habían ocupado en fecha reciente, que se habían convertido en protagonistas por derecho propio.

Estas cosas sucedieron al principio poco a poco, gradualmente, mientras el nivel medio de los precios ascendía por entre las primeras centenas de millar, y entonces, cuando el personal del sector financiero descubrió la zona y los precios de las casas en general empezaron a subir como la espuma, y la gente empezó a cobrar primas muy elevadas, primas que eran el triple o el cuádruple de su teórica paga anual, primas que eran múltiplos del salario medio nacional, y un clima de histeria generalizada se apoderó de todo lo que tenía que ver con los precios de las viviendas, entonces, de repente, los precios subieron tan aprisa que fue como si tuvieran voluntad propia. Hubo una frase que se oyó durante decenios, una frase muy inglesa: «¿Has oído lo que han sacado por la casa de más abajo?» La sorprendente cantidad de que se hablaba había estado en otros tiempos al nivel de la decena de millar. Luego pasó a los múltiplos de la decena de millar. Luego se introdujo en las primeras centenas de millar, luego en las últimas centenas, y ahora la cifra tenía ya siete dígitos. Fue lógico y comprensible que la gente pasara todo el tiempo hablando de los precios de la vivienda; el tema surgía a los pocos minutos de iniciar una conversación. Cuando las personas se encontraban, se resistían a tocar el tema con un consciente sentido de la contención, y cedían con alivio al deseo de hablar al respecto.

Fue como en Texas durante la fiebre del petróleo, sólo que en vez de abrir un agujero en el suelo para que saliera combustible fósil, la gente sólo tenía que quedarse sentada e imaginar que el valor real de sus casas subía tan rápido que apenas se veía la progresión de las cifras. Cuando los padres se iban al trabajo y los hijos a la escuela, se veía poca gente en la calle por el día, sólo albañiles; pero durante toda la jornada llegaban cosas a las casas. Al encarecerse las viviendas, era como si hubieran cobrado vida, y tuvieran deseos y necesidades propios. Las furgonetas de Berry Brothers and Rudd servían vino; había furgonetas de dos o tres compañías para pasear perros; había floristas, paquetes de Amazon, entrenadores personales, empleados de limpieza, fontaneros, profesores de yoga, y a lo largo del día se acercaban a las casas como suplicantes y eran engullidos por ellas. Había servicios de lavandería, de limpieza en seco, mensajeros de FedEx y UPS, había cunas para perros, cintas de impresora, sillas de jardín, carteles de películas antiguas, pilas de deuvedés, hallazgos de eBay, compras impulsivas en subastas de eBay, bicicletas compradas por correo. La gente acudía a las casas a pedir y vender cosas (toallas para los sin techo, agentes de ventas de compañías de servicios). Los tenderos, los entrenadores y los obreros especializados desaparecían en el interior de los edificios y salían cuando terminaban. Las casas eran ya como las personas, personas ricas además, dominantes, con necesidades propias que no tenían empacho en ser satisfechas. Todo el tiempo había albañiles en la calle, revisando las casas, arreglando áticos y cocinas, derribando, añadiendo, y siempre había por lo menos un contenedor en la calle y por lo menos un andamio. La última manía era adecentar sótanos y convertirlos en espacios útiles —cocinas, habitación de juegos, lavaderos—, y de las casas que soportaban la manía en cuestión salían cintas transportadoras que trasladaban los escombros a los contenedores. Como la tierra estaba comprimida por el peso de los edificios, al cavarse, su volumen se multiplicaba por cinco o por seis, de manera que había algo muy raro, incluso siniestro, en aquellas excavaciones, como si la tierra se dilatara, vomitase, se negase a ser cavada y brotara del suelo de un modo exagerado, como si fuera antinatural hundirse en su seno para conquistar más espacio y la excavación pudiera proseguir eternamente.

Tener una casa en Pepys Road era como estar en un casino con la garantía de ganar. Quien ya vivía allí, era rico. Quien quisiera mudarse allí, tenía que ser rico. Era la primera vez en la historia que se producía un fenómeno semejante. Gran Bretaña había pasado a ser un país de ganadores y perdedores, y quienes vivían en la calle, sólo por vivir allí, habían ganado. Y el joven de aquella mañana estival seguía avanzando, filmando aquella calle llena de ganadores.

Capital
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