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Smitty, artista especializado en performances e instalaciones y una leyenda en el mundo del arte, estaba mirando por la ventana de su estudio de Shoreditch, esperando a que volviera su último ayudante con un capuchino triple de café y los periódicos del día. Se había puesto un traje negro con camisa blanca para visitar a su abuela y podía apreciar en el espejo que estaba la mar de elegante, incluso se lo dijo interiormente: si su madre lo hubiera visto, se habría sentido complacida. Así pues, aquello estaba bien. Otras cosas no estaban tan bien. No le impresionaba la performance de su último ayudante, que había salido hacía veinte minutos, cuando sólo necesitaba quince para ir y volver, y que por lo tanto volvería con un café insulso con todas las probabilidades de estar frío.
Desde la ventana repasaba el panorama londinense: viejales que volvían del supermercado arrastrando el carrito de la compra, una puta de buen ver recargando el estómago de cerveza Tennent, mamás jóvenes de la urbanización con niños que parecían larvas de escarabajo, inmigrantes de nadie sabía dónde, de Kosovo probablemente o de donde procediera el último cargamento. El ruido del tráfico lejano y de las taladradoras envolvía la calle, la gente había sacado las bolsas anaranjadas de basura reciclable, las había amontonado y desparramado, pero aún no habían pasado a recogerlas y la acera era una pista de carreras de obstáculos de corte militar. A Smitty le gustaba todo lo que veía y lo aprobaba. Londres, la vida, la vida de Londres. Intuyó la formación de una idea. En la otra punta de la calle había un grupo de trabajadores con las cazadoras anaranjadas de seguridad, alrededor de un agujero que habían abierto hacía cosa de una semana. Dos fumaban, el tercero reía, el cuarto bebía algo de un termo, y junto a ellos había una excavadora mecánica con la pala apuntando al suelo. Tal como estaban situados alrededor del agujero, daba la impresión de que éste era el centro de su atención, de que lo estaban admirando. Fue esto lo que dio la idea a Smitty: hacer una obra de arte con agujeros. O hacer de los agujeros la obra de arte. Sí, así era mejor. Hacer unos agujeros y que el agujero fuese la obra o, mejor aún, la confusión y el caos que creaba el agujero: la reacción del público, no el objeto en cuanto tal. Sí, un pozo del copón, y sin ninguna finalidad. Que los capullos discutieran sobre quién lo llenaba. También eso es parte de la obra artística.
Así había surgido la fama de Smitty: con obras anónimas en forma de provocaciones, grafitos, vandalismo no-del-todo-delictivo y golpes de audacia. Fue célebre por ser desconocido, un famoso sin identidad y se convino en que su anonimato era su instrumento más interesante, aunque los golpes de audacia hacían reír a la gente, además. Tenía un equipo al que conocía desde el origen de los tiempos y que lo ayudaba cuando necesitaba ayuda. El año anterior, la venta de obras firmadas y el libro que había escrito sobre sí mismo le habían hecho ganar más de un millón de libras por primera vez.
A Smitty le fastidiaba escribir cosas, un fastidio que significaba que había sido mal estudiante de pequeño, lo cual le había hecho centrarse en antiobjetos como el arte, que a su vez lo había encaminado a la facultad de bellas artes, que había sido responsable de que estuviera donde estaba, gracias; en consecuencia, prefería utilizar un apestoso dictáfono de mano. Le gustaba el chisme, parecía tanto una herramienta de sometimiento empresarial, tanto la clase de cosa que llevaría la clase de hombre que murmuraría una clase de cosa como «Tome nota, señorita Potter», que era en sus manos un útil de subversión, de creatividad, de caos. Además, su ayudante lo transcribiría después y luego le enviaría un mensaje de texto a su móvil de tarjeta de prepago, que no podía localizarse, porque gran parte de la obra de Smitty, incluso gran parte de su atractivo y de su fama, se basaba en su total anonimato. Nadie sabía quién era ni cómo conseguía hacer lo que hacía. En el caso del proyecto del agujero, hacerlo impunemente lo sería casi todo. Un artista vulgar solicitaría el permiso del ayuntamiento, pediría una puta subvención. Smitty no. Apretó el botón de Grabar y dijo:
—Un pozo del copón.
El ayudante apareció en la escalera, dejó un fardo de periódicos encima de la mesa y sirvió a Smitty el capuchino. Estaba medio caliente, no suficientemente frío para quejarse, y el tipo estaba sin aliento, o sea que había llegado corriendo, lo cual, en conjunto, significaba que Smitty no tenía justificación a mano para echarle una bronca. De todos modos estaba insatisfecho. El ayudante era un chico de clase media que fingía ser un avispado muchacho de clase trabajadora, cosa que a Smitty le importaba muy poco, porque también él había sido así en otra época: pero prefería el capuchino muy caliente. El chico sacó el correo de la bolsa y Smitty se animó, porque una de las cosas que reconoció al instante fue un grueso sobre de la agencia de recortes de prensa. Su lectura favorita, su espectáculo y su audición favoritos, era lo que se escribía sobre él o sobre su obra. La cobertura se concentraba por lo general en el asombroso suspense que su anonimato había suscitado en todo el mundo.
Smitty abrió el sobre y cayó un montón de recortes. Algunos eran sobre la edición en rústica de su libro, dos eran reseñas de una nueva obra que había creado en un solar abandonado de Hackney. La obra se titulaba Cubo de mierda y consistía en diez tazas de inodoro colocadas entre los escombros, sólo que en vez de estar llenas de mierda estaban llenas de flores estrujadas, prensadas y pintadas con aerosol para que parecieran zurullos de tamaño extragrande. Él y su equipo hicieron fotos y enviaron comunicados de prensa por correo electrónico. Los empleados del ayuntamiento limpiaron el solar en menos de cuarenta y ocho horas, pero la cosecha estaba allí, en los comentarios de prensa, casi todos favorables. La reforma urbanística y la facilidad con que hacemos caso omiso de las clases marginadas de las ciudades, a las que no vemos; tal había sido, al parecer, el móvil de aquella última «intervención guerrillera». Los dos o tres capullos de costumbre no lo habían pillado, pero ¿y qué? No era un certamen de popularidad.
—¿Puedo echarle un vistazo a los recortes? —preguntó el chico. Estaba (era una de sus mejores facetas, quizá la mejor) visiblemente emocionado por la fama, el peligro, el aura de Smitty. Smitty tiró los recortes sobre la mesa, delante del muchacho, y volvió a su puesto de observación en la ventana. Tranquilizado y fortalecido por las críticas, se sentía comunicativo.
—Hay que convertirse en marca, tío. Luego buscas cualquier mierda que vender, ¿entiendes? Así es como funciona. Y un golpe de audacia como ése, el Cubo, exige un esfuerzo, para concebirlo y organizarlo, y es más difícil aún cuando tienes que hacerlo como quien dice sin manos, para que nadie pueda rastrear el origen. Tienes que tener cuidado, has de borrar tu rastro, como aquellos indios que andaban hacia atrás, pisando sus propias huellas, ¿entiendes? Y no hay un solo penique en esto. Nada, a tomar por culo. Lo cual no significa que no haya nada, ningún avance. La cuestión es que no se puede vender, ése es el detalle que hace que todo lo demás parezca real. No puedes mercantilizar esta mierda. Y ése es el objetivo. Pero aumenta tu hechizo, tu aura. Y eso te permite hacer mierda que puedes vender. ¿Lo captas? De ese modo, las cosas que cuestan, lo que sea, cuatro o cinco de los grandes, cuando llega el momento, a largo plazo, son las que pagan esos periódicos y este capuchino.
El ayudante, que ya había oído otras versiones del mismo discurso, asintió con la cabeza. Pero no parecía tan atento o tan alerta como habría podido estar y a Smitty le sentó mal. Estaba, la verdad sea dicha, un poco harto de las personas que querían ser él. Cuya admiración se manifestaba como envidia. No era viejo ni muchísimo menos —¡tenía veintiocho años, cojones!—, pero conocía ya como la palma de su mano a esos jóvenes que creían que hacerse una reputación era cosa sencilla, que lo único que necesitaban era que los viejos aflojasen y dejaran paso y entonces ya tendrían su nombre en todos los periódicos. Triunfadores que aún no habían conseguido un solo triunfo. Que colgaban un rótulo comercial sin nada escrito en él. Esos aspirantes a gran promesa sentían amor y odio por las personas que querían ser, desbordaban una envidia que no habían diagnosticado en sí mismos. Aquel joven era así y evidenciaba signos de insuficiente respeto. Le gustaba la fama de Smitty, pero no parecía darse cuenta de que Smitty estaba ligado a ella. Más interesado en su propia obra que en la de su patrón, aunque no tenía ninguna obra de la que pudiera hablarse. Había llegado recomendado por el marchante y agente de Smitty, un chico brillante relacionado con éste o con aquél, recién licenciado por Saint Martin’s o Clerkenwell o donde fuera. El chico parecía brillante y en sus mejores días tenía un aire de persona muy motivada que complacía a Smitty, pero el chico debía tener cuidado. Tenía aspecto de persona aficionada a tomar pastillas el fin de semana. A Smitty le gustaba hablar de vivir a lo grande y consumir de todo, pero su actitud hacia las drogas, más allá de la retórica, era cautelosa y epicúrea: pequeñas cantidades, minuciosamente elegidas, en el momento justo y con la compañía apropiada. Se tomaba tantas molestias en seleccionar las drogas como otras personas en seleccionar la carne. Si su ayudante desaparecía del mapa de viernes a domingo hasta el punto de que su concentración en el trabajo se volvía desigual, no tardaría en saber que era un ex ayudante. Un ex ayudante con una ineludible cláusula de confidencialidad en su contrato.
Sonó un pitido. El chico sacó el móvil del bolsillo.
—Me dijiste que te avisara cuando fuesen las once y media —dijo.
—Sí, es verdad —dijo Smitty. Recogió su móvil, la billetera y las llaves del coche—. Tengo que ir a un sitio. Mi abuela.
—Lo siento —dijo el chico, con un dejo de algo inconcreto que no gustó a Smitty, una especie de ironía apenas tangible. Bueno, se acabó, dijo para sí. Estás despedido. Cruzó la puerta, camino de su coche, con un humor de perros.