56

Una cálida mañana de mayo, dos semanas después de la frustrada ruptura con Davina, Zbigniew llamó a la puerta del número 42 de Pepys Road. Había oído comentar en el mentidero de la calle que el propietario quería hacer reformas, así que llamó para concertar una visita y hacer un presupuesto aproximado. Trabajo, gracias a Dios por el trabajo. Mientras trabajaba no tenía que pensar en Davina ni en el callejón sin salida, en la desastrosa trampa para osos en que se había convertido su existencia; se las arreglaba para no pensar en estas cosas durante diez o quince minutos seguidos.

Zbigniew valoró la casa profesionalmente mientras estuvo en ella: conocía bien aquellos edificios. Estado bueno, feo pero sólido. Un trabajo que había hecho muchas veces: dejarla menos anticuada, menos desfasada, cambiar la instalación eléctrica y repasar las cañerías. Una faena rentable. El presupuesto, un poco por debajo del diez por ciento.

Le abrió la puerta la mujer con quien había hablado por teléfono; parecía cansada, mayor de lo que había imaginado. Señora Mary Leatherby. Tenía aspecto de no prestar al interlocutor toda la atención que merecía. Zbigniew sabía lo que era aquello. No le molestaba. Tampoco él sentía el menor interés por ella. La mujer le enseñó la planta baja. Era como se había figurado. Linóleo. Arrancar y repintar, llevarse la cocina e instalar otra nueva. Comprobar la instalación eléctrica. Zbigniew suponía que estaría en buen estado; el lugar no parecía en ruinas, sólo viejo y gastado. El lavabo de abajo era horroroso y la mujer quería eliminarlo. Zbigniew tendría que buscar un ayudante, lo cual no sería ningún problema. El presupuesto, un poco por encima del diez por ciento. Apuntó los detalles en el bloc.

La salita también tenía un aspecto sencillo. Por las soluciones que elegía era evidente que la señora Leatherby quería vender la casa. Todo debía ser neutro, blanco y crema. Apliques modernos. Ningún problema; Zbigniew sabía cómo arreglar aquello. Más apuntes. El presupuesto acercándose al quince por ciento. Siguieron recorriendo la casa. Un cuarto de baño arriba en estado parecido al de la planta baja, sólo que aquél no haría falta eliminarlo, bastarían unas reformas. Más trabajo para subcontratistas, ningún problema. Baño nuevo con ducha, lavabo, armarios y apliques, buenos márgenes en todo, los subcontratistas saltarían de alegría. El presupuesto ya en el quince por ciento.

—Hay otro dormitorio, pero no podemos entrar en él —dijo la señora Leatherby.

Le enseñó un pequeño estudio/dormitorio en cuyo sofá cama había estado durmiendo. En la mesa había una maleta abierta y sin deshacer, y al lado una foto con un hombre y tres niños. Fueron al piso superior. También allí habría que quitar el linóleo y reemplazarlo tal vez por moqueta. Era un trabajo especializado que él no hacía, pero no pensaba decírselo a la señora por el momento, lo más que podía hacer Zbigniew era aventurar unas cifras y arreglar el asunto después, y además, la mujer no sabía bien lo que quería, de modo que no valía la pena concretar nada ahora. Cliente que no sabe lo que quiere: ¿pesadilla o sueño del contratista? Arriba, otros dos dormitorios, los dos oscuros y cochambrosos, un cuarto de baño pequeño, ídem de ídem, un desván no reformado todavía. Subió a verlo y le echó una ojeada: lo de siempre, sin aislamiento térmico, asfixiante, húmedo, vigas bajas descubiertas y una capa de polvo de un centímetro. Podía contratar a una cuadrilla para hacer aquello, pero hasta el momento no se había hecho cargo de una obra tan complicada.

—Podríamos subir el techo o dejar que lo haga el comprador. Lo único que necesitamos es un presupuesto aproximado. Pero habrá complicaciones, permisos..., el ayuntamiento...

La señora Leatherby parecía ir y venir. No siempre se escuchaba a sí misma. Zbigniew se preguntó qué estaba pasando allí..., se preguntó por aquella habitación en la que no se podía entrar..., se preguntó por qué vendía ella la casa si no era ella la propietaria. Entonces cayó en la cuenta. Quería vender la casa de su madre y su madre seguía con vida. No durante mucho tiempo, eso saltaba a la vista, de lo contrario no estaría pensando en vender la casa. Pero después de muchas reflexiones y explicaciones todo se reducía a eso, a que la mujer quería un presupuesto para reformar la casa de su madre para venderla después de que la madre muriese, mientras la madre estaba aún en la casa, agonizando. Zbigniew sintió crecer en su interior un sentimiento de injusticia, la impresión de estar participando en algo que no debía.

—He consultado a otras personas —dijo la mujer—. Para tener varios presupuestos. A usted me lo recomendaron..., ya se lo dije. Una cantidad aproximada para empezar y luego iremos concretando. Tendré más claros los detalles después, cuando..., bueno, gracias por venir de todos modos. Mire otro poco si lo estima necesario. Yo estaré en la cocina.

Bajó las escaleras medio corriendo, moviéndose más aprisa que al principio. Golpeteando el suelo con los tacones. Había sido excesivo para ella. Zbigniew se dio cuenta; no era una mala persona que estuviese cometiendo una mala acción, simplemente estaba perdida, no sabía qué hacer.

Mientras pensaba: no sabe qué hacer, Zbigniew regresó de sus vacaciones. Habían sido breves, pero las había disfrutado. Ahora pensaba otra vez en Davina; no pensaba exactamente en ella, sólo recordaba lo que había. Que la muchacha hiciera como que no había sucedido nada, cuando la verdad era que lo que había sucedido yacía entre ellos como un cadáver descompuesto. La ausencia total de salidas, la incapacidad de Zbigniew para verlas o imaginarlas; la expresión ocasional de Davina cuando él la sorprendía mirándolo con una cara que era como la de un perro que mira a su amo, necesitada, servil, derrotada, ansiosa. Las conversaciones entre ellos habían adoptado un aire de falsedad, así que el más breve intercambio de palabras era como un pedo perfumado.

De pie en el descansillo, oyó bajar a la señora Leatherby hasta la cocina y luego oyó que se cerraba otra puerta. Había salido al jardín. Estaba solo en la casa, solo con lo que hubiera o quien hubiera detrás de la puerta prohibida. Era como en una película de terror: la criatura tras la puerta... Y entonces, por un motivo que fue incapaz de explicarse, se acercó a la puerta en cuestión y apoyó la mano en el pomo. Era de madera, caliente al tacto. Estaba un poco flojo además; no estaba bien sujeto; otra faena más. Sacó el bloc, tomó nota, cerró el bloc y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Giró el pomo un segundo, diciéndose que sólo estaba comprobando el estado del pomo, viendo si abría con suavidad, si la puerta encajaba bien, pero sabiendo que lo que haría a continuación era lo que hizo realmente, girar el pomo para que el pestillo se retirase del todo y empujar la puerta para abrir un resquicio. La puerta se abrió. La habitación olía a desinfectante con alcohol.

Había una anciana en el lecho. La cama era de madera y estaba contra la ventana. La mujer estaba recostada en la pared y lo miraba con fijeza. Zbigniew estaba a punto de disculparse cuando se dio cuenta de que, aunque la anciana tenía los ojos abiertos y parecía mirarlo directamente, en realidad no lo veía. Como si el hombre fuese invisible para ella. Zbigniew había visto aquella expresión en los ojos de los animales: una vaca podía mirar a una persona con una fijeza y una intensidad que sólo se explicaban porque no había intención en la mirada. Ésa era la expresión que había en los ojos de la anciana. La fuerza de la presencia en combinación con la capacidad de estar ausente. Comprendió que era la madre de la señora Leatherby y también que se estaba muriendo.

La anciana siguió mirando a Zbigniew —si es que lo miraba realmente y no se limitaba a estar tendida con los ojos abiertos hacia él— durante un minuto. Entonces, muy despacio, cerró los ojos. Zbigniew contuvo la respiración: ¿se habría muerto, precisamente allí, precisamente en aquel instante? ¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer? ¿Qué responsabilidad tenía en aquello? Pero no; no era eso lo que había ocurrido; la gente que muere no cierra los ojos de aquel modo, como si fuera a dormir. No se había muerto. Aunque no tardaría, eso estaba claro.

Algo que Zbigniew no olvidaría nunca: el olor, el aire cerrado y demasiado caliente del dormitorio, la presencia de la anciana, que ya había recorrido un pequeño trecho hacia el otro mundo y en cierto modo no estaba allí, y con ella la impresión de que había otra presencia en la habitación. Zbigniew no era creyente, no creía en nada; pero por primera vez se le ocurrió que creía en la muerte. La muerte no era sólo una idea o algo que sucedía a otras personas. También él moriría algún día, como aquella anciana, y, al igual que ella, moriría solo. Aunque hubiera a su alrededor personas que lo amaran, moriría solo. Es un pensamiento, una constatación que les viene a la cabeza a muchas personas a altas horas de la madrugada, pero a Zbigniew le vino a la cabeza exactamente entonces, a media tarde, en el dormitorio de Pepys Road 42.

Aquella noche rompió con Davina definitivamente. No dejó ningún espacio para la posibilidad de reconciliarse. Fue todo lo amable y también todo lo terminante que pudo. Se había acabado.

Capital
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