84

La mañana del lunes 15 de septiembre, Roger fue despedido. No estaba preparado, no había habido ningún aviso previo y no lo había visto venir, ni por asomo. Había sido una mañana corriente, con un único detalle llamativo, que el músico del metro había sido expulsado por dos policías, que, cuando llegó Roger, habían dejado atrás la fase de la negociación razonable, habían cogido al músico en volandas, por las axilas, y lo habían sacado de la estación, mientras el desalojado se defendía agitando los pies inocentemente. Otro policía, que iba detrás del grupo, llevaba en la mano la funda del violín del individuo. Era como una escena cómica de una película muda y Roger aún sonreía para sí cuando, a eso de las once y media, recibió un mensaje diciendo que a Lothar le gustaría verlo en su despacho inmediatamente.

Roger cruzó con parsimonia la sala de operaciones, sorteando las mesas donde sus muchachos se afanaban en el trabajo, con un nivel de ruidos satisfactoriamente alto; porque una sala de operaciones ruidosa es una sala de operaciones atareada. No se veía a Mark por ninguna parte, ni en aquel momento ni, de hecho, en toda la mañana; también aquello era buena señal. Hacía mucho que Roger estaba harto de su eficiente pero furtivo e impenetrable segundo, con aquel aire de quien se siente herido o subvalorado o lo que fuera; a Roger siempre le había traído al fresco averiguarlo.

Un truco para tratar con Lothar —manejar a los de arriba, esa virtud crucial del empleado de la empresa moderna— era hacer siempre lo que pedía, inmediatamente. Aun en el caso, especialmente en el caso, de que la cuestión no fuera urgente, a Lothar le gustaba creer que su voluntad se traducía siempre en hechos, en cuanto se formulaba. Así que Roger creía que la reunión, el encargo, o lo que fuera, había empezado ya con buen pie por el solo hecho de llegar al despacho de Lothar noventa segundos después de haber sonado el interfono. Lothar estaba sentado a la mesa de reuniones y no detrás de su escritorio, y no tenía buen aspecto: estaba pálido, la verdad es que tenía más o menos el color de su camisa blanca. Era como si hubiera decidido renunciar a toda la gilipollez esquiadora-navegadora-senderista-y-de-triatlón, optado por visitar bibliotecas y adquirido, durante el fin de semana, la tez que resulta en estos casos. Al lado de Lothar estaba Eva, la jefa de recursos humanos, una argentina muy seria cuya completa devoción a lo empresarialmente correcto en todas sus manifestaciones ponía nervioso a Roger. Tenía que tratarse de una tontería relacionada con alguna queja, o con algún asunto de contratación y despido. Imposible que fuese sobre que Roger discriminara a las mujeres en el trabajo, ya que apenas las discriminaba. Alguien había ido con algún cuento a espaldas suyas. Así era la vida.

—Ah, Roger —dijo Lothar—. Parece que tenemos un pequeño problema. Cuando digo «tenemos» me refiero a Pinker Lloyd. ¿Qué sabes de esa historia de que tu segundo ha estado malversando fondos delante de tus narices?

La voz de Lothar sonó algo crispada y Roger se dio cuenta de que su jefe estaba temblando. O sea que no estaba pálido porque hubiera renunciado a los deportes al aire libre; estaba pálido porque estaba enfadado. Más enfadado de lo que Roger recordaba haber visto; más enfadado de lo que Roger había visto a nadie en su vida. Roger tuvo la fuerte sensación de que había pasado algo realmente gordo.

—Pero ¿de qué hablas? —dijo Roger.

Y se lo explicaron. Le costó aceptarlo, pero la cosa era que alguien de Conformidad había encontrado, en los registros de trabajo de su ordenador, algo que no esperaba. Tal había sido el error de Mark: no había tenido en cuenta que Conformidad y el personal de seguridad vigilaban no sólo el uso de todos los demás ordenadores, sino también el de los propios. Había sido el viernes por la tarde, hacía tres días. El tipo de Conformidad había echado un vistazo y había advertido que se habían producido transacciones no autorizadas —probablemente ilegales—, y había avisado al director de su departamento y todo un grupo de gente había trabajado durante el fin de semana. Mark había comprado acciones por valor de decenas de millones de libras y al principio habían sido 15 millones, pero tuvo un golpe de suerte y había hecho otra compra de 30 millones. En aquel momento había un equipo de operadores desentrañando las posiciones restantes de Mark. Desde las seis de la mañana de aquel día estaba detenido, acusado de malversación. Y había hecho aquellas transacciones no autorizadas y/o ilegales en las mismísimas barbas de su superior. Fue la expresión que empleó Lothar —«en las mismísimas barbas de su superior»—, refiriéndose a Roger en tercera persona, por lo que hubo un momento en que Roger no supo si hablaba de su jefe inmediato o de su jefe supremo. Hablaba del primero, porque Lothar añadió:

—Ha sido una grave negligencia. Estás despedido automáticamente, por razones obvias. Tienes quince minutos para vaciar tu mesa y abandonar el edificio.

En aquel momento se abrió la puerta y un individuo negro y corpulento con uniforme de seguridad se quedó en el umbral con los brazos cruzados.

—Bromeas —dijo Roger.

—Quince minutos.

—Chorradas, Lothar. Incluso tratándose de ti, es una chorrada.

—Adiós —dijo Lothar.

Eva levantó los ojos y asintió con la cabeza a Roger, la única vez que lo miraba a la cara. Se puso en pie y le alargó un sobre.

—Tendréis noticias de mis abogados —dijo Roger, percibiendo cierto temblor en su voz.

—Los detalles están en la carta —dijo Eva.

Por un instante Roger tuvo deseos de decir algo sobre las Malvinas.

—¿Clinton? —dijo Lothar.

El guarda de seguridad dio un paso al frente. Roger levantó las manos con actitud de no-me-toques y fue con el guarda a su despacho. Fueron momentos tan horribles que después le costaría recordarlos. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para vencer el deseo de no mirar otra cosa que sus pies. ¡Encontrar el camino entre tantos escritorios es dificilísimo! ¡Mira al suelo! No... Roger quería ir con la cabeza erguida. Pero era difícil, porque todos los que estaban en la sala lo miraban fijamente, y la sala de operaciones, cuyo conocido alboroto había sido parte de él hacía sólo unos minutos, estaba ahora tan silenciosa que Roger alcanzaba a oír un apagado zumbido electrónico, procedente tal vez de los tubos del techo o del disco duro de alguien, un zumbido que no había oído hasta entonces a pesar de los muchos años que llevaba circulando por allí. Tampoco había visto nunca a su personal, a sus colegas, a sus inmediatos ex colegas, mirarlo de aquel modo: Slim Tony estaba con la boca abierta y la mandíbula inferior literalmente colgando, la dura Michelle parecía como si estuviera a punto de llorar, el carirredondo Jez estaba sentado con un auricular telefónico pegado al oído, pero sólo tenía ojos para mirar a Roger. Sólo se desviaron un segundo para mirar al guarda de seguridad. Luego volvieron a fijarse en Roger. Otra vez en el guarda. En Roger otra vez. Era como ver un partido de tenis. Nunca había habido tantas pantallas de datos desatendidas por tantos operadores durante tanto tiempo.

Ya en su despacho, Roger tuvo que tomar una decisión. ¿Cierro las persianas electrónicas o lo hago con las persianas abiertas? ¿Parecer avergonzado o permitir que los demás vean mi vergüenza? Por suerte para él, la decisión la tomó Clinton, el guarda de seguridad, que accionó el interruptor y volvió opaca la habitación: un detalle amable o fruto de la experiencia. A pesar de todo hubo un poco de humillación en el gesto, porque hasta aquel momento ningún guarda de seguridad de Pinker Lloyd se había atrevido a tocar ningún botón ni a mover nada de sitio en el despacho de Roger, a menos que se lo hubieran dicho. Clinton se sentía a sus anchas allí. Clinton mandaba allí. Así de mal estaba el asunto. Así de real era lo que pasaba. Seguramente habían cambiado ya sus contraseñas para impedirle la entrada a los sistemas informáticos del banco.

Se abrió la puerta. Entró otro guarda de seguridad, negro también, con una caja de cartón de botellas de vino. La puso sobre la mesa de Roger.

—Para sus cosas —dijo Clinton. El guarda que había entrado con la caja de botellas de vino (Sancerre, advirtió Roger) la abrió servicialmente. Luego retrocedió, pero no abandonó el despacho.

Roger fue al otro extremo de la mesa. Mis cosas. Exacto. En la mesa había una foto de Arabella y los chicos vestidos de invierno, se había hecho hacía dos años en Verbier, de la niñera que acababa de limpiarle la nariz a Joshua sólo se veía un fragmento de sombra en la parte inferior. A Arabella no le gustaba la foto porque pensaba que había mucha luz y no le favorecía, pero todos estaban radiantes, respiraban salud y era uno de los retratos de familia que Roger prefería. La puso en el fondo de la caja, luego metió la pluma estilográfica. Luego la agenda de mesa. Abrió los cajones y Clinton se acercó y se puso detrás de él. Roger sabía por qué: para impedir que se llevara nada que perteneciera al banco. En teoría, Roger conocía el método, porque era el procedimiento normal cuando despedían a alguien. Pero resulta que había una gran diferencia entre la teoría y la práctica, y era la siguiente: era teoría cuando le pasaba a otros. Práctica cuando le sucedía a uno.

Tampoco había tantas cosas en el escritorio, sólo —y se trataba de algo que había olvidado por completo— una camisa de repuesto que había dejado allí en previsión de una reunión de meses antes, pero no había necesitado ponérsela, y unas zapatillas deportivas de la época en que había acariciado la idea de servirse del gimnasio del banco. Había un cuaderno Moleskine que Arabella había metido en su calcetín navideño cierto año que les había dado por regalarse calcetines (en el de ella había un vale para un spa y unos pendientes). El cuaderno no contenía nada, sólo unos números que Roger tardó unos momentos en reconocer. Eran sumas que había hecho cuando calculaba sus gastos y cuánto dinero necesitaba de la prima del año anterior. La prima de un millón de libras que no llegó nunca. Fue a guardarse la BlackBerry en el bolsillo, pero Clinton tosió y alargó la mano. Se miraron.

—¿Qué? —dijo Roger.

—Es propiedad del banco —dijo Clinton. Era un tipo realista. Roger volvió a dejarla en la mesa. Ya casi había terminado. Guardó una botella de vino que un miembro de su equipo le había regalado para agradecerle algo un par de meses antes. La agenda de mesa, casi sin usar, fue lo último que metió en la caja; dos tercios de la misma quedaron vacíos. Roger la cogió.

—Perfecto —dijo Clinton, que tenía la sartén por el mango sin ningún género de dudas. Abrió la puerta, Roger la cruzó y los dos guardas fueron tras él.

Esta vez hubo un par de personas que hicieron como que no lo miraban; otros dos miraron como si quisieran decir algo, pero sin saber exactamente qué hacer. Slim Tony, Dios lo bendijera, se llevó la mano al oído con el pulgar y el meñique estirados: era la señal de llámame o ya te llamaré. A continuación se señaló la boca con el pulgar: echaremos un trago. Roger sonrió a todos los que lo miraron a los ojos; al fin y al cabo había que comportarse como si se viese el lado gracioso del asunto.

Ya cerca del vestíbulo del ascensor, se detuvo. Clinton y su colega también. Roger enderezó la espalda y, con la caja apretada contra el pecho, levantó la cabeza para dirigirse a toda la sala.

—Bueno —dijo—, ha sido real.

Dio media vuelta y siguió andando hacia el ascensor. Tardó un siglo en llegar. Todo pareció hacer un ruido endemoniado: el gemido del cable, la nota aguda que avisó de su llegada, el chirrido de la puerta al abrirse. Y bajaron. Ya en la planta baja, Clinton le abrió la cancela de seguridad.

—¿No quiere mi pase? —preguntó Roger.

Clinton negó con la cabeza.

—Ya no es válido —dijo—. Adiós.

Y Roger salió por la puerta de Pinker Lloyd por última vez.

Capital
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