88

Roger se dirigió a la planta baja a última hora de la mañana y vio que el cartero había dejado tres facturas y un misterioso sobre de 16 × 23 cm. Contenía algo irregular, algo que no era ni un libro ni un cedé. Abrió el sobre y apartó bruscamente la cabeza cuando vio de qué se trataba: un mirlo muerto, tieso ya a causa del rígor mortis. Empezaba a oler. Venía con una postal escrita con la frase de costumbre: «Queremos Lo Que Usted Tiene.» Lo tiró al cubo de la basura de la cocina. Perfecto para empezar el día.

La radical injusticia de la vida. Era una idea que Roger no podía quitarse de la cabeza, no podía dejar de pensar en aquello. La radical injusticia de la vida.

Había cumplido con su trabajo. No había sido tibio ni negligente. Si fuera totalmente sincero —si lo atasen y le arrancaran las uñas— tal vez admitiría que había habido un momento en que había estado un poco abstraído, un poquitín en Babia, un pelín dispuesto a perder hoy una hora, mañana otra, pensando en lo estupendo que sería tener a Matya inclinada sobre su mesa y él metiéndosela por detrás. Pero había sido solamente un rato y en cualquier caso no se había distraído más que cualquier otro. Pero se sentía como si estuviera purgando un crimen, ¿y qué mal había hecho él en este mundo, aparte de tener un secretario que era un granuja y un sociópata? No era justo.

Lo peor era el tema de las matemáticas. Los gastos de los Yount no habían variado. Dos casas que llevar y mantener, ninguna de las dos barata, ropa y vacaciones, los incontrolados dispendios de Arabella... Le había hecho una especie de admonición unos días después de su despido, pero el resultado neto era que salía con Saskia, se emborrachaba y volvía en taxi con cuatro bolsas enormes de ropa nueva, para levantarse la moral. Hablar de dinero con Arabella era como hablar con un niño de física nuclear. Y tenían los coches, la sangría que representaban los gastos de mantenimiento —casualmente había recibido unos días antes las facturas del seguro del coche y del seguro de viaje y se había puesto a repasar las pólizas, que eran apocalípticamente costosas, incluso a pesar de que habían pagado a tocateja la alarma contra robo y el seguro de la casa, que no eran menos apocalípticos—, y la lavandería, la peluquería, los taxis, las clases de piano de Conrad y las clases de natación, ídem de ídem, y la comida, y el vino, y el preparador personal de Arabella, y la incesante hemorragia de facturas domésticas por alfombras, sillas, equipo de cocina y Dios sabía qué más, y los gastos de la guardería matutina de Conrad, que había que sumar al salario de Matya, que era un primor, que era la encarnación del encanto, pero que no era barata cuando se investigaban los gastos que generaba a los Yount y se reparaba en el hecho de que si prescindían de sus servicios se ahorrarían una buena pasta.

El dinero que entraba y salía había sido una fuente de ansiedad para Roger incluso en los tiempos en que entraba de veras. Pero en el presente estaban en otro nivel. El presente era Apocalypse Now. El dinero seguía saliendo —fluía como el agua por un grifo roto—, pero había dejado de entrar. Cero. Ni gorda. Ni para un remedio. Ni una pizca. Nada, lo que se dice absolutamente nada.

La otra posibilidad era buscar otro empleo. Naturalmente, era en lo primero que había pensado. No iba a quedarse calentando la silla, él no. Los Yount no estaban hechos de aquella pasta. Llamó a un antiguo compañero de estudios que ahora dirigía una empresa que localizaba personal especializado. Su intención era tantear el terreno. Pero el experimento había salido mal; francamente mal. El primer timbrazo de alarma había sonado al comprobar lo difícil que era conseguir que Percy se pusiera al teléfono. Lo había llamado cinco veces en dos días. Por fin le había respondido otra secretaria —la de Percy debía de estar en otra parte en aquel momento— y él había dicho «es una llamada personal» con la despreocupada autoridad de los colegios privados, suficiente para que la mujer lo pusiera con Percy en el acto. Cuando se puso al teléfono, Percy estuvo reservado. No, borra eso: estuvo reticente y esquivo. Trató a Roger como a un pedigüeño que llama para dar un sablazo.

—Colega —dijo Percy—. Siempre es un placer hablar contigo.

—No me andaré con rodeos, Percy: busco trabajo. He tenido una pequeña pelotera con Pinker Lloyd. Puede que te hayan llegado rumores. Cogieron a un tipo con las manos en la masa y como trabajaba en mi departamento, han querido cargarme el muerto a mí. Mi plan es conseguir otro empleo y demandarlos por daños y perjuicios. Quiero sacarles todo. Me he asesorado y me dicen que pida siete cifras. —Era una mentira cochina. Roger había estado tan deprimido y desconcertado que ni siquiera había hablado con su abogado sobre lo ocurrido; y la verdad era que los contratos con el banco estaban redactados de tal manera que era poco probable que viera un solo penique. Otra espléndida injusticia de la vida, sí, pero no de las que deseara contar al antiguo conocido de su época de estudiante—. De todos modos no quiero pasar el resto de mi vida sentado y discutiendo el acuerdo y viviendo de los intereses compuestos, así que he pensado que podríamos tener una charla, para ver qué sale.

—Es bueno tener un plan —dijo Percy—. Totalmente. Muy bueno. —Aquí se detuvo. Estaba haciendo como que había respondido a la propuesta de Roger, aunque sabía perfectamente que no era así.

—Y me preguntaba si podríamos vernos en algún momento —dijo Roger, asomándose a la barandilla de su propia desesperación.

—Naturalmente, naturalmente. Claro que sí —dijo Percy—. Lo que pasa es que..., bueno, detesto jugar esta carta. ¿Puedo hablarte de profesional a profesional?

—Por eso te he llamado.

—La experiencia me ha enseñado que hay veces que es mejor esperar a que el mercado se acerque a ti. Sé que eres un operador nato, Roger —no era verdad que lo supiera, entre otras cosas porque tampoco era verdad lo que decía— y sé que eres emprendedor. Sabes capear el temporal. Crear tu propia realidad. Una fuerza, una fuerza tremenda. De veras. En una época normal. Pero verás..., hay un poco de lío en este momento. No sólo es Pinker Lloyd, es el mercado en general. Lo de Lehman Brothers ha sido un golpe horrible. Menudo desbarajuste tienen ahí. La gente se pregunta a quién le tocará a continuación. Se pregunta qué saltará del armario y gritará ¡bu! Y eso no crea un clima propicio a las contrataciones. Nadie contrata personal nuevo en este momento. Nadie se siente suficientemente seguro de su permanencia. ¿Me sigues? Malos tiempos para buscar trabajo, y no quiero parecer terminante. Muy desmoralizador, digo a mis clientes, es como el sexo. Cuanto más desesperado andas, más probabilidades hay de que acabes pagando por él. ¿Entiendes adónde quiero llegar? En tu caso, la mejor táctica es no hacer nada. No en este momento. Tú deja que siga el baile. Que el polvo se deposite. Se lo digo así a mis clientes: el polvo siempre se deposita, aunque tarde más de lo que deseamos. Es lo mejor, ¿verdad?

—Yo pensaba que en mi caso... —aventuró Roger.

—Sí, pero así están las cosas ahora, Roger —dijo Percy—. Ése es el secreto. Todo es cuestión de tiempo. En pocas palabras, hablando a la vez como profesional en este campo y como antiguo camarada tuyo, lo mejor es descansar un tiempo. Confía en mí.

Y aquello fue todo. No es que Percy lo hubiera mandado a la mierda, es que lo había cogido por el cinturón y por el cuello y lo había estampado contra la pared. Y lo que empeoraba las cosas era que aunque Percy era un asqueroso y despreciable proyecto de ser humano, excepcionalmente vil y codicioso incluso medido por el rasero de los cazatalentos de la City, y era cosa sabida que no había forma de vida más baja que aquélla, conocía su terreno. Si lo que le había dicho en el fondo era que nadie iba a tocar a Roger ni con la boquilla de una manguera de succionar el contenido de una fosa séptica, entonces nadie iba a tocar a Roger ni con la boquilla de una manguera de succionar el contenido de una fosa séptica. No se equivocaría en una cosa así.

Aquello significaba que Roger iba a perder el tiempo enviando su currículo y lanzándose a la caza de empleo. La única solución viable era un recorte masivo de gastos y procurar que el dinero depositado en la cuenta corriente y la cuenta de ahorros durase el mayor tiempo posible. Entre las dos había unas 30.000 libras y Roger sabía —era horrible saberlo, pero lo sabía a pesar de todo— que con el ritmo presente de gastos aquel dinero no iba a durar ni dos meses. Luego tendrían que recurrir a los ahorros de él, los diversos haberes depositados con el paso de los años en distintos dispositivos libres de impuestos, y después a su fondo de pensiones. En la City se utilizaba una expresión para describir aquello: era «estar completamente jodido».

Así pues, no quedaba otra solución que suprimir gastos a lo bestia y había que empezar ya. Manos a la obra, pues. «Ya» significaba aquel mismo día, significaba aquella misma hora, preferiblemente aquel momento exacto. Enfrentamiento con Arabella y a continuación a cerrar el grifo. Lo malo era que Roger se daba cuenta de que no quería hacerlo; no podía afrontarlo. Lo que en realidad quería era entrar en una página web llamada Especialistas en Camisas Blancas, en la que había una oferta reciente por la que uno podía encargar tres camisas blancas del copón por 400 libras, lo cual suponía un ahorro considerable, porque su precio normal era de casi 500. Roger había meditado mucho aquel ahorro, posponiéndolo para un día lluvioso, y aquel día llovía y Roger se veía ya navegando por un surtido de cuellos, mangas, puños y botones sutilmente distintos, y además estaba la cuestión de los monogramas, que a menudo le parecían vulgares pero que en aquel caso podían considerarse delicadamente inconsecuentes, blanco sobre blanco. Sin darse cuenta se preguntó si sería cierto que las camisas podían hacerse a la medida introduciendo sólo los datos relativos a la edad, la estatura, el peso y el tamaño del cuello. Había algo deprimente —¿o era liberador?— en el hecho de que el físico se redujera a aquellas cuatro medidas. En aquello se resumía la identidad: 41 años, 96 kg, 1,90 m, cuello 17 = Roger Yount.

Mientras se acostumbraba a la conmoción del despido, a la condición de parado y a la inminencia de la ruina, Internet fue la salvación de Roger, y si no exactamente la salvación, sí su principal ocupación contemporánea. Lo que más le gustaba era leer artículos sobre el descalabro de Lehman Brothers —los muy gilipalurdos, capulláceos totales— y lo que más le atraía a continuación, jugar al póquer online. Cuando tenía trabajo y supervisaba una sala llena de operadores todas las semanas, y en consecuencia era responsable de decenas de millones de libras invertidas en lo que en el fondo no eran sino apuestas, aquel juego carecía de atractivo. Ahora, sin embargo, era como si su faceta de jugador necesitara una vía de escape y la encontrara allí. Había transferido 1.000 libras de su tarjeta de crédito a su cuenta de Poker Stars y ganaba ya 500 libras. Era osado y agresivo con un montón de aficionados que apostaban poco y con inseguridad. Era la monda.

Cinco días después de haber hablado con Percy, Roger se recuperó. Fue a dar un paseo por el parque, se tomó un café doble, activó su hoja de cálculo y repasó los números. Llamó a Arabella, al teléfono de casa, y le pidió que acudiera a su estudio para hablar. Los dos sabían que aquello significaba Hablar De Dinero. Ayudaba que en la habitación hubiera dos sillones de cuero y un humidificador para tabaco (más bien simbólico), y un póster de época con una puta parisiense desnuda, arrodillada en una silla, de espaldas al espectador y enseñándole unas nalgas tentadoramente grandes, tentadoramente blancas. Cuando entró su mujer, Roger se limitó a alargarle un papel con una lista: todo fruto de los arbitrarios dispendios de ella, desde zapatos hasta Botox, pasando por visitas a domicilio de un instructor de Pilates.

—Son cosas que van a tener que desaparecer —dijo Roger. Fue una satisfacción. Arabella se puso pálida.

—Estamos arruinados —dijo.

—No. Bueno, sí. En algunos aspectos, como si lo estuviéramos.

En un oscuro rincón del cerebro de Roger, rincón cuya existencia era reacio a admitir, la medida tuvo efectos prodigiosos. Efectos de fábula. Era una venganza —costaba determinar la razón exacta, pero el rincón cerebral lo sentía así— por lo que había hecho Arabella en Navidad.

Y entonces a Arabella se le ocurrió algo.

—¿Y qué pasa con Matya? —dijo.

Roger sabía que aquello tenía que plantearse y estaba preparado. Su condesa, su condesa perdida. Una estrategia masoquista, pero que dolería a Arabella más que a él.

—Tendremos que prescindir de ella —dijo Roger—. Lo aconsejan los números. Matya es un lujo —un lujo voluptuoso, sedoso, embriagador, una mujer más sexy y una madre mejor para nuestros hijos de lo que tú serás nunca, y la mujer con la que gustosamente haría el amor dos veces al día durante el resto de mi vida...—, un lujo que no podemos permitirnos.

—Ah —dijo Arabella.

—Sí, es cierto —dijo Roger—. Así que tendrás que hacer de mami. Toda la noche, todo el día. Con todo lo que implica. Está en los números, no tenemos elección.

—Ah —repitió Arabella.

En el interior de su cabeza, Roger bailaba una jubilosa y regocijada tarantela de victoria.

Capital
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml