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El inspector Mill tenía cierto talento para distinguir entre lo que había que hacer y lo que no, entre el trabajo que se hacía para aparentar que se trabajaba y el trabajo real; era eficaz pidiendo a la gente que hiciera cosas y dejando que las terminara. La fórmula era instrucciones claras y cierta libertad de movimientos, y aguardaba con impaciencia el momento del día en que podía aplicarla.

No obstante, había ocasiones en que él mismo tenía que hacer trabajos de segundo orden. Movimientos preparatorios y rutinarios, papeleo, el trabajo con que según los demás debía emplear su tiempo. Así era como funcionaba la cosa. No le hacía mucha gracia y era inevitable que una parte de él, cuando hacía faenas rutinarias y repetitivas, pensara que era como ponerse a arar con un caballo de carreras. Tenía una actitud filosófica al respecto: su carrera policíaca o despegaba o no despegaba; por el momento mantenía la cabeza gacha y hacía lo que le ordenaban. Aquel día aquello venía a significar, a) preparar una lista de los vigilantes de tráfico que trabajaban en la zona de Pepys Road, y b) ir a hablar con ellos.

Mill sabía que ser vigilante de tráfico era un trabajo asqueroso y como tal lo ejercían los inmigrantes que habían llegado hacía poco. Tienden a agruparse. Uno de una parte lejana del mundo encuentra un empleo, se lo cuenta a sus parientes y amigos y también éstos encuentran empleo. Lo mismo en todo el mundo. En aquella parte de Londres casi todos los vigilantes de tráfico eran de África occidental, un hecho que causaba tensiones raciales, sobre todo con los negros locales de origen caribeño. Mill estaba preparado para perder un día hablando con suspicaces y huraños vigilantes de tráfico oriundos de África occidental que seguramente no sabían mucho inglés y que fingirían ser peores de lo que eran. Podría dimitir, pensó. Podría dimitir ahora mismo... y este pensamiento lo ayudó a levantarse de la cama y ponerse en marcha.

El trabajo de la mañana empezó por una visita a las oficinas de Control Services, la empresa que vigilaba los aparcamientos del distrito. La legislación sobre la contratación de espacio para aparcar se había puesto en práctica con tanta falta de sensibilidad, tanta búsqueda agresiva de cuotas y primas extraoficiales, tal bacanal de cepos y grúas contra los vecinos, tal filón de multas con acecho y alevosía y retiradas de permisos, tal aparato de multas injustas, malintencionadas, equivocadas y sencillamente mal puestas que en las elecciones locales las autoridades en funciones habían perdido el control del distrito no una sino dos veces. Y las autoridades del distrito no podían hacer nada porque las condiciones del contrato las fijaba el gobierno central, así que a nivel local no había el menor control efectivo de este servicio local. Era un gobierno local clásico: un desorden completo, imposible de arreglar, y no era culpa de nadie.

En las oficinas centrales de Control Services costaba distinguir un asomo de culpa o de turbación por este estado de cosas; en realidad era difícil imaginar un clima de desinterés y despreocupación más perfeccionado. Una serie de hombres y mujeres con cara de aburrimiento estaban sentados ante sendos monitores mientras dos aparatos de radio se hacían la competencia, el de un extremo prefería Magic FM y el que estaba junto a la puerta era partidario de Heart. En cualquiera de los extremos de la sala se estaba la mar de bien, pero costaba aceptar el fuego cruzado del centro. Un hombre con cara aplastada de roedor se acercó a Mill y se quedó con las manos unidas sobre el ombligo, y Mill se dio cuenta de que el individuo se había percatado de que era policía. Mill le pidió su lista de nombres y direcciones, la cogió y se fue a la calle a dar vueltas para localizar a los vigilantes de tráfico.

Fue una mañana larga. Habló con un ghanés y con cuatro nigerianos, ninguno de los cuales dio el menor indicio de saber nada de Pepys Road ni de Queremos Lo Que Usted Tiene. Eran desconfiados, hoscos e inexpresivos, pero ninguno, en su opinión, parecía culpable; no había allí ni pistas ni indicios. En la propia Pepys Road probó a interrogar a un vigilante kosovar que por lo visto no sabía ni jota de inglés y apenas entendía alguna que otra palabra. Poco a poco la idea de la pesquisa que llevaba a cabo empezó a parecerle un error idiota, una ocurrencia de otro planeta, pues el hecho de que aquellas personas fueran tan ajenas al área en que trabajaban era parte del problema y no la clave del misterio.

En la lista había cuatro nombres subrayados. Un apellido terminaba en «ic» y probablemente era de otro kosovar. Los demás eran africanos. A eso de las dos estaba ya convencido de que hablar con los vigilantes de tráfico era inútil; pero no podía parar, porque no podía redactar un informe para cubrirse las espaldas de manera convincente hasta que hubiera hablado con todos los vigilantes relacionados con el caso. Hecho aquello, podía ponerlo todo en el expediente y olvidarse del asunto. En este contexto, eso ya sería un resultado. Fue a un bar de bocadillos de la avenida y cuando entró se dio cuenta de que era más caro y pretencioso de lo que pedía su estado de ánimo, pero abandonar la cola y buscar otro era demasiado molesto. Acabó tomando un bocadillo de chapata con queso Gouda, jamón curado y rúcula, y una botella de agua con gas de dos libras; se pasaría la tarde andando y eructando, pero el hecho de que tuviera burbujas le creaba la ilusión de que estaba bebiendo algo más interesante. Sentado junto a una ventana con el bocadillo de cinco libras, comiendo con el busto adelantado para no mancharse el traje, sacó el cuaderno de notas y comprobó nombres y direcciones. Tres vivían en el barrio, el cuarto en Croydon, lo cual era tocar ya las narices. Empezaría por el más cercano, que estaba a unos veinte minutos andando. Aprovecharía que era uno de los pocos días de verano que no llovía.

La verdad es que el bocadillo era excelente. No le importaba pagar por las cosas mientras creyera bien empleado el dinero. Se limpió la boca con una servilleta y echó a andar por la avenida, por el tramo adyacente al parque donde una cuadrilla de ladrones callejeros en bici solían atacar a cualquiera que exhibiera un teléfono móvil. Mill había trabajado en aquel caso hasta que lo apartaron para encargarle el actual. Los ladrones procedían de una urbanización que estaba a unas calles de allí y se conocían al dedillo todos los atajos y las aceras, de modo que no eran blanco fácil, aunque la cuadrilla había reducido sus actividades durante los largos atardeceres del verano.

Había un pequeño grupo de colegiales junto al estanque. Aún no había terminado el curso, así que no deberían estar allí. Mill tomó nota de la hora, pero el día ya era suficientemente absurdo para ponerse a perder el tiempo fastidiando a los que se habían saltado las clases, y en cualquier caso aquello era labor de los uniformados. Ah, el uniforme. No lo echaba para nada de menos.

Había subestimado la longitud del paseo, porque cuando llegó a Balham había transcurrido media hora y los pies empezaban a dolerle. Bueno, al menos se sentía orgulloso del ejercicio después de haber desperdiciado el día. Comprobó el cuaderno de notas, encontró la casa y llamó al timbre de la segunda planta. Por el portero automático oyó la espesa y cautelosa voz de un varón africano:

—Sí.

—¿Kwama Lyons?

La pausa fue más larga de lo que debería y Mill se puso alerta.

—¿Sí?

La gente capacitada para reconocer en el acto a un policía suele ser gente con motivos para ello. A juzgar por su tono de voz, quien estuviera al otro lado del portero automático tenía motivos para no querer hablar con él.

—Soy el inspector Mill y busco a Kwama Lyons. Se trata de una investigación rutinaria.

—Ella no está.

—Pero ¿vive aquí?

—Sí, vive aquí.

—¿Prefiere comprobar mi identidad antes de proseguir?

El hombre que estaba al otro lado del portero automático no estaba legalmente obligado a permitir que Mill entrase en el domicilio, cosa que el otro quizá sabía. También debía de saber que comportándose de manera rara no haría sino aumentar la curiosidad de Mill. Así que se produjo una pausa durante la que Mill intuyó que el otro estaba sopesando sus opciones. Diez segundos más tarde dijo:

—Ahora bajo.

Oyó acercarse pasos pesados en las escaleras. Abrió la puerta un africano corpulento de unos treinta años, con los ojos inyectados en sangre; vestía, oh cielos, una chaqueta gris. Mill adelantó la pierna y puso el pie en el umbral, el viejo truco de los buenos policías, y se introdujo en el edificio mientras enseñaba su identificación. El otro se acercó para mirarla, entornó los ojos ligeramente y Mill elevó la edad que le había calculado: alrededor de cuarenta.

—¿Qué puedo hacer por usted? —preguntó el hombre, ahora con más formalidad.

—Busco a Kwama Lyons. No estaba en el trabajo y por eso he venido. Es una investigación rutinaria.

—Está fuera.

—¿Puedo saber quién es usted?

—Me llamo Kwame Lyons.

—¿Son parientes?

El hombre parpadeó antes de responder afirmativamente. Mill no supo en qué ni para qué, pero estaba claro que mentía; le costaba creer que fuera por Queremos Lo Que Usted Tiene, pero allí había algo que olía mal. A Mill le gustaba, en realidad le encantaba, aquella parte de su trabajo: la parte en que se daba cuenta de que las cosas no eran lo que parecían y prometían sorpresas. Por primera vez en lo relativo a aquel caso se sintió con los motores a toda potencia.

—¿Cuándo podría ver a la señora Lyons?

—Mañana.

—¿Tiene teléfono móvil?

—Ya se lo diré yo —dijo el hombre, moviéndose para cerrar la puerta, aunque Mill estaba todavía con un pie en el zaguán.

Edificio dividido en apartamentos, advirtió el inspector. El hombre no era el propietario.

—Volveré —dijo Mill, retrocediendo.

Y lo dijo en serio. Pero al día siguiente, cuando volvió, le abrió otro hombre, un italiano de cincuenta y tantos años que dijo ser el propietario. Dijo a Mill que el hombre llamado Lyons se había mudado la noche anterior, sin dejar ninguna dirección; que siempre pagaba el alquiler mensual por adelantado, en metálico; que había vivido allí dos años; que era un tipo tranquilo; y que no sabía nada más de él, excepto que recibía muchas visitas de corta duración, aunque vivía solo: no tenía esposa, ni amigas, y en aquel domicilio no había ninguna Kwama Lyons.

Capital
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