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Matya Balatu se había criado en una ciudad húngara llamada Kecskemét. Su padre era maestro, lo mismo que la madre, aunque ésta había dejado de trabajar cuando nació el hermano menor de Matya. Vivían en una casa pequeña con un jardín en el que el padre plantaba hortalizas.
Cuando Matya tenía diez años su padre y su hermano murieron en un accidente de tráfico. Su madre se dio a la bebida y su salud se deterioró rápidamente. Murió al cabo de dos años. Matya se fue a vivir con sus abuelos, que habían cuidado de ella cuando era pequeña y su madre trabajaba. Le fue bien en el instituto e ingresó en la universidad, donde estudió ingeniería mecánica. Se licenció y trabajó de secretaria en la clínica de un dentista mientras ahorraba dinero para ir a Londres a realizar un sueño ambicioso, tener una vida más amplia, una vida mejor, una vida no ensombrecida por las pérdidas del fin de su infancia. Quería ser feliz y amada, quería casarse con un hombre rico, y pensaba que en Londres lo encontraría antes que en otros lugares.
Matya estaba preparada para desempeñar casi cualquier clase de trabajo. Encontró un empleo de recepcionista en el que cobraba el salario mínimo, aunque tuvo que mentir sobre su conocimiento del inglés, y en consecuencia, aquel trabajo, que por estar por debajo de su capacidad debía ser relajante y sencillo, fue una fuente de tensión constante. Siempre estaba preocupada y a causa de la preocupación, su inglés no mejoraba tan aprisa como debería. Luego encontró un empleo de intérprete en una empresa constructora con trabajadores húngaros. Era un trabajo de economía sumergida, pero le pagaban bien, 500 libras semanales en metálico. El problema era que el patrón y el capataz se quejaban mucho y explotaban a los trabajadores, y como ella era la encargada de traducir las quejas, era como si éstas se dirigieran a ella. «Dile a ese cabrón que no quiero excusas»: y esto se consideraba una gracia. Sus padres y luego sus abuelos la habían educado con rigor y celo, y habían hecho mucho hincapié en el respeto que se debía a cada cual. Al principio encontró graciosos los tacos y los malos modos, pero con el tiempo empezó a deprimirse. Dejó el empleo al cabo de tres meses.
Por entonces había hecho amistades, amistades húngaras; sólo veía a estas personas una noche a la semana, porque para su cultivo del inglés era malo hablar demasiado húngaro. Pero eran buenas amigas y dos de ellas habían encontrado trabajo de niñeras y canguros, y conocían una agencia en South London, así que Matya fue para tener una entrevista laboral. Habían pasado ya tres años de aquello y allí estaba, todavía de niñera.
Al principio encontró difícil trabajar para los Yount. Los niños le gustaron mucho, la casa y la zona también. Le quedaba cerca, ya que vivía en Earlsfield, media hora en autobús o quince minutos cuando estaba con ánimo para pedalear. La paga también estaba bien y no sólo porque los Yount eran los primeros que la habían contratado legalmente en los últimos tres años, sino porque también le abonaban la seguridad social. Puede que se debiera a que la había contratado el marido, que probablemente no sabía que por ricos que fueran los ingleses, no solían molestarse en pagar legalmente a las niñeras.
Lo que hizo tan difícil su primer mes con aquella familia fue que pasaba algo raro entre el marido y la mujer. Le había parecido extraño que la señora Yount no estuviera en casa el 27 de diciembre, y aunque nadie se lo explicó, percibió la pesada presión atmosférica que rodeaba el tema de su ausencia. Además, que la hubiera contratado el marido hacía sentirse incómoda a la mujer, y al principio le había costado tratar con ella: la vigilaba mucho, era rencorosa e insistió en el período de prueba de cuatro semanas, cosa que el marido no había mencionado. Tal como se lo dijo ella fue una clara advertencia de que si encontraba un motivo para librarse de Matya, lo aprovecharía.
Pero habían pasado más de tres meses y aquellos primeros momentos eran ya agua pasada. Arabella era una persona propensa a discutir, a guardar rencor a otros y a hacerles pasar un mal rato, pero era tan holgazana que en la práctica lo dejaba pasar. Estar enfadada mucho tiempo le resultaba tan fatigoso que prefería transigir para no esforzarse. Matya había tenido una infancia difícil, había emigrado a Londres para huir de ciertas cosas, sabía lo que era el resentimiento y planificar venganzas, y aquella situación le parecía estimulante. Intuía que a Arabella le habría encantado encontrarle mil defectos para poder acusar a su marido, pero como no se los encontraba, se olvidaba de aquella inquina. Además, Matya le hacía la vida más fácil porque era muy eficaz con los niños y estaba claro que Arabella sentía un afecto profundo y sincero por cualquiera que le facilitase la existencia. Cuando los del supermercado llegaban a la casa con cajas de comestibles, Arabella les decía: «Sois unos ángeles», con tal vehemencia que parecía decirlo muy en serio, y en cierto modo era así.
Lo grandioso de Arabella era que quería que las cosas fueran divertidas, que fueran sencillas, y se comportaba como si lo fuesen: lo cual contribuía mucho a que lo fueran de verdad. Era una actitud contagiosa. Una mañana confió los niños a Matya a las nueve cuando ella llegó, y al irse arriba, como ella misma decía, para «estar un rato en remojo», se fijó en el calzado de la niñera. Eran unas vulgares zapatillas de deporte con un diseño ajedrezado, blanco y gris.
—¡Señor! ¡Qué maravilla! ¡Quiero unas así! ¿Dónde, dónde, dónde? Ya lo sé, vas a decirme que son de una divertida y pequeña boutique escondida en algún zoco de Budapest.
—De Tooting —dijo Matya.
—¡Más exótico todavía! Aprisa, vamos allí sin perder un minuto.
Los «minutos» eran unidades de tiempo muy flexibles cuando los medía Arabella. Aún tenía que bañarse, maquillarse, hacer unas cuantas llamadas, pero cuando terminó, a eso de las once, metió a Matya, a Conrad y a Joshua en el BMW y quiso que Matya le indicara cómo llegar a la zapatería, entregada en cuerpo y alma a aquella excursión de cuatro, riendo y chillando. Al final adquirió, según ella misma dijo, «media zapatería», y en el proceso insistió en comprarle dos pares de zapatos a Matya, con una generosidad tan espontánea e instintiva que fue como si no se tratara de generosidad, como si fuera otra cosa, un desbordamiento de energía; o como si el dinero no existiera, como si las cosas no costaran nada, de modo que era del todo natural que las regalase a otros, porque en principio eran gratis. Matya no había conocido nunca a una persona igual; había tenido pocos patronos ricos, pero los que lo eran tendían a ser cuidadosos con el dinero, vigilaban y comprobaban el cambio y los recibos, y cuando calculaban las horas trabajadas, siempre se equivocaban a favor de ellos. Era difícil no simpatizar con el carácter manirroto y desprendido de Arabella.
Lo mejor de aquel empleo, sin embargo, era Joshua. Conrad había vuelto a la escuela, así que sólo lo veía a partir de las cuatro menos cuarto o durante las vacaciones y los días de fiesta. Era un muchacho con un corazón de oro, aunque de genio vivo y no acostumbrado a que le negaran nada, así que no siempre era fácil de tratar. Conrad, por el momento, estaba interesado más que nada en los superpoderes y su conversación solía girar alrededor de ellos. Por ejemplo, proclamaba que era capaz de volar o preguntaba a Matya si podía lanzar rayos calóricos por los ojos, y si no podía, ¿por qué no? O proclamaba que tenía el «poder ¡del puñetazo doble!» y estiraba los brazos con los puños cerrados. Le gustaba pronunciar con cuidado la palabra «invencible», pero le salía un sonido amorfo que se diferenciaba poco de «invisible», así que los tres jugaban a juegos que combinaban la invencibilidad y la invisibilidad. Conrad resultaba gracioso. Era distinto, más profundo que Joshua.
Joshua era suyo todos los días. El niño y Matya vivían un idilio y no hacían nada por ocultárselo el uno al otro. Algunos días el niño se quedaba sentado en una silla y miraba por la ventana esperando que llegase la niñera, como un perro espera a su amo; este detalle ponía alas en el corazón de Matya. El niño corría hacia la puerta, la cogía de la mano y tiraba de ella hacia la sala mientras Matya se quitaba el abrigo con el brazo libre, antes de que el niño la enredase en el juego, cuento o petición que tuviera en la punta de la lengua. Siempre estaba pensando algo, desde que empezaba el día; tenía algo dentro que necesitaba expulsar, o algún plan que necesitaba una acción inmediata. Si Matya entraba en la sala y veía a Joshua recostado o sentado en el sofá, se daba cuenta de que estaba enfermo y de que iba a ser un «día mustio», como decía Arabella.
Entre las cosas que también le gustaban a Joshua estaban ir al estanque del extremo del parque para dar de comer a los patos, detenerse al volver para comprar un helado en el café que había junto al quiosco de la música; quedarse al borde de la pista de los monopatines y ver a los adolescentes bajar las rampas como exhalaciones (y subirlas, y correr por los bordes, de espaldas, de lado); ir en autobús, a cualquier parte, por cualquier motivo; ir al Acuario, donde se quedaba hechizado mirando a los tiburones, aunque le daban miedo, en contraste con su actitud hacia las rayas, que también le daban un poco de miedo, pero a las que le gustaba acariciar con la mano dentro del depósito, y luego se sentía contento de sí mismo (y de las rayas), así que el contraste entre la actitud que manifestaba ante las dos clases de peces señalaba la frontera que podía trazarse claramente entre la emoción estimulante y el miedo. En cuanto a la comida, Matya tardó un poco en averiguar sus preferencias y no era en modo alguno un acuerdo definitivo, porque al parecer le gustaban las patatas asadas, el arroz, las patatas fritas, pero no las patatas al vapor; en puré unas veces sí y otras no, le gustaba el brécol pero detestaba la col, el queso le gustaba unos días y otros no, aunque el parmesano le gustaba siempre a condición de que se gratinara; le gustaba la carne pero no las partes quemadas, las partes oscuras, las partes que parecían tener cartílago aunque no tuviesen cartílago, las partes que tenían aspecto sanguinolento o que estaban poco hechas; le asqueaban las motas verdes, por ejemplo de las hierbas, en todas las circunstancias; le asqueaba ver manchas oscuras que pudieran ser de pimienta; le asqueaban las bebidas efervescentes pero le gustaban las dulces; le gustaban los palitos de pescado; no comía salchichas de ninguna clase, salvo un perrito caliente; le gustaba la pasta al pesto pero no la pasta con otra clase de salsa; y era imposible que nadie, Joshua incluido, supiera, antes de tener la comida delante, si aquél iba a ser un día en que le apetecía comer beicon o no. Una útil norma general era que a Joshua le gustaba cualquier cosa a la que pudiera echarle salsa de tomate o salsa de soja.
A Matya le resultaba extraño sentirse tan intensamente enamorada. Tres años antes, al principio de su estancia en Londres, había fantaseado con encontrar al hombre perfecto y encontrar niños que cuidar que le gustasen. Nada de eso había sucedido entonces. Atraer hombres no había sido un problema, dado su aspecto; atraer hombres con los que realmente sintiera algo en común, que la trataran con respeto, que tuvieran trabajo, que fueran responsables y divertidos había sido menos sencillo y el único que al parecer había tenido aquellas virtudes y con el que había empezado a salir de manera formal, había resultado estar medio loco y obsesionado por controlarlo todo. El dinero había tenido un papel importante en aquello. La invitaba a cosas y luego se comportaba como si ella fuese de su propiedad. Tenía ataques de ira, guardaba largos silencios, ella se despertaba a las cuatro de la mañana, alertada por no sabía qué, miraba por la ventana y lo veía en la calle, sentado en su coche, con los ojos clavados en su casa, con expresión enfadada y perdida, como un niño que trata de recuperar su dignidad después de sufrir un berrinche. Cuando definitiva e irrevocablemente rompió con él —diciéndoselo con tanta claridad que él acabó entendiendo que ella no quería verlo nunca más—, el hombre hizo algo sorprendente, incluso teniendo en cuenta la irracionalidad y sentido del absurdo que suele darse entre los hombres. Le envió una factura por los gastos en que habían incurrido durante las vacaciones que habían pasado juntos, las vacaciones cuya finalidad, según él, había sido invitarla a pasar una semana en Ayia Napa, yendo de discotecas, bañándose y copulando. Cuando Matya abrió la carta, rió de furia, pero también de placer, porque aquello le daba la oportunidad de terminar definitivamente las cosas. Le envió un cheque que le vació la cuenta corriente pero que la liberó de aquel hombre para siempre. No obstante, sabía que él lo intentaría de nuevo, cosa que hizo, volviendo a apostarse con el coche delante de su casa una madrugada. Pero ya no tuvo problemas para decirle que se fuera y la dejara en paz, y aquella vez él se dio cuenta de que Matya hablaba en serio. Habían transcurrido seis meses y desde entonces no había habido más hombres.
Con los niños no le había ido tan mal, aunque siempre hubo decepciones. En los tres años que llevaba de niñera había tenido cinco empleos, el más largo de diez meses, con una familia de Clerkenwell. Marido y mujer eran abogados. Tenían dos chicas y un chico, de diez, ocho y cuatro años respectivamente, y como era habitual entre las familias para las que trabajaba, los tres estaban enfadados todo el tiempo. No tenía ninguna teoría previa sobre los niños, los aceptaba como llegaban, pero empezaba a tener la impresión de que muchos pequeños estaban a la vez mimados y abandonados. Como no había visto nada parecido en Hungría, tardó algún tiempo en darse cuenta. Otro detalle era que aunque estaban acostumbrados a que no les hicieran caso, y que en consecuencia solían recurrir a muchos extremos para llamar la atención, no estaban en modo alguno acostumbrados a que les dijeran «No» y menos cuando «No» significaba exactamente eso. Así que se enfadaban para llamar la atención y se enfadaban cuando no se salían con la suya, y en total era mucho enfado. Resultaba agotador y también, aun cuando sabía que el enfado no era con ella, desmoralizador. Si el enfado se dirige contra nosotros, pensamos que es por nosotros, aunque otra parte de nuestro cerebro sepa que no es así. Los hijos de los abogados se habían comportado de aquel modo, y aunque Matya había sentido simpatía por ellos (cuando no estaban enfadados) y también por los padres (a quienes veía muy poco), había dejado el empleo, y sólo había tenido trabajos breves, de un par de semanas cada uno, hasta que empezó a trabajar para los Yount.
Todo lo cual se reducía a que la química no había funcionado. Pero en el caso de Joshua se había pulsado la nota justa desde el principio. No habría sabido explicarlo, era sólo que se compenetraban totalmente, y no porque el niño fuera distinto de los demás niños ricos mimados-y-abandonados, ni tampoco porque no se enfadase. Era únicamente que el niño era Josh y ella lo quería y él la quería a ella.