9

Michael Lipton-Miller, Mickey para los amigos, se encontraba en la casa de alquiler de Pepys Road 27, de la que era propietario, con una carpeta bajo el brazo izquierdo, una BlackBerry en el oído derecho, un iPhone vibrando en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, un dolor de cabeza debido a la deshidratación, una carta del abogado fijando un encuentro para discutir las condiciones de su divorcio en el bolsillo derecho de la chaqueta y un maletín a sus pies. De todas estas cosas, la que le despertaba menos entusiasmo por la vida en general era la carpeta, que contenía una lista de las cosas que debería haber hecho en la casa, con objeto de prepararla para el nuevo inquilino. Mickey era un procurador capacitado que ya no ejercía la profesión jurídica, sino que trabajaba en exclusiva de factótum, negociador y solventador de problemas para un club de fútbol de la Premiership. Le encantaba su trabajo y le gustaba considerarse hombre que sabía hacer las cosas y cuyo concepto de la vida era un poco aparatoso, un poco dilatado, sin olvidar las distintas connotaciones de la palabra «dilatado»: grandeza, generosidad, amplitud de espíritu. Su imagen ideal no tenía nada que ver con comprobar listas y verificar punto por punto la vajilla, el equipo de DVD y el papel higiénico, pero había despedido a su ayudante la semana anterior (la búsqueda de un sustituto podía ser la causa de la vibración del teléfono: Mickey solía bromear diciendo que poner el timbre del teléfono en modo vibrador era lo más cercano a la sexualidad que llegaba en toda la semana), y allí estaba él, enfrascado en la labor diaria de poner contentos a los consentidos futbolistas. Tenía cincuenta años.

Delante de él estaba la mujer del servicio de limpieza cuya misión había sido supervisar a quienes hacían la limpieza efectiva. Era alta, delgada, de pómulos pronunciados: impecable. Según Mickey tenía que ser de África oriental. Tenía esa desconcertante paciencia africana consistente en quedarse esperando mientras Mickey ladraba y abroncaba a alguien por teléfono, y no daba la impresión de que aguardase un veredicto sobre su trabajo. A Mickey le pasó por la cabeza algo que solía pensar acerca de las jóvenes guapas: le asombraba que no hubiese más dispuestas a vender su cuerpo para uso sexual. Seguro que era más sencillo y lucrativo que trabajar —por lo menos en aquella clase de trabajo—, y, caramba, no podía ser tan grave. Los hombres pagarían cientos de libras por acostarse con ella, ¿por qué diablos prefería entonces limpiar casas por 4,50 libras la hora o la cantidad a que subiese el puñetero salario mínimo? ¿Y si le hacía una oferta? En la intimidad de su cabeza, se dijo: es una broma.

—Está bien, está bien, lo siento mucho —dijo Mickey—. ¿Echamos un vistazo? Estoy seguro de que todo estará bien, querida —añadió, representando el papel del Poli Bueno—, pero ya conoce a los poderes fácticos...

La mujer de la limpieza no se dejaba seducir por el encanto y se limitó a asentir levísimamente con la cabeza.

Mickey dio comienzo a la ronda. Como la casa no se ocupaba por lo general más de tres meses seguidos, con frecuencia menos, y como la gente que la ocupaba era de todas partes, estaba decorada como una versión relativamente cara de Habitación Neutra de Hotel. Los jugadores solían proceder de familia sin dinero y sus únicos contactos con el lujo se daban en los hoteles, así que era un estilo que ellos tenían que creer ambicioso. Las paredes eran de un complejo matiz gris claro, los muebles una mezcla de estilos modernos, el vídeo y el equipo de música de una marca japonesa que Mickey no había oído nunca pero cuyo cableado era subterráneo, para que nadie olvidara casualmente que eran del propietario y no del inquilino. Esta vez era un chico africano que llegaba a Londres con su padre. «Chico» significaba chico, porque tenía diecisiete años. El chico empezaría pagando veinte mil semanales, con opción a pagar más o a romper el contrato al cabo de un año. Mickey, que estaba forrado, había crecido deseando ganar dinero y pensaba que ganar dinero a espuertas era bueno y admirable, un objetivo elevado y noble, incluso él, a veces, se sentía mal cuando pensaba en la cantidad de dinero que se manejaba en el fútbol en los últimos tiempos.

¿Por qué el chico había preferido vivir allí y no en una bonita urbanización de las afueras? ¿Quién sabe? En cualquier caso, no lo había elegido el muchacho sino el padre. Mickey pensaba que el padre seguramente tenía miedo de la blancura de los barrios residenciales y prefería vivir en un lugar donde viera una cara negra de vez en cuando. No duraría, nunca duraba. Klinsmann había vivido en Londres, al igual que Lineker, y un par de jugadores del continente aún vivían allí, pero, por lo general, en cuanto podían se mudaban al cinturón rockero de Surrey. Mickey, sin ir más lejos, vivía en Richmond, no lejos de Pete Townshend y Mick Jagger.

Suelos fregados: comprobados. Ventanas tan limpias que no se ven: comprobadas. Tazas de los retretes en las que incluso se puede comer: comprobadas. Televisor con más botones y luces que la cubierta de vuelo de la Lanzadera Espacial: comprobado. Funcionamiento efectivo de la tele: comprobado. Funcionamiento del acceso inalámbrico a Internet, banda ancha: comprobado. Alfombras limpias, camas hechas, alféizares sin polvo: requetecomprobado. El frigorífico estaba surtido, aunque Mickey no sabía si contenía cosas que comían los africanos ni le importaba, porque eso era asunto del ama de llaves designada por el club; el padre hablaba un poco de inglés, el chico no, sólo francés, así que el club había contratado a un intérprete, un ama de llaves que hablase francés y un profesor de inglés. Todo lo cual era asunto de otros, así que a Mickey le importaba un comino.

Todo parecía estar en orden. Mickey había puesto su cara más seria durante toda la inspección. Al terminar sintió un ligero alivio y se volvió hacia el ama de llaves.

—¿Sabe usted lo que es la discreción?

La mujer asintió con la cabeza, pero no dijo nada.

—No, yo le pregunto si sabe lo que es.

La mujer asintió de nuevo. Mickey había pensado darle una versión de los sermones sobre la discreción que daba a la gente, sobre que no les estaba permitido decir nada a nadie nunca. El ama de llaves tenía una cara tan inexpresiva y parecía tan indiferente, como si su ser auténtico estuviera profundamente enterrado en otra parte, que Mickey se quedó sin ganas de proseguir. Fue un poco como perder una erección. Lástima. A Mickey le gustaba dar la lata con la discreción porque daba importancia y dramatismo al trabajo; y el hecho era que había algo esplendoroso incluso en los aspectos mundanos del fútbol de la Liga Premier. Comprobar el suministro de papel higiénico era importante e interesante en la medida en que había por medio un jugador de la Premiership. Mickey sabía multitud de cosas que la gente estaba desesperada por saber —casi todas variaciones del tema «¿a qué se parece realmente X?»—, como si hubiera una categoría especial de conocimiento llamada «parecido real», como si ésa fuera en cierto modo la pregunta definitiva.

—Yo creo que está todo bien —dijo a la mujer de la limpieza. Ésta asintió con la cabeza nuevamente. Saltaba a la vista que era el Plácet al Día de Mickey. Bueno, el plácet puede ser cosa de dos. Así pues, devolvió a la mujer el movimiento de cabeza y se dirigió a la puerta. Había algo de correo y lo recogió al pasar: un recibo de la luz y una postal que decía «Queremos Lo Que Usted Tiene». Mickey sufrió un repentino ataque de paranoia-sobre-eldivorcio (¡era lo que Dinah le reclamaba!), pero enseguida se dio cuenta de que tenía que ver con Pepys Road 27 porque la imagen de la postal era una foto de la fachada. Seguro que tiene algo que ver con algún periódico que vigila la casa, pensó; tal vez algo que ver concretamente con el chico africano. Habían corrido rumores de que el Arsenal había querido quedárselo o algo parecido. Puede que algún desquiciado forofo del Arsenal tuviera interés en amenazar al chico o en asustarlo. ¡Joder! Mickey pensó que lo que menos necesitaba aquel día (el teléfono se puso a vibrar otra vez) era un fastidioso ¿qué hago?

Se equivocaba. Lo que menos necesitaba aquel día resultó ser otra cosa. Cuando salió a la calle vio que a su coche le habían puesto una multa y el cepo.

Capital
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