11

Bogdan el albañil, que no se llamaba realmente Bogdan, estaba sentado a la mesa de la cocina de la casa de los Yount. Estaba tomándose el fuerte té que le habían servido en una taza alta; había acabado por gustarle el té y entendía a la perfección por qué los ingleses se lo tomaban tan en serio. Delante tenía un papel con números, un lápiz y un plato con galletas que había probado por educación pero que no tenía intención de consumir. Enfrente de él estaba Arabella Yount, sorbiendo un flojo té negro (Lapsang Souchong) de una taza pequeña y colocándose el pelo detrás de las orejas. Iba maquillada, llevaba unos diminutos pendientes de diamante y vestía lo que ella misma llamaba «ropa de no salir»: un chándal rosa de velludillo.

—No se lo calle, Bogdan. ¿Le parece horrible? ¿Es muy malo? No soporto el suspense. ¿Es realmente espantoso? ¿Lo es o no? —dijo Arabella con animación.

Bogdan, que se llamaba Zbigniew Tomascewski, dejó el lápiz junto al primer artículo de la lista y dijo:

—No es del todo malo.

Arabella respiró de alivio.

—Pero no será barato.

Arabella cogió su taza, dio otro sorbo y se encogió de hombros. Zbigniew dijo:

—Algunas cosas son baratas, soy cuidadoso pero no demasiado, ocho mil. Lo compro nuevo, todo gama alta, cinco años de garantía, usted me conoce, señora Yount, mi garantía personal, doce mil.

—¿Incluye ese precio los chismes, los chismes eléctricos?

—El cableado. Sí, incluye todo lo que hablamos.

Arabella quería hacer algunas modificaciones en su vestidor y en el cuarto de Joshua. No le convencía la luz del vestidor. Pensaba que las luces brillantes que rodeaban los espejos quitaban relieve a los planos de su cara y la hacían parecer una esquimal.

—Debería consultarlo con Roger, creo. Debería, pero paso totalmente. Ya está bien así. ¿Cuándo cree que podría empezar?

Zbigniew era un avispado estudioso de sus clientes británicos y sabía que en aquel país los albañiles tenían fama de ser caros y holgazanes; nunca estaban a mano cuando se necesitaban; tomaban por asalto la casa del cliente y se comportaban como si fuera suya mientras duraba el trabajo; dejaban las cosas a medias y se iban a hacer otra faena para que la última etapa del trabajo se prolongara durante meses. Él siempre dejaba claro que era todo lo contrario y se ceñía a esta política en todos los casos. Así, aunque necesitara un par de detalles para empezar, decía: «La semana próxima.»

—Fantástico —exclamó Arabella, recogiéndose el pelo detrás de la oreja—. ¡Fabuloso! ¡Eso sería genial!

Arabella tenía la costumbre de exagerar las cosas, la tenía tan arraigada que ni siquiera ella sabía cuándo le gustaba algo a medias y cuándo estaba sinceramente complacida. Era la ley de Gresham: el dinero falso de la exageración derivaba poco a poco hacia el dinero legal de la sinceridad. Pero en este caso estaba realmente satisfecha. Quería hacer cambios en su habitación, los quería pronto y le complacía que Bogdan pudiera hacerlos, porque, hipérboles aparte, le era simpático y confiaba en él.

—Debería irme ya —dijo Zbigniew/Bogdan. Recogió el cuaderno y el lápiz y los guardó en la bolsa—. ¿La semana que viene?

—Muchas gracias. La semana que viene. Al amanecer. ¡Magnífico! Gracias, Bogdan.

El albañil se colgó la bolsa al hombro y salió a la calle. Llovía, pero no hacía frío al severo estilo polaco. Algunas casas tenían colgados adornos navideños; en un par había hecho algún trabajo el año anterior. Le gustaba pasar por delante de las casas en las que había hecho faenas. Nunca olvidaba un trabajo, la transformación de un cuarto de baño aquí, la reforma de un desván donde querían instalar una ducha, a pesar de los consejos en contra, y luego hubo que subir cables hasta la parte alta del edificio para poder utilizar el calentador eléctrico. El recuerdo del trabajo realizado en esos lugares era un recuerdo muscular, una sensación física: sentía en los huesos el esfuerzo, el ejercicio, los dedos cansados, la espalda dolorida al final de la jornada. Pero no era una sensación desagradable. El trabajo de verdad nunca te dejaba sintiéndote peor.

El primer trabajo que había hecho en Londres había sido con una cuadrilla, en la calle contigua, Mackell Road, y un vecino los había recomendado al número 54 de Pepys Road; era una faena para un solo operario y su viejo amigo Piotr se lo había cedido a él, por lo que Zbigniew le estuvo y siempre le estaría agradecido. Fue entonces cuando adoptó su sobrenombre londinense, porque en la cuadrilla había un Bogdan y el hombre de Pepys Road había confundido los nombres, y Zbigniew no le corrigió. Le gustaba mucho que lo llamaran Bogdan, porque le permitía recordar sin posibilidad de engaño que no vivía en Londres, que su vida allí era un interludio temporal; estaba allí para trabajar y ganar dinero, y luego volver a su casa de Polonia, a su verdadera vida. Zbigniew no sabía si se quedaría en Londres un año o cinco o diez, pero sabía que tarde o temprano regresaría. Era polaco y su verdadera vida estaba en Polonia.

Arabella se habría desilusionado si hubiera sabido lo que su Bogdan pensaba de ella, porque la verdad era que pensaba muy poco. No tenía una impresión ni positiva ni negativa de la mujer; no le atraía, no le disgustaba, no sentía el menor interés ni tenía ningún otro sentimiento relacionado con ella. Era una clienta y eso era todo. Zbigniew pensaba lo mismo de todos sus clientes: eran personas que le pagaban por trabajar y tenían ciertas expectativas que él sabía satisfacer. No había nada más.

En cuanto a su dinero —el dinero de Arabella, el dinero de todos sus clientes—, no pensaba en él, pero lo notaba. Un muchacho que había crecido en un bloque de viviendas de Varsovia no podía dejar de advertir las encimeras de mármol, los muebles de teca, las alfombras, los vestidos, los juguetes adultos y los rutinarios derroches diarios que eran omnipresentes en aquella ciudad. Tampoco podía dejar de advertirse el encarecimiento, los precios grotescamente elevados de todo, desde la vivienda hasta el transporte, pasando por la comida y la ropa; y en lo relativo a salir a divertirse, era casi imposible. La sensación de que el dinero se le iba con la rutina diaria le deprimía. Pero en otro sentido era el motivo por el que estaba allí; todo era muy caro porque los británicos nadaban en dinero. Y él estaba allí para ganárselo a ellos. En su opinión había algo básicamente fallido en una cultura que disponía de tanto trabajo y tanto dinero sobrante, en espera de que llegaran otros y se lo llevaran, casi como si el dinero lloviera del cielo; pero eso no era asunto suyo. Si los británicos querían regalar trabajo y dinero, él encantado de la vida.

Sonó su teléfono móvil. Era Piotr.

—Esta noche te toca cocinar a ti —dijo Piotr en polaco—. He comprado kiebasa en la tienda, están en el frigorífico. No te comas todas las salchichas antes de que yo llegue, ¿vale?

Zbigniew, Piotr y cuatro amigos vivían en Croydon, en un piso de dos habitaciones. Era del ayuntamiento, lo tenía alquilado a un británico, éste se lo había realquilado a un italiano y éste, a su vez, se lo había realquilado a ellos. Les costaba 200 libras semanales. Debían tener cuidado con los ruidos porque si los demás inquilinos los denunciaban, podían echarlos a la calle; pero de hecho los fornidos jóvenes eran educados y se llevaban bien con los demás vecinos, que eran viejos y blancos, y como le dijo uno en cierta ocasión a Zbigniew en el zaguán: «Por lo menos no sois pakis.»

—Vas a ver a Dana —dijo Zbigniew. Dana era el último amor potencial de Piotr, una checa que había conocido en el pub—. Si no has vuelto a las diez, adiós kiebasa.

—Si no he vuelto a las diez... —dijo Piotr.

- Czekaj, tatka, latka —dijo Zbigniew. Espérame sentado. Y se echó a reír. Conocía a Piotr desde que eran niños y sabía que era un romántico empedernido que siempre cometía el error de enamorarse de una mujer antes de acostarse con ella. Zbigniew estaba orgulloso de no tener el mismo defecto.

Ahora había que esperar el metro. Cinco minutos, decía el rótulo, pero como si oyera llover. Londres se parecía a Varsovia en la irregularidad del transporte y en el rezongante estoicismo de los usuarios. Los otros tipos del piso hacían la misma tarea aquel día y volverían en la abollada furgoneta Ford de Piotr, que la había comprado por una miseria y funcionaba a trancas y barrancas; a Zbigniew le fastidiaba utilizar la furgoneta porque no se fiaba de ella y tenía la impresión de que no iba a llegar donde quería. A Zbigniew le gustaba tenerlo todo controlado.

En aquel momento llegó al andén un tropel de niños negros. Zbigniew no tenía nada contra la gente de color, pero aunque llevaba tres años en Inglaterra aún no había llegado al punto de no notar su presencia. Tenía tendencia a calcular si iba a haber problemas o no por su culpa. Aquellos críos, siete u ocho entre niños y niñas, eran ruidosos, ellas más que ellos, alborotaban como si todos quisieran tener razón, cosa que en aquel país parecía ser la tónica. Todos se pinchaban entre sí al mismo tiempo.

—Tú nunca...

—Él nunca...

—Mariquita...

Pero Zbigniew se dio cuenta de que eran buenos chicos que hacían ruido y no chicos malos a punto de crear problemas. La anciana que había junto a él, y que ya estaba en el andén cuando él llegó, no se sentía a gusto. Seguro que pensaba en lo que iba a ser el trayecto en compañía de aquellos críos alborotadores. Probablemente pensaba también en si no sería demasiado grosero alejarse de ellos y situarse en otro punto del andén. Sin duda no quería que pareciese que adoptaba actitudes racistas. Zbigniew sabía que en aquel país era muy importante no parecer racista. En su opinión, la gente daba demasiada importancia a aquel asunto. A nadie le gustaba quien no era como él, eso era un hecho comprobado. Fuera como fuese, había que hacerse a la idea. ¿A quién le importa si unos no simpatizan con otros por culpa del color de la piel?

Llegó el tren en dirección a Morden. La chiquillería lo abordó primero, empujando a los que estaban en la puerta del vagón, preparados para apearse. No había asientos libres. Los chicos fueron al otro extremo del vagón y dos consiguieron sentarse. Los demás permanecieron de pie a su alrededor y allí se quedaron, hablando, chillando y luciendo ante todo el mundo su buen estado de ánimo. Casi nadie les prestaba atención. Otro parecido entre Londres y Varsovia era que, en el transporte público, la gente iba absorta en sí misma.

Zbigniew se apeó en Balham y empalmó con la estación del ferrocarril. Milagro: en el andén había un tren a punto de salir. Lo abordó. No había asientos libres, pero ¿qué más daba? Todos los pasajeros volvían del trabajo, absortos en sí mismos o enfrascados en la lectura del periódico. Zbigniew se apoyó en un tabique y se dejó balancear por el traqueteo del convoy. El vagón iba lleno, hacía calor y se sintió incómodo, pero ¿qué más daba?, se dijo otra vez. Sabía perfectamente que la gente de allí se quejaba mucho del transporte público. En su opinión, más les valía a todos cerrar el pico. Sí, el transporte era una mierda, pero muchas cosas en la vida eran una mierda. Ninguna iba a mejorar por muchas quejas que hubiera. Deberían vivir un tiempo en un lugar donde la vida fuese realmente difícil. Así aprenderían.

Pensando en aquello acabó acordándose de su padre. Michal Tomascewski era mecánico. Durante treinta años reparó autobuses para el ayuntamiento de Varsovia: un trabajo duro y honrado. A los cincuenta era demasiado joven para creer que el futuro le depararía sorpresas agradables y todavía no era suficientemente viejo o rico para pensar en jubilarse, pero gracias a Zbigniew había vislumbrado un plan. Michal, durante aquellos treinta años, se había dedicado al mantenimiento de los ascensores de su bloque de viviendas, lo que venía a ser un segundo empleo. Siempre tenía que hacer alguna reparación, no todos los días pero tampoco menos de una vez a la semana, en alguno de los tres pequeños ascensores metálicos que eran la tabla de salvación y el mecanismo de ayuda de todos los vecinos, en particular de los que vivían en los pisos superiores y más que nada de las familias con miembros muy ancianos o muy pequeños. Los rumores sobre su experiencia en este apartado —y lo que era igual de importante, y quizá menos habitual, los rumores sobre su disposición a responsabilizarse— se habían extendido y algunos amigos que vivían en otras fincas también le habían pedido ocasionalmente que les echara una mano. Pero el día sólo tenía veinticuatro horas, Michal tenía ya más de sesenta años, y aunque le gustaba ayudar a la gente, no se chupaba el dedo, de modo que hacía lo que buenamente podía y nada más.

El plan de Zbigniew era como sigue: ganar en Londres dinero suficiente para entrar en el negocio del mantenimiento de ascensores con su padre. Varsovia iba a crecer rápidamente, cualquiera podía darse cuenta, y las ciudades modernas crecían hacia arriba, y eso significaba ascensores, que eran —aún se lo oía decir a su padre— «el medio de transporte mecánico más seguro del mundo». Con capital podían fundar juntos una empresa: su padre trabajaría menos, ganaría diez veces más y en unos años podría jubilarse total o parcialmente con toda tranquilidad. Podría comprar una casa unifamiliar donde fuera, arreglar cosas en el jardín, calzar zapatillas y los días calurosos comer al aire libre con la madre de Zbigniew. Su padre no se quejaba —Zbigniew no lo había oído quejarse nunca por nada, ni una sola vez—, pero sabía que amaba el campo, que le gustaba salir de Varsovia e ir a la casa de su hermano en Brochów, amaba el aire del campo, el espacio, y mirar los animales de la granja y no los coches, los camiones y los autobuses. Así que iba a ganar dinero para que su padre tuviese la posibilidad de disfrutar de todo aquello. En vez de enviarle el dinero sobrante, lo ahorraba, ahorraba casi la mitad de lo que ganaba, para cuando llegase el gran día feliz en que se presentara sin avisar en casa de sus padres y les anunciara la noticia y sus proyectos. Era un momento que representaba a menudo en su cabeza.

El tren se detuvo en South Croydon y Zbigniew se apeó. El siguiente tramo, de unos dos kilómetros, lo recorrería en el autobús M, y el resto andando. Comería kiebasa y luego jugaría a las cartas con quien estuviera en el piso a aquellas horas. O si no había nadie, podía utilizar la PlayStation 2 y realizar un par de misiones en San Andreas. Algunos compañeros se iban al pub, pero era tan insoportablemente caro que Zbigniew sólo se lo permitía una noche a la semana y luego se iba a cualquier bar donde hubiera «happy hour», para tomar dos copas por el precio de una. «Happy hour»: la expresión le daba risa. Solía haber chicas entonces; había conocido a su última novia en un lugar llamado Shooters, durante la «hora feliz». Acabó rompiendo con él porque se quejaba mucho de que Zbigniew no quería ir nunca a ninguna parte ni quería hacer nada. Lo cual, seguía pensando el joven, no era justo. Nunca quería ir a ninguna parte ni quería hacer nada que costase dinero: la diferencia era importante.

Aquel día las constelaciones le eran propicias o su santo patrón le sonreía desde el cielo, o cualquier otra cosa, porque el autobús llegó inmediatamente. Subió y encontró un asiento libre en la mitad trasera, al lado de una chica que escuchaba un iPod, sonriendo y cabeceando con los ojos cerrados. Era la parte del trayecto que menos le gustaba; aunque los trenes podían resultar frustrantes, al menos se movían en cuanto uno los abordaba, pero el autobús se lo tomaba todo con mucha calma. Lo mismo podía llegar a casa en dos minutos que en media hora. Algunos días llegaba antes andando. Puesto que se encontraba ya cerca de casa, se puso a pensar en el momento de sentarse y estirar las piernas, de darse una ducha y todo eso. Aquel día debería haber comprado un billete de lotería porque el autobús corría entre el tráfico como un pez río abajo y antes de que la Señorita iPod abriese los ojos ya estaba pulsando él el botón de parada.

El último tramo, el que hacía a pie, no le llevaba más de diez minutos. En muchas ventanas había ya adornos navideños, y coronas en las puertas. El espectáculo le gustaba, hacía que se sintiera a gusto y que todo pareciera, como muchas otras cosas en Londres, rico, limpio, brillante y bien hecho. En fin, ya estaba en casa. Los inquilinos de abajo aún estaban en el trabajo. Subió corriendo las escaleras, cruzó la puerta y vio a Tomas y a Gregor, dos nuevos miembros de la cuadrilla de Piotr, sentados en el sofá y jugando a God of War.

Algo que debía hacer antes de relajarse. Entró en el dormitorio que compartía con Piotr y sacó el ordenador portátil de debajo de la cama, donde había estado cargándose. Lo conectó y lo inició. El piso no era perfecto, compartirlo con otros cinco no era perfecto y compartir el dormitorio con un antiguo amigo de un metro noventa que roncaba era lo menos perfecto, pero tenía algo grandioso y era que dos vecinos tenían conexiones inalámbricas sin contraseña. Zbigniew se conectó y entró en su cartera de valores. No operaba por el momento —no podía, ya que no estaba trabajando en una casa con banda ancha—, aunque tenía 8.000 libras, todos sus ahorros, en acciones. Por el momento operaba básicamente en tecnología, con la mitad de la cartera en Google, en Apple y en Nintendo, todo lo cual se había multiplicado casi por tres en el último año. Aquel día, GOOG, AAPL y NTDOY habían experimentado una ligera caída y su posición neta era de 12,75 libras, por delante de donde había estado la víspera. No era importante y Zbigniew no creía que debiera hacer nada, así que dejó el ordenador en reposo y fue a darse una ducha y a preparar las salchichas.

Capital
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