54

A Freddy Kamo le habían dicho el miércoles que el sábado jugaría en el primer equipo. Iba a ser su primer inicio de partido. Había deseado un momento así, había suspirado por él, soñado con él, lo había anhelado y se había enfadado cada vez que no llegaba. Estaba preparado. Patrick, que siempre había procurado enfocar con calma y perspectiva filosófica el momento en que Freddy jugara su primer partido completo, estaba tan emocionado como su hijo. ¡Va a jugar un partido entero! ¡En la Premiership! ¡Mi pequeño! ¡Socorro!

A Freddy le dijo:

—Me alegro por ti. Harás que nos sintamos muy orgullosos.

Patrick se quejaba a veces de la relación de Mickey con su hijo. Sabía muy bien que Mickey era indispensable y que se preocupaba sinceramente por Freddy; pero Patrick era humano y era inevitable que se sintiera desplazado por él, aunque fuese de modo vago. Un poco como si Freddy hubiera ganado otro padre. Aquel día, sin embargo, después de recibir la noticia, supo que sólo una persona en el mundo estaría tan contento como él y esa persona era Mickey, así que cuando Freddy volvió del entrenamiento y se dirigió a la sala de recreo para jugar con una consola, Patrick llamó por teléfono al negociador.

—¿Crees que está preparado? ¿Realmente preparado? —preguntó Patrick. Aquella mañana habían recibido otra postal de aquellas que tanto le fastidiaban, las que decían que alguien quería lo que tenían ellos. Normalmente le producían aprensión, pero aquel día era distinto. Patrick sabía que lo que estaba a punto de vivir Freddy podía despertar mucha envidia.

—Se los comerá vivos —dijo Mickey. Estaba más emocionado si cabe que los dos Kamo: no podía dejar de sonreír, las piernas le temblaban el doble de aprisa de lo normal, y no dejaba de dar sacudidas con la cabeza, como si estuviera compitiendo por un balón alto en un encuentro imaginario. Colándolo por el palo más cercano o pasándoselo a un delantero de su equipo—. Está más que preparado. Está superpreparado. Y no sólo preparado, está al rojo vivo. —Como si la idea de la preparación de Freddy fuera suya y tratara de convencer a Patrick.

Patrick respondió, un poco a regañadientes:

—No me preocupo por su cuerpo, sino por su mente.

No le apetecía especialmente compartir aquella confidencia, pero no conocía a ningún otro a quien decírsela. No le gustaba que Mickey se adentrara en sus sentimientos y era la primera vez que se los dejaba ver; y Mickey, que era hombre sensible a pesar de su tendencia al bullicio, se dio cuenta y se tomó muy en serio lo que le decía Patrick.

—Si yo creyera que sabe que es una circunstancia difícil, también yo estaría preocupado —dijo Mickey—. Pero tiene diecisiete años. No lo sabe. Para él es sólo un partido más, un partido importante, el más importante que ha tenido hasta hoy, pero sólo un partido más. Nosotros somos los que sabemos lo que se juega realmente. Lo hará bien. Dentro de diez años se acordará de esto y se sorprenderá por habérselo tomado como la cosa más natural del mundo.

—Sí, sí —dijo Patrick.

Pero Freddy, a pesar de todo, parecía nervioso toda la semana; no había dormido como debía ni había sido capaz de estarse quieto desde que se lo habían comunicado. Iba de aquí para allá, asustado, intrigado, nervioso. Costaba no darse cuenta de su alegría por un lado y de su nerviosismo por otro, y el sábado por la mañana, en el hotel donde se alojaba el equipo cuando jugaba en casa, Patrick se sentía más destrozado y tenso que nunca. Cuando Freddy fue a reunirse con el equipo al acabar el desayuno, Patrick se quedó acostado en la cama doble de la habitación, cambiando de canal, jugando con el abrebotellas del minibar. Corrió las cortinas con el mando a distancia, las descorrió, volvió a correrlas. Encendió la radio, que estaba sintonizada en un programa deportivo en el que participaba el público, luego la apagó. Miró por la habitación, por si había alguna Biblia, pero no encontró ninguna. No había sido capaz de comer nada.

Freddy parecía más tranquilo después de la reunión. Patrick se dio cuenta y venció la tentación de preguntarle por lo que le habían dicho. Estuvieron un rato haciendo cosas, luego bajaron para subir al autobús. Como Freddy era menor de edad, Patrick era el único pariente que iba a los partidos con el equipo los días que había encuentro; por lo general se consideraba un privilegio, pero aquel sábado fue una tortura. Algunos jugadores veteranos se acercaron a saludarlo y le preguntaron si todo iba bien. El centrocampista de los 20 millones de libras le puso el brazo en la espalda y dijo:

—Es como tener un hijo. Cuando mi mujer se puso de parto, ¿sabe lo que dijo la comadrona? Dijo: «No se ponga tan nervioso que aún no hemos perdido a ningún marido.»

Lo dijo con buena intención, pero Patrick se acordó de súbito de la madre de Freddy, de que no estaba allí, o de que estaba sólo a través de Freddy, porque aquella gracia desgarbada del muchacho también había sido una característica de la madre; y todas las cosas que la madre se había perdido cayeron sobre Patrick durante unos momentos. El centrocampista le dio un apretón en el hombro.

—Estará perfectamente, grandullón —dijo. Le dio un apretón más fuerte y se alejó.

Patrick sintió que le saltaban las lágrimas y no precisamente por el apretón; se esforzó por calmarse. No estaría bien que lo vieran llorando en el autobús el día del primer partido completo de Freddy. En aquel preciso momento, como si lo hubieran cronometrado, el encargado de los equipajes, que siempre armaba un escándalo por cualquier cosa, incluso cuando el equipo jugaba en casa y las bolsas estaban ya en el estadio, recorrió el pasillo gritando: «¿Ha visto alguien las bolsas de Adidas? ¿Ha visto alguien las bolsas de Adidas? ¡Necesito las bolsas de Adidas!», lo cual fue la ocasión perfecta para que todos se miraran, elevaran los ojos al techo y desahogaran un poco el nerviosismo reinante. Patrick vio que Freddy le daba un codazo en las costillas a un compañero de equipo y se le pasó el lagrimeo. Ahora sólo había que pensar en el presente. Que los muertos entierren a sus muertos. Incluso a los más queridos.

El viaje en autobús al campo local siempre resultaba extraño. Los viajes en autobús son por lo general lentos, incómodos, anónimos y se realizan para recorrer distancias que siempre parecen demasiado largas. Pero el autobús del equipo era más espacioso que los de Linguère y desde luego tenía mejores servicios, había juegos y pasatiempos, un frigorífico bien provisto y un regulador climático personalizado. El motor se oía lejano y apenas hacía ruido. Y los viajes en él eran cualquier cosa menos anónimos. En cuanto se alejó del hotel, la gente se puso a saludar, los conductores tocaban el claxon, agitaban las bufandas con los colores del equipo o —era el día del encuentro y la ciudad estaba llena de hinchas del equipo contrario— les gritaban insultos, les hacían cortes de mangas, proferían insultos contra jugadores concretos (maricón, negro apestoso, sarasa, follaovejas, gordo judío, follacabritos, moro comemierda, católico pederasta, marica gabacho, loca franchute negra hijaputa, etc., etc.) y, en una ocasión, se bajaron los pantalones y enseñaron el culo al autobús. Patrick había oído anécdotas de jornadas brutales en el pasado, días en que los hinchas cabreados rodeaban el autobús y lo zarandeaban, algo que daba auténtico miedo. Pero la ocasión presente no era para tener miedo. El odio era real, y desconcertante, pero también había mucho teatro. Patrick lo entendió aun sin ser capaz de explicárselo, ni siquiera a sí mismo. Era real pero no real.

Mickey casi nunca iba en el autobús: los días de partido solía adelantarse para ver el campo, siempre que no hubiera asuntos concretos que reclamaran su atención. Aquel día, sin embargo, fue con ellos y se sentó detrás de Patrick y Freddy, se asomaba por el hueco que había entre los respaldos y se frotaba las manos con nerviosismo y emoción.

—¿Estás bien? —preguntó a Freddy por enésima vez cuando se detuvieron en mitad de la calle, delante de un grupo de hinchas que les hacían reverencias al unísono, con los brazos en alto, en plan «te adoramos, Señor». Freddy, por enésima vez, asintió con la cabeza—. Esperemos que el tráfico no nos fastidie demasiado. ¿Sabes lo que podríamos tardar en este trayecto de menos de dos kilómetros? Hora y media. El año pasado nos ocurrió. Reventó una cañería, se cerraron dos calles, menudo embotellamiento. Habríamos llegado antes andando con los ojos vendados. Casi llegamos tarde para hacer el saque, imagina lo que es eso jugando en casa. Y la cosa empeora cada año que pasa. El ayuntamiento debería arreglarlo. ¿Crees que lo hará? Un huevo. Ni siquiera se le ocurre, es enemigo del tráfico privado.

Para lo que era normal en Mickey, aquello era parloteo nervioso. Apenas se escuchaba mientras hablaba y, en cualquier caso, como si se tratase de un irónico contrapunto, el tráfico era notablemente fluido aquel día. Pillaban los semáforos en verde, los demás vehículos los dejaban cambiar de carril, los peatones se abstenían de cruzar por los pasos de cebra hasta que menguaba el flujo de coches. Patrick miró al otro lado del pasillo. El capitán del equipo miraba al frente y mascaba chicle; tres asientos más allá el míster hablaba con el preparador técnico, adelantaba las manos, como si midiera la longitud de algo, y las movía de un lado a otro. Finalmente salieron de la calzada, la portalada de hierro del club les dejó paso y ya estaban en el campo. ¡El primer inicio de partido de Freddy! ¡Sí, señor!

Capital
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