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El propietario de Pepys Road 51, la casa que quedaba enfrente de la de Petunia Howe, trabajaba en la City de Londres. Roger Yount estaba en aquel momento en su despacho del banco, el Pinker Lloyd, haciendo sumas. Quería saber si su bonificación de aquel año llegaba al millón de libras.

Con cuarenta años, Roger era un hombre al que todo en la vida le había ido como una seda. Medía casi uno noventa, suficiente para no sentir la necesidad de disimular su estatura encorvándose, de modo que incluso aquello le iba bien, como si la gravedad, en el momento de crecer, hubiera ejercido menos efecto sobre él que sobre la gente del montón. La satisfacción resultante parecía, pues, muy justificada y la sentía con tan poca necesidad de subrayar su buena suerte respecto de los demás que era como una especie de amuleto. Ayudaba que Roger fuese discretamente guapo, y que tuviera buenos modales. Había ido a un buen colegio (Harrow) y a una buena universidad (Durham), tenía un buen trabajo (en la City) y había llegado en el momento oportuno (después del Big Bang y antes de que la City se encaprichase de los vendedores matemáticamente dotados y/o callejeros). Habría encajado a la perfección en la City de antaño, en la que la gente llegaba tarde, se iba pronto y comía opíparamente entre ambos acontecimientos, y en la que todo dependía de quién eras, a quién conocías, lo bien que pegabas en el ambiente, y el mayor honor era ser uno de los nuestros y «saber relacionarse»; pero también encajaba a la perfección en la nueva City, donde en teoría todo era meritocracia, donde la ideología dominante era trabajar de firme, ir a por todas y no hacer prisioneros; estar en la oficina de siete a siete como mínimo; y donde a nadie le importaba tu acento ni tu procedencia mientras demostraras que estabas dispuesto a todo y ganases dinero para la empresa. Roger sabía de un modo profundo e instintivo que al personal de la nueva City le gustaba evocar a la antigua mientras daba a entender que también aceptaba los métodos de la nueva, y era un tipo hábil a la hora de indicar su condición económica a cualquiera que se hubiese sentido a gusto en el viejo mundo y amara el moderno; incluso su ropa, unos trajes preciosos que le hacía un granuja, un sastre de lo más hortera que tenía la tienda en una travesía de Savile Row, daba a entender que conocía el percal. (Su mujer, Arabella, lo ayudaba en eso.) Era un jefe admirado que nunca perdía los nervios y toleraba que la gente emprendiera cosas.

Era una cualidad importante. Una cualidad que se habría dicho que valía un millón de libras en un buen año... Pero para Roger no era sencillo calcular el importe de su bonificación. Su empresa, un pequeño banco de inversión, hacía que no fuera sencillo y había en juego muchos elementos relacionados con la magnitud de los beneficios generales de la compañía, la parte de dichos beneficios que había generado su departamento, que negociaba con mercados de moneda extranjera, la actuación relativa de su departamento comparada con la de sus competidores y otros factores, muchos de los cuales no eran en modo alguno transparentes y algunos se basaban en apreciaciones subjetivas sobre su eficacia como directivo. Había algo de confusión intencional en el proceso, que estaba en manos del comité de compensaciones, llamado a veces Politburó. Todo lo cual quería decir que no había forma de saber con seguridad cuál iba a ser la cuantía de la bonificación.

En la mesa de Roger había tres pantallas de ordenador, una para seguir la actividad del departamento en tiempo real, otra era del propio PC de Roger, el ordenador con el que enviaba correos electrónicos y mensajes instantáneos, con el que intervenía en videoconferencias y redactaba su diario; la tercera pantalla monitorizaba las gestiones del departamento de divisas durante el año. Según esta última, sobre 625 millones de libras facturados hasta la fecha habían obtenido unos beneficios de 75 millones, lo cual no estaba nada mal, aunque fuera él quien lo dijese. Con tales cifras, que le gratificaran con un millón sería un acto de justicia. No obstante, había sido un año extraño en los mercados desde el hundimiento del banco Northern Rock, acaecido hacía unos meses. En realidad, el Northern Rock se había defenestrado solo, con su modelo de gestión. Su crédito se había agotado, el Banco de Inglaterra había hecho oídos sordos y a los clientes les había entrado el pánico. Desde entonces se habían encarecido los créditos y el personal estaba nervioso. Todo aquello estaba bien para Roger, porque en el negocio de las divisas nerviosismo significaba inestabilidad e inestabilidad significaba rentabilidad. El sector de divisas había visto muchas apuestas unilaterales clarísimas contra monedas con tipos de interés alto, por ejemplo el peso argentino; algunos departamentos de divisas de empresas rivales habían hecho su agosto y él lo sabía. Era aquí donde la falta de transparencia se convertía en un problema. El Politburó podía evaluarlo en comparación con un nivel de rentabilidad inalcanzable, establecido por algún imbécil superdotado, algún gamberro que había acertado con unas cuantas apuestas al descubierto. Había ciertas cotas que no podían superarse sin correr lo que el banco le había dicho que creyese que eran riesgos inaceptables. Pero, según el funcionamiento normal de las cosas, los riesgos tendían a parecer menos inaceptables cuando te hacían ganar cantidades siderales de dinero.

El otro problema en potencia era que el banco podía alegar que aquel año estaba ganando menos dinero, con lo que las primas que se esperaban tendrían que reducirse, y la verdad es que corrían rumores de que Pinker Lloyd estaba sufriendo grandes pérdidas en su departamento de préstamos hipotecarios. Y se había hecho mucho hincapié en la decepción causada por la filial suiza, que había quedado atrás en una puja por una adquisición y cuyas acciones en consecuencia habían caído el treinta por ciento. El Politburó podía aducir que «los tiempos son difíciles», que «hay que compartir el dolor a partes iguales», que «vamos a dar todos un poco de sangre esta vez» y (con un guiño) «el año que viene en Jerusalén». Lo cual sería una putada de las gordas.

Roger volvió la silla giratoria para mirar Canary Wharf por la ventana. Había escampado y las torres, normalmente de aspecto sólido y macizo, parecían arder, iluminadas por el ya cansado sol de diciembre, con una limpia luz dorada. Eran las tres y media y aún permanecería en el trabajo otras cuatro horas como mínimo; corrían precisamente los meses durante los que salía de casa antes de que saliera el sol y volvía mucho después de que se pusiese. Hacía mucho que Roger había dejado de advertirlo o de meditarlo. Según su experiencia, quienes se quejaban del horario de la City o estaban a punto de renunciar o a punto de ser despedidos. Giró la silla hacia el otro lado. Prefería mirar hacia dentro, hacia «el pozo», como lo llamaban todos, en honor de los parqués en los que la gente gritaba, peleaba y agitaba papeles, aunque el departamento de administración de divisas distaba de ser así, con sus cuarenta personas sentadas ante las pantallas, murmurando por los auriculares o entre sí, pero en general sin apenas apartar los ojos del flujo de datos. Las paredes del despacho eran de cristal, aunque había persianas que podían echarse cuando quería intimidad y además tenía un juguete nuevo, una máquina de ruido blanco que se podía encender para impedir que las conversaciones se oyesen fuera de la habitación. Todos los jefes de departamento tenían una. Era fantástica. La mayor parte del tiempo, sin embargo, prefería tener abierta la puerta del despacho, para sentir la actividad exterior. Roger sabía por experiencia que aislarse del propio departamento era un riesgo y que cuanto más al tanto estuviera de lo que sucedía entre sus subordinados, menos posibilidad habría de recibir sorpresas desagradables.

Lo sabía hasta cierto punto por el modo en que había conseguido su puesto. En la época en que sólo era subdirector al banco le había dado por hacer tests aleatorios de consumo de drogas. Cuatro colegas suyos se sometieron al análisis y dieron positivo, lo cual no sorprendió a Roger, dado que los tests se hicieron un lunes y sabía muy bien que todos los operadores jóvenes pasaban el fin de semana completamente ciegos. (Dos habían tomado coca, uno éxtasis y el otro marihuana, y era este último el que preocupaba a Roger, porque, en su opinión, la hierba era la droga de los perdedores.) Se había hecho a los cuatro una última advertencia y habían despedido a su jefe. Roger habría podido decirle lo que iba a pasar si le hubiera preguntado, pero no lo hizo; y como dejaba que Roger hiciese todo el trabajo por él, con la arrogancia de la vieja escuela, Roger, demasiado perezoso en las relaciones personales para ser mezquino o intrigante, no lamentó perderlo de vista.

No tenía ambiciones personales; lo que más deseaba era que la vida no le exigiera demasiado. Un motivo por el que se había enamorado y se había casado con Arabella era que ésta tenía un don para conseguir que la vida pareciese fácil. Para Roger era una cualidad muy notable.

Quería prosperar y que se viera; y deseaba con ganas la prima del millón de libras. Quería un millón de libras porque no lo había ganado hasta entonces, pensaba que se le debía y era una prueba de su valía masculina. Pero también lo quería porque necesitaba el dinero. La cantidad de un millón de libras empezó siendo una aspiración inconcreta y semicómica y había acabado por ser una necesidad real, algo que le hacía falta para pagar las facturas y cuadrar la contabilidad. El salario base de 150.000 libras estaba bien, era lo que Arabella llamaba «dinero para ropa», pero no alcanzaba para pagar las dos hipotecas. La casa de Pepys Road era de doble fachada y les había costado 2,5 millones de libras, lo cual, en su momento, les había parecido lo más caro del mercado, aunque los precios habían subido mucho desde entonces. Habían reformado el desván, adecentado el sótano, cambiado la instalación eléctrica y las cañerías porque era absurdo no hacerlo, derribado las paredes de la planta baja, añadido un jardín de invierno, construido la ampliación lateral y repintado la casa de arriba abajo (el cuarto de Joshua tenía un tema del Lejano Oeste, el de Conrad motivos astronáuticos, aunque al principio había manifestado cierta predilección por todas las cosas vikingas y Arabella pensaba rediseñarlo). Habían construido dos cuartos de baño y transformado el principal en baño adjunto, aunque luego lo convirtieron en un baño integral, sin plato de ducha ni bañera, porque era el último grito, y finalmente volvieron a transformarlo en un cuarto de baño normal (eso sí, con mucho lujo) porque los baños tipo «sala húmeda» tenían un no sé qué de vulgar y porque la humedad se filtraba al dormitorio y a Arabella le producía faringitis. Arabella tenía un vestidor y Roger un estudio. La cocina, al principio, había sido de Smallbone of Devizes, pero a Arabella dejó de gustarle e instaló otra alemana con un extractor de humos sensacional y un frigorífico estadounidense impresionante. Las dependencias de la niñera, dos habitaciones y una cocina, se habían construido como un piso aparte, porque según Arabella era importante que hubiese sensación de independencia cuando la muchacha, fuera quien fuese, llevara a sus novios a pasar la noche en la casa; el piso tenía una alarma contra incendios tan sensible que sonaba en cuanto alguien encendía un cigarrillo. Pero al final no les hizo gracia la idea de que hubiese una niñera fija en casa, aquella sensación de tener a una persona extraña en la planta de abajo, y era de mal gusto y propio de los años setenta el hecho de tener huéspedes, de modo que el piso quedó vacío. Todo el cableado de la sala de estar era subterráneo (cables de categoría 5, obviamente, como en toda la casa), y el sistema Bang & Olufsen permitía oír música en todas las habitaciones de los adultos. El televisor era de pantalla de plasma de sesenta pulgadas. En la pared de enfrente había una pintura de puntos de Damien Hirst, adquirida por Arabella después de una temporada en la que había cobrado una bonificación decente. Desde un punto de vista estético, histórico-artístico, interiorista y psicológico, el respetuoso juicio de Roger era que el Hirst les había costado 47.000 libras más IVA. Dejando aparte los muebles, pero contando los honorarios de los arquitectos, los aparejadores y los albañiles, las obras de la casa de los Yount habían costado alrededor de 650.000 libras esterlinas.

La vieja rectoría de Minchinhampton, Gloucestershire, tampoco les había salido barata. Era una casa encantadora de 1780, aunque la impresión exterior de ventilación y espaciosidad georgianas se venía abajo por culpa de la pequeñez de las habitaciones y porque las ventanas dejaban entrar menos luz de lo esperado. Y no acababa aquí la cosa. Habían ofrecido 900.000 libras y habían aceptado, pero entonces apareció otro candidato que ofreció 975.000, de modo que tuvieron que superar la puja y ofrecer la friolera de un millón. La restauración y la reforma general les había costado 250.000, incluyendo los honorarios de los abogados que habían tenido que litigar por nimiedades completamente inútiles relativas a las restricciones de uso (dado que era un edificio histórico de Clase II). La casita de una sola planta que se alzaba al extremo del jardín se había puesto a la venta y los Yount pensaron que era imperativo comprarla, porque tal como estaban las cosas resultaba muy oportuna cuando llegaran amigos para quedarse. Los propietarios, un aparejador y su novio que también la utilizaban como segunda vivienda, sabían que tenían a los Yount contra la pared, y como los precios subían en todas partes, les habían sacado 400.000 libras por la casita, en la que hubo que invertir otras 100.000 para hacer reformas estructurales.

Minchinhampton era de ensueño, y es que no había nada como la Inglaterra rural. Todo el mundo estaba de acuerdo. Pero Arabella pensaba que pasar allí las largas vacaciones de verano era un poco aburrido. Era más un lugar para los fines de semana. Así que en verano se iban además durante dos semanas, con algunos amigos y, un año sí y otro no, invitaban a los padres de Roger o de Arabella a pasar con ellos una semana de las dos. El precio normal del chalé en el que pensaban era aproximadamente de 10.000 libras semanales. Cuando viajaban iban en clase preferente, porque Roger pensaba que la finalidad de tener dinero, si se podía concentrar en un solo punto, que no se podía, pero si había que concentrarlo, entonces la finalidad global de tener un poco de dinero era no tener que volar en clase basura. En dos ocasiones, dos años en que hubo buenas primas, alquilaron un reactor privado, una experiencia tras la que costaba volver a hacer cola para facturar el equipaje... Hacían más viajes, a veces en Navidad —aunque no este año, por suerte, pensó Roger—, pero sobre todo a mediados de febrero o en Semana Santa. Las fechas exactas dependían de las vacaciones de Conrad en la Escuela Preparatoria de Westminster, que era implacable en dar vacaciones sólo en ocasiones oficialmente autorizadas, demasiado implacable, pensaba Roger, para un chico de cinco años, pero para eso pagaba 20.000 libras anuales.

Los demás gastos, cuando se pensaba en ellos, también subían lo suyo. Pilar, la niñera, se llevaba al año 20.000 libras netas, en realidad 35.000 brutas si se tenían en cuenta todos los malditos impuestos. Sheila, la niñera de los fines de semana, se llevaba otras 200 por servicio, lo que sumaba unas 9.000 (aunque le pagaban en metálico y no le abonaban las vacaciones, a menos que fuera con ellos, cosa que ocurría a menudo; en caso contrario, conseguían otra niñera a través de una agencia). El BMW M3 de Arabella, «para ir de compras», había costado 55.000 libras y el Lexus S400, el principal coche de la familia, que en la práctica utilizaba la niñera los días que en la escuela había juegos al aire libre, había salido por 75.000. Roger tenía además un Mercedes E500, regalo de la empresa, por el que pagaba sólo los impuestos, alrededor de diez de los grandes al año; a pesar de todo, apenas lo usaba porque se empeñaba en tomar el metro, mucho más viable, dado que salía de casa a las 6.45 de la mañana y volvía hacia las 8 de la tarde. Otros desembolsos: 2.000 libras al mes en ropa, más o menos lo mismo en artículos para la casa (para las dos casas, se entiende); alrededor de 250.000 libras en impuestos en la declaración de la renta del año anterior, circunstancia que pedía a gritos una contribución «de seis buenos dígitos», como decía su asesor fiscal, al plan de pensiones; 10.000 libras para la fiesta anual del verano; y luego lo increíblemente caro que se había puesto todo en Londres, restaurantes, zapatos, multas de aparcamiento, entradas de cine, jardineros, y la sensación de que cada vez que ibas a algún sitio o hacías algo, se te abría un agujero en el bolsillo. A Roger no le preocupaban estas cosas, estaba totalmente preparado para afrontarlas, pero si no conseguía aquel año la bonificación del millón de libras, corría un serio peligro de arruinarse.

Capital
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