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La lluvia salpicaba contra la ventana del piso de dos habitaciones en el que Parker French vivía con su novia Daisy, su novia perfecta. El piso estaba en Hackney y en cualquier caso era donde vivía ahora con ella. Parker no lo sabía, pero estaban a punto de dejarlo plantado. El motivo de que no lo supiera era el mismo por el que estaban a punto de darle la patada: porque estaba obsesionado, en la luna, perdido, encerrado en sí mismo, sin sentido de la responsabilidad, sordo. Daisy no sabía cómo comunicarse con él. Estaba sentada, escuchando música, con una taza de té y un papel dividido en dos columnas, Sí y No. La columna de los Síes estaba llena de argumentos negativos y contenía palabras como «abstraído», «ausente», «deprimido», «en otra parte». La columna de los Noes sólo contenía un argumento: «Antes era encantador.»
Cuando Daisy repasó la cronología —cosa que hacía a menudo, para confirmar una y otra vez que no se lo estaba imaginando todo—, vio que había habido tres fases. Que estaba excluyendo a Parker el Normal, el chico con el que salía desde que se habían besado una tórrida noche de junio allá en el instituto, cuando estaban en el último año de secundaria. Parker el Normal era la habitual personalidad dulce y juvenil de su novio; el novio que necesitaba que lo cuidaran más de lo que él se daba cuenta y que tenía una confianza en sí mismo más frágil de lo que creía estaba decidido a dejar huella en el mundo, pero nunca estuvo claro cómo ni cuándo. Era su novio, pero también era a veces un poco como su hermano menor; no era una queja, a ella le gustaba así, y pegaba con su aspecto, con su delgadez y su aire sombrío, y también pegaba en cierto modo con el hecho de que él y ella tuviesen la misma estatura. Daisy sabía que Parker era totalmente sincero con su deseo de Huir, lo cual significaba Huir de Norfolk, del mundo común de su respectiva infancia. Y ella siempre había creído en eso, ciegamente.
En cuanto al arte de Parker, bueno..., lo importante era que Parker creía en él. Parker haría algo con su vida, de eso estaba completamente segura. Que ese algo tuviera que ser arte ya no estaba tan claro. Daisy no estaba totalmente convencida de que Parker tuviera algo que decir en el mundo del arte. No era tanto una cuestión de talento como de capacidad para interpretar el funcionamiento de ese mundo; quedaba muy lejos de Norfolk y no se trataba de que supiera hacer bonitos collages ni de que el profesor de arte le dijera que era el alumno más dotado de la clase. Daisy pensaba que el mundo del arte era más como un juego, un juego adulto brutalmente serio, y Parker no se había enterado cabalmente de cómo funcionaba el juego en cuestión. Pero nada de esto le importaba a Daisy en el fondo, pues la inocencia del joven formaba parte integral de la Parkedad de Parker y era por eso por lo que ella lo amaba y tenía fe en él. Si no hacía arte, haría otra cosa. Todo esto era Parker el Normal, el Parker al que ella no veía desde hacía meses y cuya existencia costaba un gran esfuerzo recordar.
Ello se debía a que desde entonces había habido tres versiones de Parker, una detrás de otra. La primera había sido Parker el Doliente Silencioso y había aparecido poco después de ser despedido sin avisar; «sin avisar» según el enfoque del muchacho, porque desde el punto de vista de Daisy el despido no había tenido nada de imprevisto, no cuando por casualidad das marcha atrás con el coche y aplastas el perro del jefe. Pero para Parker el despido había sido inopinado y eso era lo importante. Durante semanas había estado perdido, en regiones remotas, sepultado por el dolor y la sensación de que habían cometido una injusticia. Había sido triste de contemplar, obviamente, y Daisy lo había sentido por él, pero también había tenido su punto irritante, y no en menor medida porque para Daisy, que era más resistente que Parker, la responsabilidad última de que a uno no lo despidan de un trabajo es uno mismo, que es el que trabaja. Si te despedían, sólo podías echarte la culpa a ti mismo y lo mejor que podías hacer en un caso así era aguantarte y seguir tirando. No poder decírselo a Parker lo hacía todo más irritante, así que se sintió complacida cuando, después de llevarse a Parker a pasar el fin de semana en el hotelito de Cotswold para que se olvidara del asunto, descubrió que, efectivamente, se había olvidado del asunto. Así de fácil: se le había metido algo en la cabeza, una idea, un plan, y desde entonces era otra persona. Estaba animado, rebosante de energía y bromas, más contento que unas pascuas.
Así nació Parker el Maníaco. Daisy no lo reconocía, en absoluto. Bullía, bullía de... Daisy no sabía exactamente qué era, pero aquel hombre bullía de algo. La muchacha se despertaba por la mañana y descubría que Parker estaba ya despierto, a su lado; lo cual era muy extraño porque Parker nunca se despertaba antes que ella, y desde luego no de aquel modo, mirando al techo, sonriendo ocasionalmente, pero no con su picardía habitual, sino como una persona no muy simpática que se regodea con una broma privada a expensas de otro. En un par de ocasiones se había despertado al sentir el golpeteo de los pies de Parker, o la agitación de sus piernas en la cama; lo cual también era extraño, impropio de Parker, y la chica no sabía qué pensar. Estaba segura de que lo conocía lo suficiente para calar en su psiquismo y enterarse de si tenía una aventura, de si lo habían desplumado jugando en Internet o de alguna otra cosa igual de concreta; pero fue incapaz de interpretar aquellos síntomas. Cuando le preguntaba, él respondía con vehemencia que no ocurría nada; y vio la misma vehemencia la vez que le preguntó cuándo iba a ponerse a buscar trabajo. Fue algo más que vehemencia; dijo: «Aún me quedan unos ahorros, pero si crees que no contribuyo lo suficiente, me voy.» Aquello quería decir: no vuelvas a preguntar. Y no volvió a preguntar, pero no se daba por satisfecha. Parker el Maníaco siguió con lo suyo, urdiendo proyectos, haciendo planes y tramando cosas, y a veces reía con sorna para sí, con una alegría totalmente privada. En un par de ocasiones Daisy llegó a pensar que prefería a Parker el Doliente Silencioso.
Como en respuesta a esta idea, o como castigo por haberla concebido, apareció entonces otra versión de Parker. Era la versión con la que Daisy vivía ahora. Era la que había inducido a Daisy a elaborar la lista de Síes y Noes mientras escuchaba Blue de Joni Mitchell en el iPod. No apareció de la noche a la mañana; Parker el Maníaco primero tuvo momentos, luego horas, luego días y luego se transformó en el que era ahora, Parker el Dostoievski. Esta versión apareció comiéndose las uñas, con momentos de distracción y con actitudes de preocupación furtiva en ocasiones en que se suponía que Parker estaba haciendo otra cosa: por ejemplo, prestándole atención a ella, lo cual, en épocas anteriores, había sido uno de sus puntos fuertes, pero en los últimos meses o lo había olvidado o había perdido el interés. Daisy entraba en la cocina, donde Parker debía estar preparando la cena, y se lo encontraba allí de pie, mordisqueándose la boca por dentro, mientras el teórico sofrito de verduras se carbonizaba en la sartén. Uno de los ejemplos del nuevo lenguaje corporal de Parker el Dostoievski era quedarse sentado a la mesa con la cabeza entre las manos. En vez de despertarse temprano, Parker el Dostoievski no podía dormir: le costaba conciliar el sueño (Daisy sabía que esto era un síntoma de ansiedad), despertaba de madrugada y ya no podía volver a dormirse (Daisy sabía que esto era un síntoma de depresión), y durante los pocos momentos intempestivos en que se quedaba frito, se sacudía como si bailara break. Parker el Dostoievski incluso parecía distinto de Parker el Normal: estaba más gordo, más pálido, y era más prosaico. Como si viviera exclusivamente de carbohidratos y resentimiento.
¿Qué estaba pasando? Daisy no tenía ni idea. Pero una importante diferencia entre Parker el Dostoievski y Parker el Doliente Silencioso era que no parecía tanto lamentar una pérdida concreta como sufrir de una melancolía general y omnívora y, salvo que Daisy estuviera confundida, también de sentimiento de culpa. No estaba inquieto por algo que le hubieran hecho, sino por algo que había hecho él.
—Me gustaría que me contaras qué te pasa, cariño —le dijo Daisy un anochecer de noviembre, cuando llegó hecha polvo del trabajo y no deseaba más que tener la cena preparada, que le hicieran quizá un masaje de espalda y quedarse luego viendo telebasura con su sempiterno novio. Lejos de ello, se encontraba sentada en silencio ante un plato de comida rápida que ella misma se había calentado en el microondas, comportándose casi como una enfermera voluntaria de pabellón psiquiátrico.
Quería gritar, pero aquello no funcionaba con Parker; sólo conseguiría que éste se aislara más aún. Así que hizo lo que pudo por ser amable para obtener respuestas amables, aunque sabía que no podía esperar gran cosa por este procedimiento y que se le estaba acabando la paciencia. Ya no sabía qué más cosas poner en la lista de los Noes.
Lo que Daisy ignoraba era que Parker estaba ansiando contárselo, loco por contárselo. Lo único que deseaba era confesarse. Quería derribar todas las barreras que había levantado artificialmente, echar abajo el chapucero edificio de silencio, secretismo y falsas identidades; abrir su corazón, llorar a moco tendido y soltarlo todo. La necesidad de confesarse le oprimía la garganta como si fuera a vomitar. Y sin embargo no podía hablar, y aquellos dos jóvenes que se amaban se sentían impotentes y desdichados.