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La mierda siempre corre cuesta abajo. Este principio básico de la vida institucional había dado lugar a un grueso expediente etiquetado «Caso: Queremos Lo Que Usted Tiene», que en aquel momento estaba en la mesa del inspector Mill de la policía metropolitana. Había empezado como sigue: media docena de vecinos de Pepys Road se habían quejado en la alcaldía local y como no consiguieron nada, cosa que no sorprendió a nadie, escribieron a su representante parlamentario y éste escribió al director de la policía metropolitana; el director envió una nota al jefe de división; el jefe de división se la pasó el titular de la comisaría más cercana, que estaba en Clapham South; y el comisario le pasó el caso a Mill. Motivo por el cual estaba este hombre mirando el expediente. En la mesa se enfriaba un asqueroso café de filtro, a un lado de la carpeta; flanqueaban el otro lado un fajo de oficios informativos, el móvil de prepago del inspector y un ejemplar de Metro de la víspera.
A una persona no acostumbrada le habría sido imposible trabajar en aquella oficina. Ningún otro cuerpo orgánico estaba en silencio o en reposo. Dos docenas de agentes se encontraban en completo movimiento, casi todos hablando, contando chistes verdes, a menudo mientras introducían datos en el ordenador o buscaban carpetas en los archivadores o marcaban números de teléfono o comían magdalenas o trataban de encestar bolas de papel arrugado en la papelera o paseaban torres de oficios de un extremo a otro de la oficina. Era el caos. A Mill le gustaba que lo fuera.
Cuando se dio cuenta, se estaba haciendo la primera pregunta que se formulaba cada vez que le encargaban un trabajo: ¿por qué a mí? No era una pregunta ociosa. Mill no era, ni demográfica ni psicológicamente, un policía típico. Era licenciado en filología clásica y procedía de Oxford, tanto de la ciudad como de la universidad, dado que era hijo de dos profesores, y había ingresado en la policía para hacer un experimento con su propia vida, por motivos sobre los que reflexionaba a menudo —observándose a distancia—, pero que aún no llegaba a comprender. Quería matar un gusanillo que tenía que ver con la autoridad, su necesidad de la misma, su deseo de tenerla, su gusto por la jerarquía y el orden. Era la cosa esa que el centurión le dice a Jesús: «Porque yo soy un subordinado, pero tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ve, y va; y a otro: ven, y viene; y a mi siervo: haz esto, y lo hace.» Sí. Eso era lo que sentía. Cinco años después de terminar la carrera, en la vía rápida de los licenciados que progresan desde abajo, era muy consciente de que sus colegas pensaban que era un gilipollas; no que lo fuera todo el tiempo, sino que, gracias al cóctel de clase y educación, tenía las perspectivas y oportunidades que le permitían hacer o decir gilipolleces en cualquier momento. Como si estar en la policía fuera para él un estilo de vida optativo y no la expresión fundamental de la persona que era. Se resentía de que lo vieran así, aunque en el fondo admitía que tal opinión no era del todo injusta. De modo que había aprendido a ser cauto.
Mill quería ser diferente, significara esto lo que significase; era una frase en la que pensaba mucho. Era cristiano —nunca había dejado de serlo, lo era desde la infancia— y quería llevar la vida de una buena persona. Pero había que meditar lo que significaba esto. Ser diferente probablemente significaba hacer algo que los demás no podían o no querían hacer, o hacer lo que hacían pero mejor. La diferencia era, pues, una diferencia marginal. Era la diferencia que había entre ser el policía que era y ser el policía que habría sido otro. Si era, por ejemplo, el quince por ciento mejor que cualquier otro inspector de su comisaría, entonces su diferencia radicaba en eso, en ese quince por ciento. Ésa era su utilidad marginal. ¿Era suficiente? Su novia Janie pensaba que estaba loco por haber ingresado en la policía, y sólo ahora, después de cuatro años en el cuerpo, empezaba a aceptar la idea de que el oficio, de un modo traído por los pelos, iba con su forma de ser.
Eso no significaba que no pensara en dimitir para dedicarse a otra cosa. Lo pensaba, casi todos los días. Pensarlo era una válvula de seguridad; la idea de que podía irse cuando le apeteciese era una de las cosas por las que seguía en su puesto. Marcharse estaba siempre en su campo visual. La idea le ayudaba a quedarse y afrontar los aspectos difíciles de su empleo y su jornada.
Uno de los aspectos difíciles, vestido con el uniforme del agente Dawks, se dirigía hacia su mesa en aquel preciso momento. Dawks tenía diez años más que Mill y estaba condenado a no pasar de simple agente. Mill había estado dos años de ronda por las calles y había sido ascendido a inspector de acuerdo con el plan de promoción rápida ideado en los años ochenta para atraer universitarios al cuerpo. Había funcionado, pero no sin despertar el resentimiento de los polis corrientes que veían a aquella generación dorada que conseguía sin esfuerzo los puestos que ellos no tendrían ocasión de conseguir nunca. A esto había que añadir el hecho de que Mill —de veintiséis años, ligeramente corpulento, bien arreglado, abstemio y no fumador— aparentaba muchos menos años de los que tenía. Como investigador era a veces un punto a su favor. En la comisaría no tanto. Y esto se debía a hombres como Dawks, un individuo de físico imponente, de treinta y cinco años y no muy brillante cuyas actitudes tenían poco que ver con la letra de la ley y mucho con las formas de hacerla cumplir. Dawks era un chulo nato que le venía buscando las vueltas en los nueve meses que hacía que se conocían, como un tiburón da vueltas alrededor de una presa potencial; Mill lo esquivaba, pero estaba claro que Dawks no cejaba en su empeño. Su objetivo era buscarle un punto flaco, algo que pudiera afectar a Mill, para poder explotarlo y dejar al inspector en ridículo. Una vez que se hiciera, costaría deshacerlo. El personal simpatizaba con Mill, pero como tenía su pequeña distinción, sería un blanco perfecto en cuanto se pintase la diana a su alrededor.
Aquel día, sin embargo, hubo indulto. Cuando Dawks estaba a metro y medio de su mesa y ya abría la boca para decir algo, un sargento de calabozos lo llamó desde el otro extremo de la oficina. El agente se detuvo y dio media vuelta no sin dirigir antes una última mirada a Mill. Así pues, asunto inconcluso. Vuelta al trabajo. Mill recogió el expediente, lo hojeó otra vez y volvió a la pregunta de antes. ¿Por qué a mí? El superior de Mill, la inspectora jefe Wilson, era una mujer de unos cuarenta y cinco años, morena, bien arreglada, de buenos modales, otro fruto del plan de promoción rápida. Era la política nata con más talento que había visto Mill en su vida, especialmente cuando se trataba de olfatear el peligro por adelantado, de adivinar trampas y de saber qué se presentaría mal si las cosas se torcían. Estas cualidades la convertían en una funcionaria cautelosa pero no necesariamente torpe. Que recurriera a Mill implicaba que estaba cortada por el mismo patrón y él se daba cuenta. A menudo le planteaba problemas con un enfoque político, real o potencial. Por un lado era un cumplido, porque daba a entender que confiaba en él, y por otro una ofensa, porque daba a entender que se parecía a ella.
Sus indicaciones, en el presente caso, habían sido muy claras.
—Averigua qué pasa, luego quítatelo de encima.
Así pues, la primera pregunta era qué estaba pasando. El material que tenía en la mesa había sido recogido por los agraviados vecinos de una calle del barrio llamada Pepys Road. Se les había sometido a lo que según ellos era «una campaña de hostigamiento continuo». Habían escrito una carta de queja típica de la clase media, cuidadosamente redactada para pulsar la máxima cantidad posible de botones oficiales. Según los vecinos, la campaña había empezado con postales que ostentaban fotos de sus fachadas, había proseguido con vídeos de la calle y finalmente se había subido a Internet un blog anónimo con fotos de las casas, hechas a diferentes horas y durante cierto tiempo. Todo este material, sin excepción, estaba presidido por la consigna, lema, orden o amenaza «Queremos Lo Que Usted Tiene».
Mill activó el PC y entró en la página de Internet. Estuvo media hora recorriéndola y otros veinte minutos mirando el material que había llegado por correo postal. Los matasellos eran de todo Londres y la caligrafía de las direcciones era siempre la misma: mayúsculas de imprenta, escritas con tinta negra. No había ninguna otra caligrafía ni más palabras que las cinco del mensaje. Mientras revisaba todo esto, Mill empezó a perfilar una respuesta a su pregunta y a comprender por qué aquel caso había ido a parar a su mesa. Había algo turbador en aquel material. Costaba entender qué se buscaba con aquello y costaba no percatarse de que allí había algo escalofriante. Alguien se estaba tomando demasiado interés en aquella calle, en aquellas casas y en la gente que vivía en ellas. No era normal. Pero tampoco podía decirse que se hubiera cometido un delito. Puede que quien estuviera detrás de aquello lo hubiese meditado a conciencia, para no infringir la ley. Mill anotó en su cuaderno:
hostigamiento
¿intrusión?
¿cuestión de intimidad?
conducta antisocial
Acto seguido, introdujo unas cuantas postales y deuvedés en un sobre de pruebas y llenó una solicitud para que buscaran huellas digitales. No quería ser optimista en este capítulo, pero era rutina obligada. En cuanto a la pregunta principal, de qué iba aquel asunto, la conclusión provisional de Mill fue que no tenía ni la más remota idea.