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—Me siento un poco mal —dijo Matya—. ¿Cómo se dice? Como cuando vas en coche. O en barco. Ese malestar que da el movimiento.

- Cierpiacy na morska chorobe -dijo Zbigniew—. No sé cómo se dice en inglés.

Estaban en el London Eye, a media altura. Subir a aquella espectacular noria había sido, para sorpresa de Zbigniew, un poco desconcertante: el curso implacable que no podía detenerse ni frenarse. Matya, que evidentemente sentía lo mismo, le puso una mano en el brazo en el momento de subir. Fue buena señal. Y ascendieron en la cabina-mirador. No estaban solos: había turistas —siete japoneses y varios europeos del sur— en la misma cápsula. Los japoneses competían entre sí haciendo fotos con el móvil, de ellos mismos y del paisaje que se veía desde allí.

La ciudad se extendía a sus pies y Zbigniew, al principio, fingió que contemplaba las vistas —porque el verdadero motivo de encontrarse allí era estar con Matya y no para molestarse con otras cosas—, pero sin darse cuenta acabó interesándose en serio. Hacía tres años ya que estaba en Londres, pero desconocía casi todo lo que tenía ante sí. Londres era grande y formaba una hondonada por el centro, con los bordes elevados en todas direcciones, como un plato gigantesco. El norte y el sur no estaban donde esperaba que estuvieran y la mancha verde, elevada, pero no mucho, unos veinte metros sobre el nivel del río, a unos tres kilómetros de distancia, debía de ser el parque. Zbigniew, que no sabía que tuviera sentimientos definidos sobre Londres, estaba impresionado a pesar de todo. Una cosa sobre Londres: era mucho Londres.

El truco del móvil le había salido que ni pintado. Había esperado dos horas: fue a su casa, comprobó la cartera de valores en la cocina, comió el estofado de carne que había preparado uno de la cuadrilla de Piotr y entonces, cuando ya pensaba que iba a tener que tomar la iniciativa, sonó el teléfono. La melodía de llamada era «Crazy» de Gnarls Barkley, lo cual tal vez significase que le gustaba aquella música. Interesante. El número que apareció en la pantalla era el suyo propio y tardó un momento en aclararse: no era que él se estuviese llamando a sí mismo, sino que era Matya quien lo llamaba, es decir, que lo llamaba por el móvil de Zbigniew. El momento de confusión le vino bien, porque así no tuvo que fingir que estaba confuso.

—Hola, ¿sí? ¿Quién es? —dijo.

—¿Quién eres? ¿Por qué tienes mi móvil? —dijo Matya.

—¿Que por qué tengo tu móvil? ¿Por qué tienes tú el mío?

Y hablando, hablando, se arreglaron las cosas. Bendita fuera Nokia por la popularidad y omnipresencia del N60. Zbigniew sabía que tenía que ser galante y no ocultó el hecho de que todo era culpa suya y que se sentía obligado a hacer cualquier cosa para devolverle el teléfono en aquel preciso instante. Si ella iba al pub que había a unos doscientos metros de la casa, él estaría allí en media hora.

Zbigniew conocía el pub, un local frecuentado por mujeres en busca de oportunidades, estaba cerca del parque. Llegó en veinte minutos y tomó posiciones en la barra; Matya fue puntual.

—Ha sido culpa mía, sin discusión —dijo Zbigniew, enseñando las palmas de las manos—. De todas todas. No me di cuenta, no lo miré.

—Bueno, no te preocupes, gracias por devolvérmelo tan pronto —dijo Matya, que había cambiado los tejanos diurnos por un vestido ajustado que Zbigniew deseaba mirar y al mismo tiempo no soportaba mirar. Estaba encantadora.

Zbigniew deseó que se le ocurriera algo ingenioso o divertido, pero lo único que alcanzó a decir fue:

—¿Quieres tomar algo?

—No —dijo Matya, sonriendo, mirando arriba y abajo, antes de añadir—: Esta noche no. —Y Zbigniew, sobrentendiendo lo que aquello significaba, sintió un brote de auténtica alegría por primera vez en mucho tiempo. Así pues, quedaron para verse una semana después. Matya se fue y él volvió a su casa flotando. Perfecto. ¿Podía nada ser más perfecto?

Zbigniew se devanó los sesos pensando en lo que haría con Matya durante aquella primera velada compartida. En la intimidad de su mente se tenía por el hombre más antirromántico del mundo. Realista, práctico, objetivo, comedido, cuerdo. Había unas cuantas actividades que no podían abordarse, como si necesitaran un manual de instrucciones secreto. La atracción por el otro sexo y la necesidad de tener una pareja eran realidades prácticas de la vida y las cosas irían mejor si se enfocaran como tales. Zbigniew había advertido, sin embargo, que no era así como funcionaba el mundo. Además, había algo en Matya que le hacía pensar que tal vez hubiera algo tangible en aquella idea del romance... Y él sabía con seguridad —lo detectaba— que la forma indicada de tratarla era como si fuese alguien especial. No era como otras chicas.

Detrás de aquello, al acecho, estaba el recuerdo de Davina. Davina había sido un medio de aprender la verdad de que la gente, en la práctica, no iba por la vida con un manual de instrucciones. No volvería a repetir la experiencia, no utilizaría a Matya. Sentiría por ella lo que sintiese y no dejaría que las cosas volvieran a descontrolarse. Procuraría ser más hombre. No estaba seguro de lo que significaba esto, pero pensaba que la idea le imponía obligaciones.

La forma más sencilla de tratar a Matya de otro modo sería hacer las cosas que nunca se había molestado en hacer con nadie más, las cosas que no se había esforzado en hacer. Ir al cine sería demasiado fácil, no suficientemente romántico, y era algo que había hecho con anterioridad. Los restaurantes eran románticos, pero también caros, y no se sentía cómodo en los lugares a los que Matya querría que la llevaran: establecimientos franceses, establecimientos italianos. Notaría su preocupación por el dinero. Las mujeres intuían esas cosas. ¿Un largo paseo por algún jardín público? Demasiado romántico. Demasiado peliculero. Parecería un hombre desesperado, como a punto de proponerle matrimonio. Un viaje a la costa, a Brighton; era algo que no había hecho antes, en consecuencia era romántico, estaría por medio la emoción del descubrimiento, pero también había muchas posibilidades de que saliera mal, y también resultaría caro.

Así pues, la llevó a dar un paseo por South Bank, la orilla sur del Támesis. Zbigniew sabía que la gente hacía aquello, pero nunca lo había hecho él personalmente, y cuando lo sugirió, por teléfono, Matya tardó unos segundos en responder y dijo que sí, con voz de sorpresa y complacencia. Zbigniew había ganado puntos por proponerle algo que no esperaba de él. (Polacos: nada románticos. Eso le había dicho una amiga a Matya.)

El paisaje fluvial permitió a Zbigniew sentirse, por primera vez, en el corazón de Londres. Como decir: ¿Londres? ¡Aquí lo tienes por fin! Había visto pubs y bares de bote en bote, gente recostada por todos los rincones del parque en los raros intervalos de buen tiempo, vagones de metro abarrotados, las principales arterias de South London en la pleamar humana de los sábados por la noche; pero aquello era distinto. Allí había personas procedentes de todo el mundo, en el centro de la urbe, porque acudían para estar allí, con el Parlamento al otro lado del caudal gris oscuro del río, autobuses de turistas escupiendo gasoil por la calle de acceso, los cines, teatros, museos y salas de conciertos, el puente ferroviario, puente de tráfico rodado y puente peatonal, todo lleno de gente en ambas direcciones, los restaurantes atestados, malabaristas y mimos haciendo perder el tiempo a todo el mundo y ocupando espacio, niños correteando, una pista de monopatines para que los adolescentes se exhibieran ante ellos mismos, parejas de la mano por todas partes, una mujer policía paseando a caballo arriba y abajo, con un número de teléfono de protección a la infancia escrito en la espalda, seguramente porque la zona abundaba en proxenetas a la caza de niñas explotables, puestos callejeros que vendían quincalla turística y comida para llevar, músicos, y multitud de personas que no hacían nada en especial, sólo estar allí porque querían estar allí. Por una vez no llovió y hubo incluso un momento en que el cielo se despejó de nubes.

—¿Qué es esa cosa amarilla que hay en el cielo? —dijo Zbigniew—. Me da la impresión de que la he visto antes. No en Londres sino en otro sitio. ¡Y quema!

Discutieron sobre si comprar un helado o un gofre holandés de caramelo y al final compraron uno de cada, aunque resultó que Matya tenía razón: el gofre sabía como si estuviera hecho de cartón requemado. Matya se rió de él cuando Zbigniew quiso comérselo y acabó por tirarlo. En cuanto a verla chupetear el helado de chocolate con menta, bueno, Zbigniew no sabía hacia dónde mirar. Se detuvieron a escuchar a un hombre que tocaba el clarinete, una pieza de Mozart que Zbigniew reconoció. Se lo dijo a Matya y Matya se quedó impresionada, él se dio cuenta. Luego —su golpe maestro— anunció que tenía reservas para la noria gigante que llamaban London Eye. Y allí fueron.

Una japonesa se había acercado a Matya y por señas y gestos se ofreció a hacerles una foto con el móvil de Matya. Así que se pusieron muy juntos y la sonriente japonesa se puso la mano en la cabeza, como diciendo atención al pajarito, y les hizo la foto. Luego Zbigniew (astuto muchacho) tuvo la ocurrencia de pedirle que repitiera la foto, pero con el móvil de Zbigniew, de ese modo los dos tendrían en su respectivos móviles fotos idénticas de Zbigniew-y-Matya-en-el-London-Eye. Luego la llevó a su casa, a tiempo para tomar el té con una amiga; Matya ya se lo había avisado —una forma inteligente de poner límites al paseo; y es que él no era el único a quien se le ocurrían tretas—; de modo que la acompañó al metro y al despedirse le dio un sencillo beso en la mejilla. Bueno, se dijo Zbigniew, ¿no ha sido perfecto? Y cuando llegó el momento de ponerse a pensar en otra cosa, descubrió, con gran sorpresa por su parte, que no podía.

Capital
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