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¿Qué es lo peor que puede ocurrir? Roger había creído desde siempre que era una pregunta estúpida. Si a uno le costaba imaginar lo mal que podían estar las cosas, es que uno no tenía mucha imaginación.

A los ex colegas de Roger en Pinker Lloyd no hacía falta preguntarles qué era lo peor que podía suceder. Era fantástico: todo el banco se había ido a pique. El escándalo generado por la presencia de un sinvergüenza en el departamento de Roger no había sido clamoroso, pero había armado ruido suficiente para que corrieran rumores sobre el banco; y la gente se había puesto a mirar con escepticismo los libros de contabilidad, precisamente en el momento en que los mercados de capitales se estaban descontrolando por culpa del hundimiento de Lehman Brothers. La gente empezó a preguntarse por el riesgo que corrían en Pinker Lloyd los créditos a corto plazo y por la confianza que merecían sus préstamos monetarios baratos, fáciles y rápidos en el mercado monetario internacional. El crédito se congeló de la noche a la mañana: las entidades crediticias retiraron sus préstamos, los clientes retiraron sus capitales y la casa tuvo que pedir ayuda al Banco de Inglaterra, éste titubeó y toma castaña, Pinker Lloyd quedó fuera de circulación. La firma se declaró en suspensión de pagos; sus haberes se estaban dividiendo y vendiendo; y todo el mundo se había quedado sin empleo. Lothar había sido humillado públicamente. Roger babeaba de alegría. El hacha de la justicia no había podido dar un golpe más oportuno.

Lo lógico era que estuviese de buen humor, pero Pepys Road 51 estaba ya en venta. El precio inicial era de tres millones y medio de libras. El agente inmobiliario, Travis, le había dicho que era un poco «carito», pero que «podían gestionarlo igualmente», alegando que «¿qué podemos perder?».

Roger descubrió que detestaba todo lo relacionado con la venta de la casa. Detestaba a Travis, sobre todo su voz; no su acento, porque estaba acostumbrado a oír todos los acentos posibles en la City, sino su voz, monocorde, áspera, sin emoción pero aduladora. Y lo que más detestaba era que se creía con derecho a dar opiniones y consejos; proclamaba que le encantaba cómo habían arreglado la cocina, elogiaba el inteligente uso de la luz natural en la salita, aducía que había algo un poco trasnochado en el estudio de Roger, pero que no era ningún defecto grave, dado que el resto de la casa era precioso; daba a los compradores la oportunidad de mejorar algo y los dejaba con la impresión de estar ante un lienzo en blanco. Travis era un entusiasta de los programas inmobiliarios de la tele y se sentía cómodo con la cultura de recorrer casas ajenas y emitir juicios sobre ellas.

Como casi toda la gente que entraba a mirar la casa de Pepys Road 51; y no es que nadie dijera nada en voz alta, salvo en los casos más groseros, pero Roger adivinaba lo que estaban pensando y no era favorable. Miraban, curioseaban, paladeaban, juzgaban. Roger percibía el chirrido de sus pequeños cerebros. ¿Por qué la venderán? ¿Por qué está el marido en la casa? ¿Adónde se mudarán? ¿Qué precio aceptarán? ¿Será cerámica de Lucie Rie? Fisga, fisga, rrrr, hacían los pequeños cerebros. Muchos, una minoría importante, tal vez casi todos, entraban únicamente para enterarse de cómo era la casa por dentro, movidos por vulgar curiosidad. Travis alegaba que él «eliminaba a los que hacían perder el tiempo», pero no se notaba en absoluto y cuando los no compradores que lo llevaban escrito en la cara entraban para husmear en su vida, Roger tenía que vencer la tentación de decirles en la misma puerta que se fueran a tomar por culo. Hubo incluso una pareja de la misma calle que llegó un día para meter las narices. Saltaba a la vista que no esperaban ser reconocidos por los propietarios. Travis les enseñó las habitaciones, pero Roger fue tras ellos para asustarlos y los fulminaba con la mirada, con los brazos cruzados, mientras el agente inmobiliario representaba su comedia. La visita duró diez minutos exactos.

—Travis, esos dos viven en esta misma calle —dijo Roger, conteniendo unas palabras más rudas.

—Vaya por Dios —dijo Travis, que evidentemente no creía que fuera culpa suya—. Qué gente, ¿verdad? De todos modos, tengo para esta tarde un par de buenos candidatos.

No es que no se hubiesen hecho ofertas. Las habían hecho, inmediatamente, o sea el primer día, las primeras personas que habían visto la casa. Sin embargo, no habían sido muy reales. Mejor dicho, habían sido reales en el sentido de que las intenciones eran sinceras, pero el dinero no estaba disponible. Se trataba de personas que a) tenían que vender antes su casa por más dinero del que pensaban pagar por la de Roger y b) tenían que liquidar una monstruosa hipoteca antes de estar siquiera en condiciones de plantearse hacer una oferta por Pepys Road 51; la verdad es que, dada la situación real, ni siquiera habrían tenido que presentarse para verla. Travis, desbordante de idiotez como siempre en casi todos los aspectos, resultó ser sorprendentemente implacable en el tema de qué ofertas tomarse en serio. Sin duda porque afectaba a la posibilidad tangible de cobrar la debida comisión.

—No hay ni que tenerlos en cuenta —había dicho a Roger—. Si no hay dinero contante y sonante, no vale la pena.

Puede que en el fondo sí pudieran permitírselo..., lo cual era una idea mortificante. El Roger primitivo, el anterior al planchazo de la gratificación navideña de 2007, el anterior al despido, no distaba tanto de ser una persona que, sin pensárselo mucho, podía permitirse una casa de tres millones y medio. Esa persona se sentía muerta desde hacía mucho tiempo; un poco como el perdido y no muy añorado hermano menor de Roger.

Lo que más detestaba Roger de aquel jaleo de la casa era que parecía cosa de locos. Nadie podía tomar una decisión de aquella envergadura tan rápidamente, después de verla sólo durante veinte minutos. Pero aquel aire de locura parecía general. Todo el proceso estaba poseído por una especie de frenesí, todo el mundo parecía tener prisa, todo el mundo parecía ir a toda pastilla. Rayaba en el delirio sexual. Los concienzudos —los caracterizados por su prudencia y que obviamente eran los más reflexivos y maduros— se presentaban para mirar la casa dos veces y en total la veían unos cuarenta minutos. Para tomar la mayor decisión económica que probablemente tomarían en su vida: cuarenta minutos. Todo eso le hacía pensar en aquellas postales que decían «Queremos Lo Que Usted Tiene». Le habría gustado localizar a su autor, meterle la postal en la boca y decirle: Vale, está bien, cambio tu vida por la mía, con los ojos cerrados; sólo para ver la cara que ponía aquel comemierda.

A Arabella, en cambio, le gustaba que la casa estuviese en venta. Le resultaba satisfactoria la idea de que adecentar la casa aumentara su valor. Hacer cosas para embellecerla era una necesidad sensata y práctica, una forma de «maximizar el valor de su activo fijo más importante», una expresión que Arabella recordaba por habérsela oído a Roger cuando hubo que levantar las tablas del suelo para instalar el cableado de los audiovisuales. No hacía falta decir que ninguna casa era perfecta en sí misma ni por sí misma. Siempre había pequeñas cosas que hacer. Arabella compró otra mesita de noche y tiró la anterior a la basura, y en su opinión el dormitorio quedó así más bonito, más vendible, sólo por eso. Obviamente, hizo el cambio sin decírselo a Roger; no menos obviamente, él ni siquiera se dio cuenta. Arabella suspiraba —suspiraba— por deshacerse del sofá de las navidades, un mueble moderno de color gris que parecía una preciosidad en la tienda, pero que no pegaba ni con cola en el salón de casa; pero Roger seguramente se daría cuenta del cambio. Nada habría podido cabrear más a Roger que ver a Arabella embellecer y engalanar la casa con morboso placer antes de venderla. Si su comportamiento tenía por objeto sacarlo de sus casillas —cosa que Roger sospechaba en más de un momento—, no habría podido calcularlo con mayor precisión.

—El plan —dijo Arabella a Saskia mientras tomaban una copa en la barra de un restaurante cuyo bar se llamaba La Bibliotecaes vender la casa y mudarnos temporalmente a Minchinhampton. También la tenemos en venta, pero tardarán más en comprarla, por lo menos eso nos han dicho. Aquí es donde los planes divergen. El plan oficial, y con esto quiero decir el plan de Roger, es vender también la de Minchinhampton, tomar el dinero y buscar —dibujó en el aire unas comillas con los dedos— «una pequeña oportunidad comercial» para que Roger abra algo, «algo real», con lo cual se refiere a..., bueno, ya puedes figurártelo. Tendrá que ser en un lugar donde haya buenos colegios, de primera enseñanza, claro, y donde el transporte no sea una pesadilla.

—No parece propio de ti. Botas de agua verdes con Chanel, el Audi cuatro por cuatro rodando por la grava y tú tonteando con el mozo de cuadra. Ya te veo allí. Bueno, no sé, un poco.

—No, está bien. El plan de verdad, mi plan, es irnos al campo, yo creo que Minchinhampton es estupendo, y tomármelo con calma, y que Roger pueda pasear por los prados y respirar aire puro hasta que se muera de asco, porque todas esas bobadas de que los niños necesitan espacio libre para corretear es la idiotez más grande del mundo, el campo está tan lleno de peligros como la ciudad, más aún, y entonces se dará cuenta de que me aburro tanto que estoy a punto de fugarme con el profesor de yoga de la ciudad más cercana, y reaccionará, y por entonces ya nadie se acordará del lío de Pinker Lloyd, y se pondrá a enviar currículos y conseguirá otro trabajo como Dios manda. Nada de esa puñeta de mudarnos a Ludlow para fabricar chismes; un trabajo en la City. Sueldo base de seis cifras y los años prósperos una bonificación de siete cifras. Como tiene que ser.

Saskia indicó al camarero que sirviese otros dos martinis secos con lichi.

—Eso parece más sensato —dijo.

—Desde luego, y lo bueno de esto es que hará que mis padres espabilen un poco. Siempre han creído que como Roger trabajaba en lo que trabajaba y como nosotros vivimos como vivimos..., rectifico: vivíamos como vivíamos..., estábamos forrados de dinero. Pensaban que éramos ricos y no los típicos londinenses que se esfuerzan por conseguir algo de holgura. Así espabilarán y se darán cuenta de la realidad de la vida, y lo fantástico es que se han ofrecido a pagar los estudios de los niños en un internado; hemos decidido que sea así. Yo por lo menos. Así que lo único que tendremos que hacer es esperar a que cumplan once años, entonces mis padres se encargarán de lo demás, primero un colegio privado y luego alguna otra cosa decente. Aún falta mucho, pero lo importante es tenerlo planeado, ¿no crees?

Llegaron los cócteles y las dos mujeres brindaron por ellas mismas. En el otro extremo del bar había alguien a quien Arabella creyó reconocer de la tele. ¿O se equivocaba?

La comida fue un raro momento de lujo para Arabella, una mirada retrospectiva a su antigua vida. Josh estaba en la guardería, había que recogerlo a las tres y media, y Conrad estaba al cuidado de una mujer a la que Arabella conocía de las clases de la Organización Nacional de la Infancia y con la que había reanudado el contacto cierto día que había tropezado con ella en la cafetería. No se habían visto desde hacía años. Había una especie de discrepancia de ideas o al menos cierta falta de flexibilidad en el hecho de que Polly hubiera decidido renunciar al trabajo cuando sus hijos eran pequeños, mientras que Arabella no trabajaba pero tenía a una persona que le cuidaba los niños a jornada completa. Lo de cuidar niños era algo para lo que se tenía que estar hecha y Arabella, hablando consigo misma con toda sencillez y franqueza, no lo estaba. Sus hijos eran encantadores pero lo devoraban todo, y Arabella no quería que la devorasen del todo. Y allí estaban otra vez, las dos empujando un cochecito infantil con un niño de tres años durmiendo.

El primer día que habían cuidado de los niños en casa de Arabella había sido un poco desastroso, porque el pequeño Toby había tenido un pequeño contratiempo con su ropa interior a los diez minutos de llegar y Arabella no se había atrevido a afrontar la perspectiva de limpiarle el culo, así que cuando Polly volvió de la peluquería, dos horas más tarde, el niño olía fatal.

—Dios mío —exclamó Arabella—, ha tenido que ser ahora mismo.

Pero Polly, en cuanto vio las pruebas personalmente, tuvo buenas razones para sospechar que no era así. El siguiente mensaje de texto que Arabella mandó a Polly no obtuvo respuesta y la primera pensó que la segunda lo había borrado, pero dos semanas después la llamó por teléfono y concertaron lo de hacer de canguro. Pese a sus pequeñas diferencias, las dos eran de la misma tribu. Arabella tenía que recoger a Conrad poco antes de ir en busca de Joshua.

Era como si se hubiera permitido un lujo después de varios meses.

—Señora Yount, me alegra volver a verla —dijo el jefe de camareros, acercándose a la mesa. Ordenó que se llevaran las cartas, que ninguna de las dos mujeres había mirado—. ¿El menú de la casa? —preguntó.

Saskia asintió con la cabeza. El hombre volvió a inclinarse y se alejó.

—Treinta y cuatro libras y media por seis platos —dijo Saskia—. Prácticamente les estamos robando.

Capital
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