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Mark, mientras miraba por encima del hombro de Roger y, como de costumbre, hacía todo el trabajo; Mark, cuya gran preocupación era, y había sido desde la infancia, su convicción de que necesitaba que el mundo lo reconociera como principal protagonista de su propia historia; Mark estaba pensando que había sido un chico malo. En realidad, aquellas mismas palabras resonaban a veces en su mente, como una canción infantil o una melodía pegadiza, una melodía que se te mete en la cabeza y de la que no consigues desprenderte. He sido un chico malo, he sido un chico malo...
El miedo que había pasado con Jez cuando éste casi lo había pillado con las manos en su terminal, había sido miedo de verdad. No le gustaba pensar en aquello. Jez habría podido ir a chivarse a su jefe; habría podido hacer cualquier cosa. Y físicamente, a nivel animal, Mark tenía miedo de Jez. Pero un hombre fuerte con un objetivo definido no podía detenerse en aquellos pequeños contratiempos y lo único que había hecho Mark en los dos últimos meses había sido tratar de pasar inadvertido y no husmear en los escritorios y terminales de los demás; aunque, como era un hombre fuerte que obraba de acuerdo con un plan, se ceñía al plan y seguía presentándose en la oficina antes que nadie. De ese modo no habría cambios en su conducta cuando prosiguiera con su idea. Había que planteárselo así cuando se quería que las cosas salieran bien.
Seis semanas después había reanudado el plan e inmediatamente había dado un importante paso adelante. Un antiguo compañero de los viejos tiempos de operaciones interiores y que ahora trabajaba en Conformidad, la sección del banco que vigilaba al personal en lo tocante a la observancia de las leyes y códigos de conducta y de los modelos de control de riesgos. Al ir a visitarlo cierto día, Mark vio que estaba fuera de la sala y que había dejado detrás de su mesa un post-it con muchos números. La cadena de dígitos, supuso Mark, era la muy complicada contraseña para acceder a algo. A riesgo de que lo descubrieran, se acercó a su terminal, probó a entrar en el sistema y averiguó que aunque su colega cambiaba de contraseña todas las semanas, conservaba —porque aquellas contraseñas eran imposibles de recordar— un archivo de contraseñas, para acceder al cual, según comprobó, tenía la clave. En realidad era muy fácil si uno sabía lo que estaba haciendo. Mark ya había localizado una antigua cuenta que se había usado en otra época para cuadrar transacciones al término de la jornada y que en teoría era de uso muy limitado, veinticuatro horas a lo sumo; pero precisamente por no haberse utilizado hacía tanto tiempo podía ahora borrarla de los bancos de datos de Conformidad sin que apareciese ninguna incongruencia. Y ahora podía entrar en las cuentas de sus colegas sin que lo supieran, hacer cambios, poner los beneficios (y las pérdidas, si hubiera alguna, aunque eso era improbable) en la cuenta ya-no-inactiva. El sistema, en teoría, detectaba cualquier cosa que pareciera estadísticamente anormal, pero Mark podía utilizar su acceso a Conformidad para rastrear cualquier alerta, y desactivarla, antes de que lo notase nadie. Mark estaba en su elemento.
El plan era sencillo. Explotar no su propia cuenta, evidentemente —¡no era ningún ladrón, muchas gracias!—, sino la del banco, hasta que hubiera ganado, por ejemplo, 50 millones de libras. Pasta abundante. Una cantidad que no pusiera en peligro al banco, pero que fuese prueba innegable de su talento. Luego, a confesar. Decir lo que había hecho y que sacaran la conclusión más evidente: que era un tipo que se la jugaba y que tenía un talento demostrado para entregar rendimientos espectaculares y había cincuenta millones de razones para que le dieran lo que deseaba: lo cual era, en fin, a corto plazo, el puesto de Roger.
Había hecho las primeras operaciones aquella misma semana. La City atravesaba una fase de ansiedad y había toda clase de rumores procedentes del mercado estadounidense de derivados, pero Mark siempre había creído que en medio de un temporal era cuando se averiguaba lo buen marinero que era uno. Había comprado algunos derivados adoptando una posición larga —optimista— con el peso argentino en relación con el yen. En menos de setenta y dos horas ya había habido en la moneda un movimiento del seis por ciento en la dirección deseada. Gracias al efecto amplificador de los derivados y al efecto palanca, Mark casi había conseguido duplicar la apuesta, lo que significaba duplicar el dinero del banco. Había cerrado la posición y escondido el beneficio en la cuenta ya-no-inactiva. Luego había querido hacer una puesta importante por el dólar, el anticuadísimo dólar, contra una serie de monedas, y le salió tan bien que aún tenía una posición abierta y estaba otra vez a punto de duplicar el dinero. No era un simple indicio de que podía tener talento para estas cosas, no era una indicación: era la cosa misma. Era la viva imagen del genio.
Había sido difícil llegar al lugar desde donde había podido hacer lo que quería. Esto era lo interesante de Mark, la dificultad era parte de su objetivo. No era ésta en teoría la clase de cosas que la mayoría de la gente era capaz de pensar o de hacer. Su rostro, su máscara, su camisa de Thomas Pink, su traje de Gieves & Hawkes y sus zapatos de Prada tal vez no fueran excepcionales (aunque para la persona que los analizase había indicios de que este uniforme de la City estaba más cuidadosamente conjuntado, más meditado, que la mayoría), pero la persona que llevaba las prendas era un cerebro de los que sólo se dan una vez cada generación. Dicho esto, había que admitir que Roger era dolorosamente decepcionante. Mark merecía burlar, sobrepasar y adelantar a una figura mejor. En otra época había visto a Roger como a un digno antagonista, un rival cuya derrota merecía sus esfuerzos. Pero con el tiempo fue haciéndose claro que su jefe no era esa persona. No estaba a la altura del papel de enemigo de Mark; ni siquiera sería una nota a pie de página en su biografía.
—Trae los documentos, ¿quieres? —dijo Roger, para demostrar lo dicho, mientras se dirigía con su típica actitud desdeñosa y atlética hacia la puerta del despacho.
Para ser un hombre tan alto se movía con demasiada suavidad e indecisión, como si su determinación de llegar a donde se proponía pudiera flaquear en cualquier momento. Llevaba una carpeta bajo el brazo, razón más que suficiente para que su colega menos veterano llevase todo lo demás. Era un inconsciente y ese detalle de Roger era el que más irritaba a Mark: más exactamente, lo sacaba de sus casillas. ¿Qué haría falta para que Roger se percatase de lo que pasaba a su alrededor? ¿Una bomba debajo de su silla? A Mark no le extrañaría que ni se enterase. Bueno, seguramente se enteraría cuando su segundo se volviera y comunicara a sus jefes —los jefes de Roger— que acababa de ganar 50 millones de libras mientras Roger miraba por la ventana pensando cómo pagar el Botox de su mujer o lo que estuviera pensando. Puede que el interior de la cabeza de Roger fuera como en una de aquellas películas de dibujos de Los Simpson en que el espectador ve lo que piensa Homer: arbustos arrastrados por el viento, un mono mecánico dando volteretas, una hamburguesa. Sí, probablemente ser Roger fuera eso. Como Homer Simpson, sólo que más alto, más rico y banquero. Al menos por el momento.
Roger con la delgada carpeta y Mark cargado de papeles llegaron a la sala de juntas. Lothar ya estaba sentado allí a la cabecera de la mesa, con la tez rojiza y aspecto de estar en forma, con su única carpeta en la mesa, delante de él, junto a un vaso grande de plástico con un líquido verde brillante en el interior, probablemente uno de sus apestosos tónicos. Lothar dijo lo que decía siempre al empezar las reuniones, una de las palabras que evidenciaban su acento alemán:
—Caballegos. —Lo dijo de un modo que pareció oscilar entre una declaración y una pregunta.