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Roger detestaba aquellas postales asquerosas que había recibido, las que traían el mensaje de «Queremos Lo Que Usted Tiene»; se le habían metido en la cabeza y empezaban a fastidiarle. Se sentía vigilado, observado con aviesa intención. Se sentía víctima de envidias, pero no a la manera cómoda y tranquilizadora que le gustaba a él. Que hubiera personas que desearan su nivel de riqueza material era una idea frente a la cual podía sentarse y suspirar, como si estuviera delante del fuego de la chimenea. Pero no se trataba de esto. Aquello era más bien como si hubiese alguien espiándolo en secreto y deseándole algún mal.

Pese a todo, no era tan trágico. Había ocasiones en que conseguía olvidarse completamente del asunto; aquella noche, por ejemplo. Era la noche en que estaba previsto que Roger, en calidad de jefe de departamento, realizara con el personal a su cargo una sesión de team-building, de consolidación del equipo.

Roger pensaba por un lado que era algo ridículo, la expresión y la idea. Si no había equipo, difícilmente podía consolidarse jugando a dispararse bolas de pintura, bajando en un bote hinchable por unos rápidos o «cualquier otra gilipollez que te obligan a hacer cuando eres un capullo del este de Inglaterra que quiere introducirse en Al Qaeda», como decía Roger en privado a sus colegas. ¿Qué tenía de malo ir a un pub? Sin embargo, así era como se hacía. Roger no había inventado la moderna cultura empresarial y la conocía demasiado bien para no secundarla. Conocía Pinker Lloyd lo suficiente para saber en qué áreas era rentable ser iconoclasta y escandaloso y en qué áreas no. Puesto que las modas empresariales llegaban y desaparecían, no valía la pena pelearse con aquélla.

Pero Roger, por otro lado, estaba de acuerdo con la empresa, disfrutaba implementando la política que le decían que implementase y estaba orgulloso de sus sesiones de consolidación del equipo. Como los suyos eran operadores, es decir, comerciantes, y los comerciantes, en teoría, debían ser competitivos, ambiciosos y agresivos —un operador que no fuese estas cosas sería una mierda en su trabajo—, los obligaba a hacer cosas que iban a favor de la corriente. Nada de aumento de la cooperatividad o de la conciencia, nada de retiros para hacer meditación budista. El método habitual de Roger era elegir una actividad competitiva y poner de premio todo el presupuesto de las sesiones: el ganador se lo lleva todo. Lo había probado con el karting y con el tiro al plato, con resultados excelentes. La competición de aquel día era el póquer. Era viernes por la noche. La banca era las 5.000 libras del presupuesto, habían reservado una habitación en un club de póquer de Clerkenwell y no se levantarían de la mesa hasta que uno se lo llevara todo. Los muchachos estaban en el bar en aquellos instantes, calentando para el gran acontecimiento. El humor reinante en la City era de ligera ansiedad desde que Bear Stearns se había ido a pique unas semanas antes, y aunque el suceso guardaba poca relación con el departamento de Roger en Pinker Lloyd, era pese a todo una coyuntura favorable para que el personal se reuniese, se desahogara un poco y acabara despellejado.

Roger había jugado algo al póquer, por lo general con clientes que insistían en llevarlo a un casino u otro. En cierta ocasión había visto a Eric el bárbaro ganar 100.000 libras en una sola mano de Hold’em, con un full de ases y jotas. Así que tenía alguna idea; suficiente para saber que los jugadores serios no se pasarían la noche bebiendo alcohol. Quería tomar buena nota de quién había empinado ya el codo y quién no. La mayor parte de los varones y las tres mujeres habían descorchado ya el champán, lo cual era un buen signo. Dos tenían delante bebidas transparentes con burbujas: lo mismo podía ser vodka con tónica que agua con gas. Sorpresa, sorpresa, su segundo, Mark, era uno de ellos. Dos de sus mejores operadores estaban ya medio curdas. Y el mejor, jolín, estaba curda al setenta y cinco por ciento, lo cual no era una sorpresa, porque estaba tomando Jägerbombs. Bien, todo bien.

A eso de las ocho entraron en la habitación reservada por Roger. Había poca luz, el techo era bajo y flotaba en el aire un tufo indefinido a comida antigua, pasada u olvidada. Había dos mesas ovales y en el extremo de cada una un repartidor vestido con chaleco rojo; nueve asientos para los jugadores, nueve montones de fichas. Hubo algunos empujones a la hora de elegir sitio. Siempre se daban aquellos episodios informativos en las sesiones de consolidación del equipo, quién hacía piña con quién y quién se quedaba fuera. Era como en la escuela, cuando a los chicos se les permitía elegir equipo: era útil saber quién se quedaba el último.

Los suyos serían como serían, pero no respetarían a Roger si éste no se esforzaba por ganar; la verdad es que en ningún momento se le había ocurrido pensar otra cosa a Roger. Así que sentarse a su mesa fue tema polémico. Mark acabó en su misma mesa, resultado que no fue el que él habría elegido. No por nada concreto, era sólo que sobre su segundo pesaba cierto aire de torpeza, una disposición excesiva, demasiado entusiasmo y un lenguaje corporal empalagoso. Mark no parecía caerle gordo a nadie, pero era demasiado no-sé-qué para que se simpatizara activamente con él. Roger, que ya se había metido un copazo de Talisker entre pecho y espalda, pensó: otro misterio que no vale la pena resolver. Más problemático era que estuviera sentado a la derecha de Slim Tony, a quien llamaban así para distinguirlo de Big Tony, que en realidad se había marchado de Pinker Lloyd antes de que llegara Slim, pero cuyo apodo seguía presente en la memoria colectiva, entre otras cosas por su costumbre de comer siempre sentado ante su mesa de trabajo y nunca una sola cosa: tres bocadillos de Pret a Manger, cuatro Big Macs. Slim Tony era un tipo de cara afilada, un «chico de Essex», es decir, un guaperas, aunque era de High Wycombe y se había pagado los estudios universitarios jugando al póquer online. Roger lo sabía, dado que era el motivo por el que lo había contratado. Si había un puesto que nadie quería cuando jugaba al póquer era el que quedaba a la derecha del mejor jugador. No era buen lugar.

A la derecha tenía a Michelle. Las operadoras, según la experiencia de Roger, o eran unas supercursis y manipuladoras o eran más machos alfa que los machos alfa. Michelle era del segundo grupo. Era de Bristol y tenía unos treinta años. Solía vestir de uniforme: trajes masculinos de raya diplomática, pelo muy corto y mucho maquillaje. Era deliberadamente brusca y soltaba tacos con plena conciencia, de un modo muy estudiado, como si hubiera seguido un cursillo. No obstante, también respiraba feminidad; siempre llevaba la ropa ligeramente ceñida, como si sus hormonas pugnaran por salir, para replicar al resto de su imagen. Cuando Roger se hacía preguntas al respecto, cosa que sucedía a menudo, especulaba sobre su personalidad de fines de semana y vacaciones, si sería más dulce y amable. Verla decir palabrotas y despotricar en el trabajo obligaba a preguntarse si pasaba el fin de semana recostada en un diván, pintándose las uñas de los pies mientras comía delicias turcas y veía Sexo en Nueva York. Le atraía un poco, la verdad sea dicha, pero Roger era muy cuidadoso en el trabajo y muy consciente del viejo dicho de la City, copiado de la hostelería italiana: ojo con el lugar de trabajo, no te líes con el personal.

El repartidor explicó las reglas: las ciegas subían cada treinta minutos, para mantener el interés. Roger sabía que había que conservar el montón de fichas a cierta altura, al menos a un nivel medio, teniendo en cuenta que habría gente eliminada. No se permitían las recompras: si te eliminaban, te eliminaban. Los jugadores eliminados podían irse a casa o ponerse a jugar en otra mesa con su propio dinero y Roger estaba convencido de que harían esto último. Prestó atención a la mesa. Había jugado al póquer lo suficiente para hacerse una idea, pero no lo bastante para ser realmente competente: ¿quién tenía tiempo para eso?

Al cabo de dos manos y después de ponerse en la mesa la tercera carta descubierta, hubo alguien que echó el resto. Michelle, ella tenía que ser. No estuvo claro si fue un movimiento ingenuo de novata o un astuto farol, para crearse desde el comienzo una reputación de jugadora agresiva, cosa muy propia de Michelle. Todos habían pasado hasta llegar a ella, así que Michelle podía suponer que nadie tenía nada. Por lo que sabía de aquella mujer, Roger estaba seguro de que iba a establecer su imagen de jugadora con aquello. Si hubiera tenido buenas cartas habría visto la apuesta, pero tenía un 8 y un 6 que no ligaban con nada y habría sido una estupidez. Roger había puesto la ciega pequeña, Slim Tony la grande, así que cuando Roger dijo que no iba, el único semiprofesional de la mesa se quedó pensando qué hacer.

—Cero por cero, cero: eso es lo que tienes. Te lo digo yo —dijo Slim Tony. Michelle no dijo nada, no hizo nada—. Típico de mujeres. O no van cuando ves su apuesta o se marcan un farol y fingen tener huevos. No huevos cualesquiera, sino unos huevos realmente gordos. Huevos como sandías. ¿Tienes los huevos muy gordos, Michelle?

Roger disimuló bien su posible rubor; dos colegas sonreían, otros dos habían arrugado la frente. Tony y Michelle se conocían bien, de modo que él debía de saber si se estaba pasando de la raya. Eso esperaba Roger por lo menos. Había que concedérselo a Michelle (por así decirlo), ya que tenía la cara más inexpresiva del mundo. Se limitaba a estar allí sentada. Roger pensó entonces que Tony la estaba pinchando por donde no debía, porque si era un farol y Michelle se había puesto chula con nada, entonces era que lo había ensayado a conciencia y acosarla sería como querer abrir a cabezazos una puerta de hierro. Si a Michelle le importara que la acusasen de marcarse faroles, hacía años que se habría derrumbado en el trabajo, de manera que Tony no iba a enterarse de mucho burlándose de los supuestos huevos de Michelle. Roger tuvo un repentino presentimiento: Michelle tenía buenas cartas. Tony había malinterpretado su actitud. Precisamente mientras lo pensaba, Tony adelantó todas sus fichas con el antebrazo hasta el centro de la mesa.

—Mi resto —dijo.

Michelle descubrió sus cartas. As y rey de corazones. Su fama de agresiva había hecho creer a Tony que se estaba marcando un farol con una mala mano, cuando en realidad escondía una bomba. Tony, dicho sea en su honor, se echó a reír.

—¡Hay que joderse!

Descubrió sus cartas y se puso en pie: no tenía nada, un rey y una jota que no ligaban. El repartidor desechó una carta y volvió las tres siguientes con un solo movimiento. No había nada que pudiera salvar a Slim Tony. Llegó el turno del cuarto naipe; era un as y Tony quedó sentenciado: ya no tenía ninguna forma de ganar. Se puso las manos sobre la cabeza.

—¡Me rindo! —exclamó entre las carcajadas de los presentes. Un segundo antes de decirlo, sin embargo, Roger había visto su cara mientras miraba a Michelle: era de asco total, un asco que le salía del corazón.

Consolidación del equipo, ah, qué maravilla.

Michelle fue discreta a pesar de todo; no se regodeó más de lo mínimamente imprescindible. Tony hizo una seña al camarero y pidió una botella de champán, que apuró en cuarenta minutos. Por entonces habían quedado eliminados otros tres jugadores; los operadores, dado que eran operadores, eran en su mayoría tipos muy viriles y parecían valorarse por su avidez por jugarse su resto. Otro par de eliminados y empezarían a jugar por su cuenta con dinero propio. Roger aguantó hasta que sólo quedó una mesa, que había sido su objetivo mínimo; pero su montón de fichas se había visto reducido por el creciente importe de las ciegas y tuvo que apostar su resto con una mano menor, una pareja de cincos. Cedió al deseo de tomar un par de whiskies y tuvo la satisfacción de percibir que el alcohol se mezclaba con la adrenalina que le corría por las venas, de modo que se sintió despejado/aturdido, cansado/entusiasmado y ansioso por vencer, pero totalmente deseoso de irse a su casa a dormir. Su apuesta fue igualada por Mark, que tenía un as y una jota del mismo palo; la jota ligó con otras cartas y Roger quedó eliminado. Se apartó de la mesa; era la una de la madrugada, pero había ido demasiado lejos para marcharse sin averiguar quién ganaba.

Se llevó una sorpresa mayúscula porque resultó que el ganador fue Mark, que derrotó a Michelle a las cuatro menos cuarto. Mark estuvo tan inquieto, tan escurridizo y tan agitado que no hubo manera de calarlo; se toqueteó sin parar: la muñeca, la oreja, la manga, el pecho; parecía el baile de San Vito. En realidad, había estado así de nervioso desde el principio, o sea que era muy difícil descifrar sus gestos y toda una experiencia estar sentado delante de él. Su nerviosismo ponía nerviosos a los demás. Lo cual no impidió que se llevara las 5.000 libras. Los chicos, casi todos borrachos y vociferantes, gritaban, se empujaban y se apoyaban unos en otros. Tony se había quedado dormido en un sofá. Se trazaron planes para compartir taxis o, en su defecto, ir a un lugar de Spitalfields que estaba abierto toda la noche y empezaba a servir desayunos ingleses a las cuatro.

El repartidor se había ido ya. El camarero, un filipino, se había quedado por las propinas. No cobraba ningún sueldo: las propinas eran sus únicos ingresos. Éstos oscilaban; algunas mañanas se iba a casa con los bolsillos vacíos, pero su récord era de mil libras. Roger le dio doscientas y entre él y otros dos sacaron medio en brazos a Mark. Según el punto de vista del camarero, fue un final feliz.

Capital
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