17

Zbigniew y Piotr se apoyaron en la pared de Uprising, su bar favorito, y observaron el gentío de mediados de semana que se empujaba, coqueteaba, bebía y hablaba a gritos. Piotr se iría a Polonia a comienzos de las fiestas navideñas, de modo que no volverían a verse hasta principios de enero del año siguiente; Zbigniew se quedaría en Londres. Estaría atento a cualquier pequeña faena de fontanería o electricidad que se presentase en cualquiera de las obras en que trabajaba Piotr. Era buena temporada para conseguir trabajo porque todos los constructores británicos estaban de vacaciones. Precisamente por ese motivo había un par de faenas que Zbigniew había prometido terminar, mientras los propietarios de Pepys Road 33 estaban en Mauricio y los de Grove Crescent 17 en Dubái. Estarían en hoteles caros, haciendo lo que hacía la gente cuando iba a sitios caros: sentarse junto a la piscina con bebidas caras, comer platos caros, hablar de otras vacaciones caras que podían pasar y de lo bonito que era tener tanto dinero.

Zbigniew había planeado ir a Polonia a principios de enero y ya tenía reservado un vuelo de Ryanair por 99 peniques más tasas. Su madre armaría un escándalo cuando lo viera y su padre se tomaría un par de días libres. Iba a ser estupendo estar en casa; no había vuelto a Varsovia desde la primavera. Vería a los amigos, mecería a algunos niños en sus rodillas y soñaría con el momento en que regresaría forrado de dinero.

—Aquélla —dijo Piotr. El pub no tenía cerveza polaca y los dos bebían Budvar, que en su opinión era lo único bueno que procedía de la antigua Checoslovaquia.

—¿La rubia? Demasiado baja. Casi una enana.

—No, la rubia no, la que está a su lado. La morena. Estoy enamorado.

—Siempre te enamoras.

—El amor es lo que hace que la tierra gire alrededor del sol.

—No, es la gravedad —dijo Zbigniew. Era un viejo debate entre ambos y apenas se escuchaban. Piotr caía víctima del deseo con mucha facilidad y no hacía diferencia entre eso y enamorarse. Le fascinaba una chica, hablaba con ella, se enamoraba perdidamente, sentía apasionados y violentos altibajos, vivía momentos de euforia que no estaban al alcance de la mayoría de los mortales, sentía el corazón destrozado, caía en amargas depresiones, se recuperaba y esperaba el siguiente encuentro, todo en unos cuarenta y cinco minutos. Cuando salía realmente con una chica, el ciclo era el mismo, pero duraba más tiempo. Piotr estaba en aquel momento en un entreacto, así que ir con él al pub era, en opinión de Zbigniew, un acto de bondad deliberada, ya que suponía oírle hablar de sus enamoramientos, que se producían por lo menos dos veces por noche. Y no es que fuera un hombre tímido. Si veía una chica que le gustaba, no perdía la ocasión de pedirle que saliera con él la primera vez que hablaba con ella. Y tampoco era insensible a los rechazos; no los soportaba. Era sólo que se recuperaba muy aprisa.

Zbigniew adoptaba una actitud diferente. Las mujeres eran para él un asunto práctico, un problema del mundo real y, a semejanza de otros problemas, la mejor solución era adoptar una actitud metódica y pragmática. Zbigniew no tenía normas, sino máximas. Insistía con una chica sólo si tenía buenas razones para pensar que ella estaba ya interesada. Nunca se había enamorado. Decía que no creía en eso. Según su filosofía, si eras limpio, económicamente solvente y no pertenecías al pelotón de los feos, ya formabas parte del treinta por ciento de los hombres más prometedores. Si además prestabas atención a lo que te decían las mujeres, o sabías fingirlo de manera convincente, te situabas en el diez por ciento, incluso en el cinco por ciento de los más prometedores. Luego todo era cuestión de aplicar el sentido común: no parecer ansioso, no emborracharse, dejar que se emborrachara la chica y aprovechar el efecto de los mensajes de texto. Y otras cosas, como salir a media semana, cuando había menos competencia. Todo consistía en ir afinando el porcentaje.

Un hombre con abrigo oscuro y largo entró en el pub, miró a su alrededor y fue derecho hacia la chica de pelo moreno que le gustaba a Piotr. Se besaron y la muchacha le puso la mano detrás y le pellizcó en el culo.

—Aquí se acaba mi vida —dijo Piotr, apurando la cerveza de un trago.

—No necesariamente —dijo Zbigniew. Al otro lado de la apagada chimenea donde se encontraban ellos había dos muchachas observando el local, sacudiendo la melena y sosteniendo sendos vasos de 250 ml de vino blanco. Zbigniew ya había cruzado dos veces la mirada con la chica que estaba de cara a él. Tenía mechas rubias, acababa de sacar una cajetilla de tabaco y la había puesto en la repisa de la chimenea. Su abrigo parecía caro y llevaba un bolso gigantesco, de los que estaban entonces de moda. Su amiga era la que más hablaba. Había algo en la rubia que le gustó. Puede que fuera el tabaco, que le resultaba repugnante, por el olor y todo lo demás, pero que cuando lo consumía una mujer se le antojaba inexplicablemente erótico, por el asomo de impudicia, por el indicio de despreocupación que traía aparejado. Tenía un aspecto algo descuidado, el abrigo abierto de una forma extraña. Zbigniew hizo una seña a Piotr con la botella y apuró el resto de la bebida. Piotr se volvió a mirar.

—Hora de mejorar nuestro inglés —dijo Zbigniew. Era una clave. Era bien sabido que la mejor manera de perfeccionar el inglés era tener una novia inglesa. No era fácil, pero las probabilidades aumentaban cuando se tenía algo de dinero y se hablaba buen inglés —aunque costaba pronunciar bien el inglés sin una novia inglesa—, o sea que no era fácil. Zbigniew había aprendido casi todo el inglés que sabía de una chica llamada Sam a quien había conocido cuando le cambió una rueda del coche en King’s Avenue, en el curso de una tormenta. Habían salido durante seis meses y el inglés de Zbigniew había progresado de manera milagrosa. Sam se la estuvo pegando a su novio todo aquel tiempo, pero a ella no pareció importarle y a Zbigniew tampoco; dejaron de verse una semana antes de la boda de la chica.

—Mañana me voy a casa —dijo Piotr.

—Pensé que el práctico era yo.

—Sí, pero me voy a casa mañana.

—Pídele el teléfono entonces. Sólo estarás fuera dos semanas. Así, cuando vuelvas, te estará esperando con ilusión.

—Ya te lo he dicho, mi vida se ha acabado.

—Pero continúa.

Piotr suspiró.

—Vale, de acuerdo.

Zbigniew era un hombre tranquilo y, al igual que su amigo Piotr, tampoco era tímido. Se acercó a la chica del bolso y dijo:

—Es terrible, ¿verdad? La prohibición.

La chica sonrió, desvió la mirada, lo miró otra vez. Su amiga se volvió. Tenía el pelo muy oscuro, negro, y se había pintado los ojos de un rojo espectacular. Zbigniew pensó que los movimientos de la joven eran desagradablemente bruscos, aunque la verdad es que tampoco era su tipo. Las dos mujeres se miraron y se comunicaron de algún modo que ellas entendían. Luego se volvieron para mirar a los dos amigos. Y la cosa continuó.

Capital
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