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La señora Kamal se encontraba en el bufete de Bohwinkel, Strauss y Murphy, sentada en una silla de respaldo recto, envuelta en el sari, con el bolso de mano en el regazo y la determinación del combate en los ojos. Rohinka, al margen de lo que pensara de su suegra, estaba impresionada. Ahmed y Usman también estaban allí, pero sus intervenciones eran ocasionales. Nadie podría llamarse a engaño: quien mandaba era la señora Kamal.

—... y en cuanto a que Shahid prefirió renunciar a su derecho a consultar con un abogado, eso es un insulto deliberado y consciente a nuestra inteligencia. No se chupa el dedo, ¿comprende? No es un urdu monolingüe de las regiones tribales que no ha visto en su vida un cuchillo y un tenedor. ¿Esperan realmente que creamos que renunció por escrito a su derecho a estar legalmente representado? Es un joven a quien han ofrecido una plaza para estudiar física en la Universidad de Cambridge. Será un vago y tiene sus defectos, pero no es idiota y yo no me creo lo que la policía alega sobre este particular.

Fiona Strauss no era una persona con tendencia natural a escuchar, pero sabía prestar atención a un cliente. Estaba sentada al otro lado de la mesa, con los dedos curvados y unidos y el entrecejo y la boca fruncidos. En la pared de su izquierda había una foto en que se la veía estrechando la mano de Nelson Mandela. Detrás tenía una vista de Montagu Square con los plátanos en flor y una ligera llovizna que rociaba la ventana a rachas intermitentes. Era experta en hacer pausas; cuando la gente dejaba de hablar, esperaba un poco y luego respondía. Incluso el nudo de su pañuelo estampado parecía hecho para expresar preocupación y principios.

—Shahid lleva detenido siete días ya, ¿no? Como le han aplicado la Ley Antiterrorista, pueden retenerlo veintiocho días sin ninguna acusación. Es un hecho deplorable, pero es un hecho.

—Pero si no ha hecho nada —dijo Ahmed—. ¡Es ridículo! Shahid es tan terrorista como... como yo.

—Lo creo. Pero eso no influye en su situación legal.

Todos los presentes en el despacho se daban cuenta de que Fiona Strauss se estaba conteniendo. Era una famosa defensora de los derechos humanos y su nombre era el primero en que se pensaba cuando había casos como aquél. Era tan conocida que lo primero que pensó Rohinka cuando entró en el espacioso despacho y la vio, fue que ya la conocía: un efecto secundario de su muy divulgada imagen. Era un poco como ir por la calle, ver a Mel Gibson y saludarlo porque lo tomamos por un viejo conocido. Habían esperado que bastaría con contarle lo sucedido a Shahid para que se encendiera el azulado fuego de su indignación. Y que acto seguido habría acción, conferencias de prensa, una entrevista en las escaleras de la comisaría y la inmediata liberación de Shahid. La metedura de pata era tan palmaria para ellos que los dejaba estupefactos que los demás no se dieran cuenta. Pero las cosas no parecían funcionar así. La abogada se mostraba reticente, necesitaba ser tentada; necesitaba —y esto costaba de aceptar— interesarse. Tenía las injusticias del mundo a la carta y le gustaba elegir cuidadosamente. Los miembros de la familia Kamal habían esperado encontrarse con una heroína vengadora que ardía en deseos de empuñar la flamígera espada de la verdad para repartir mandobles por las víctimas y en su lugar se encontraban con que tenían que vender un producto.

Ahmed se puso a decir que su hermano era un buen chico, que no tenía nada que ver con terrorismos de ninguna clase, que toda la familia era muy consciente de las virtudes de Gran Bretaña en tanto que sociedad libre (Usman se removió en la silla al oír esto), que ellos eran buenos ciudadanos, musulmanes practicantes que respetaban las demás religiones y formas de pensar. Sus parientes se percataron de que se esforzaba tanto por despertar el interés de Fiona Strauss que empezaba ya a desvariar. Cuando se le acabó la cuerda a Ahmed, Usman quiso probar suerte. Tenía el tórax adelantado y daba la impresión de que, si lo hubieran dejado, se habría presentado vestido con una sudadera con capucha. Por motivos que sólo él sabía, enronqueció el acento y ahuecó la voz mientras se dirigía a la letrada.

—La cuestión es que sabemos que tenemos derechos. Creemos que los tenemos. ¿Y dónde están? ¿Quién nos ayudará —aquí hizo una floritura con la palabra— a ejercerlos?

Usman se fue poniendo cada vez más enfadado y, paralelamente, más absurdo. Saltaba a la vista que la injusticia que se había cometido con su hermano lo ponía fuera de sí, pero soltaba incoherencias, volvía siempre a lo mismo y su acento pasaba de una voz normal de hombre culto, que era la suya propia, a una versión de South London que parecía una nueva personalidad que estuviera probando especialmente para aquella ocasión. Ahmed no lo había visto nunca tan exaltado; era como si se le hubiera aflojado un tornillo.

Para que se notara que se daba cuenta del esfuerzo que hacía la familia, y para dar a entender que aún no la habían convencido, Fiona Strauss dijo:

—Por desgracia, y como les he dicho ya, la situación legal es inapelable.

La señora Kamal guardaba silencio. Su capacidad para proyectar su estado de ánimo, con frecuencia una gran carga en la vida familiar, se convirtió allí en un elemento de valor. Dijo:

—Bueno, las cosas, entonces, no podrían estar mejor, ¿no cree? Estamos en un país que se considera cuna de las libertades. ¿Y qué ocurre? Que todos despertamos al amanecer con una pistola pegada a nuestra cabeza, de tal modo que hasta un Estado policial se sonrojaría. Llevan a rastras a la cárcel a mi hijo mediano. Es totalmente inocente de todo, nunca había sido detenido ni acusado de nada, ni una sola vez en toda su vida, nunca jamás, pero eso no parece importarle a nadie, y se le retiene sin dar ninguna información al respecto, sin permitirle ningún contacto con el mundo exterior, se falsifica su firma para alegar que ha renunciado a sus derechos, y ésa es la cuestión. Shahid jamás renunciaría a sus derechos. Pero no importa. A nadie le preocupa, nadie tiene intención de hacer nada, ha desaparecido y ya está. ¿Por qué no lo despachan a Guantánamo y acaban de una vez? Porque parece que es eso lo que nos está diciendo, señora Strauss, ¿estoy en lo cierto?

—Señora Kamal, los hechos legales del caso son lo que son. En relación con la realidad judicial del asunto, mi opinión no cuenta. La situación no tiene vuelta de hoja. Y para dejar claras las cosas, debería usted saber que no existe ni la más remota posibilidad de que extraditen a Shahid a la bahía de Guantánamo.

Aquella respuesta despejó una duda a la señora Kamal. Con su instinto para detectar los puntos flacos, se dio cuenta de que lo que la abogada quería era que se halagase su vanidad. No es que necesitara sentirse importante: necesitaba que quedara claro que sus clientes entendieran que era una persona importante. Todas las personas que acudían al bufete estaban convencidas de que habían sido víctimas de una injusticia sin precedentes y siempre pensaban que su historia bastaría para convencer a la letrada: que la historia de sus tribulaciones era lo único que hacía falta. Como si la historia en cuestión fuera lo más importante. Pero para Fiona Strauss, lo importante era ella y necesitaba que se reconociera este detalle para interesarse por un caso. Ya tendría después la historia lo que se mereciera. La señora Kamal lo comprendió y obró según lo que había comprendido.

—Pero es que la necesitamos, señora Strauss. Estamos perdidos sin usted. Tenemos derechos que no podemos hacer valer. Se nos ha cerrado la puerta. Nos han privado de la justicia. Sin su ayuda ni siquiera sabemos dónde empezar a buscarla. La situación legal podrá estar todo lo clara que usted dice, estoy convencida de que está todo lo clara que usted dice, pero también la situación moral está clara. Sabemos que usted dedica su vida a luchar contra tales injusticias. Lo sabemos. Y lo único que podemos hacer en este momento es pedirle que nos ayude, a nosotros y a Shahid. Está en un lugar de tinieblas. Debe ayudarlo a que vuelva a ver la luz, señora Strauss, porque no hay nadie más a quien podamos recurrir.

La abogada separó los curvados dedos y poco a poco, sin decir nada, se puso a tamborilear en la mesa. Luego dio un suspiro, un suspiro lleno de sinceridad, y dijo:

—Muy bien. Haré lo que pueda.

—No tiene usted idea de lo que esto significa para nosotros —dijo la señora Kamal, apoderándose de sus manos.

La familia Kamal se deshizo en muestras de agradecimiento, aprobación y alivio. Pasaron otros veinte minutos hablando sobre lo que harían a continuación. La abogada prometió presentar una queja a la policía y analizar la posibilidad de celebrar una conferencia de prensa, exactamente lo que la familia había querido desde el principio. Los Kamal se fueron contentos; todos menos Usman, que aún parecía estar furioso.

Mientras volvían a casa en el coche —habían tenido una larga conversación sobre el modo de llegar al bufete y las pocas ganas de pagar el impuesto por circular por zonas congestionadas, ya que para la señora Kamal era inconcebible viajar en metro—, Rohinka dijo:

—Menuda elementa es esa abogada, ¿verdad?

—A mí me ha caído bien —dijo la señora Kamal.

Capital
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